La empinada escalera descendía en la oscuridad. Kate iba delante, sosteniendo la antorcha. Chris la seguía. Recorrieron un estrecho pasadizo, casi un túnel, que parecía excavado por medios artificiales, y salieron a una cámara mucho más amplia. Aquello era una cueva natural. A la izquierda, en lo alto, vieron un tenue resplandor de luz natural; debía de haber allí una entrada a la cueva.
El terreno bajaba en suave pendiente. Más adelante, Kate vio una charca de agua negra y oyó el murmullo de un arroyo. Se percibía un olor agridulce, como de orina. Kate saltó sobre las rocas hasta llegar a la charca. Una franja de arena se extendía junto al agua.
Y en la arena vio una huella.
Varias huellas.
—No son recientes —dijo Chris.
—¿Dónde está el camino? —preguntó ella, y las paredes de la cueva le devolvieron el eco.
Por fin vio el camino, a la izquierda: un saliente de roca rebajado artificialmente, de modo que quedaba en él una especie de hendidura que permitía rodear la charca.
Kate reanudó la marcha.
Las cuevas no le producían la menor inquietud. En Colorado y Nuevo México, había penetrado en varias con sus amigos alpinistas. Kate siguió el camino, viendo pisadas de vez en cuando, y marcas en la roca que podían deberse al roce de las armas.
—Esta cueva no puede ser tan larga si la han usado para llevar agua al castillo durante un sitio —comentó Kate.
—Pero nunca se ha utilizado para eso —corrigió Chris—. El castillo tiene otra fuente de abastecimiento de agua. Quizá por aquí entraban comida u otras provisiones.
—Aun así, ¿qué longitud puede tener?
—En el siglo XIV, un campesino podía caminar treinta kilómetros en un día como si tal cosa, y a veces más. Incluso los peregrinos recorrían quince o veinte kilómetros diariamente, y esos grupos incluían a mujeres y ancianos.
—Ah —dijo Kate.
—Este pasadizo podría tener quince kilómetros —prosiguió Chris—. Pero confío en que sean menos.
Una vez rebasado el saliente de roca, vieron un túnel que partía de la charca. Tenía un metro de anchura y metro y medio de altura. Pero en la charca había una barca de madera amarrada a la orilla. Una barca pequeña, como un bote de remos. Golpeaba suavemente contra las rocas.
Kate se volvió hacia Chris.
—¿Qué opinas? ¿A pie, o en barca?
—Cojamos la barca —respondió Chris.
Subieron a la barca. Estaba provista de remos. Kate sostuvo la antorcha y Chris remó, y avanzaron a una velocidad asombrosa porque los impulsaba la corriente. Se hallaban en un río subterráneo.
Kate estaba preocupada por el tiempo. Calculaba que les quedaban unas dos horas. Eso significaba que, en menos de dos horas, debían llegar al castillo, reunirse con el profesor y Marek, y encontrar un espacio abierto lo bastante amplio para llamar a la máquina.
Agradeció el impulso de la corriente, la velocidad con que se adentraban en la caverna. La antorcha siseaba y crepitaba. De pronto oyeron una especie de chacoloteo, semejante al ruido del papel agitado por el viento. El sonido aumentó de volumen. Oyeron unos chillidos, como de ratones.
Los sonidos procedían de las profundidades de la cueva.
Kate miró a Chris con expresión interrogante.
—Es casi de noche —dijo Chris.
Y entonces Kate empezó a verlos, primero sólo unos pocos, luego un enjambre, una riada marrón de murciélagos que volaban hacia la salida de la cueva. Notó moverse el aire con el batir de centenares de alas.
El tumulto de murciélagos se prolongó durante unos minutos, y luego volvió el silencio, salvo por el crepitar de la antorcha.
Continuaron deslizándose por el río oscuro.
La antorcha chisporroteó y comenzó a extinguirse. Kate se apresuró a encender una de las otras que Chris se había llevado de la ermita. Habían cogido cuatro, y ahora les quedaban tres. ¿Bastarían tres antorchas para alumbrarlos hasta el final del pasadizo? ¿Qué harían si se apagaba la última antorcha y les faltaba aún un trecho por recorrer, quizá kilómetros? ¿Avanzarían a rastras en la oscuridad, buscando a tientas el camino, quizá durante días? ¿Conseguirían alcanzar el otro extremo, o morirían allí?
—Déjalo ya —dijo Chris.
—Que deje ¿qué?
—Deja de pensar en eso.
—¿En qué?
Chris le sonrió.
—Por ahora todo va bien. Lo lograremos.
Kate no le preguntó por qué estaba tan seguro de eso. Aun así, sus palabras le proporcionaron consuelo, pese a que eran pura presunción.
El paso estrecho y sinuoso fue a dar a una enorme cavidad, una auténtica cueva, con enormes estalactitas, algunas de las cuales llegaban incluso hasta el agua. Allí donde miraban, el trémulo resplandor de la antorcha se desvanecía en la oscuridad. Sin embargo, Kate vio un camino a lo largo de la orilla. Al parecer, el camino discurría de principio a fin de la caverna.
El río se estrechó y aceleró, fluyendo entre las estalactitas. A Kate le recordó a un pantano de Luisiana, salvo que aquí todo era subterráneo. En cualquier caso, avanzaban deprisa, y empezó a sentirse más confiada. A ese ritmo, podían cubrir incluso quince kilómetros en cuestión de minutos. Quizá las dos horas fueran tiempo suficiente, después de todo.
El accidente se produjo de manera tan repentina que Kate apenas se dio cuenta de qué ocurría.
—¡Kate! —advirtió Chris.
Ella se volvió justo a tiempo de ver una estalactita junto a su oreja, y al instante le golpeó en la cabeza. Con la sacudida, la tela en llamas de la antorcha se desprendió del extremo, y en una especie de fantasmagórica cámara lenta, Kate la vio caer al agua, uniéndose a su propio reflejo. Chisporroteó, siseó y se apagó.
Se hallaban en la más absoluta oscuridad.
Kate ahogó un grito.
Nunca antes había estado en un lugar tan oscuro. No había el menor asomo de luz. Oía el goteo del agua, sentía la fría brisa y el enorme espacio que la rodeaba. La barca seguía moviéndose. Una y otra vez chocaban contra las estalactitas. Oyó un gruñido, la barca se balanceó bruscamente, y oyó un ruidoso chapoteo en la parte de la popa.
—¿Chris?
Trató de controlar el pánico.
—¿Chris? —repitió—. Chris, ¿qué hacemos ahora?
Su voz resonó en la cueva.