03.10.12

En la sala de control, sobre la plataforma de tránsito, Gordon y Stern mantenían la mirada fija en el monitor. La imagen mostraba cinco paneles, los contenedores de cristal dañados. Mientras observaban, pequeños puntos blancos aparecieron en los paneles.

—Esa es la posición de las marcas —dijo Gordon.

Cada punto iba acompañado de una serie de números, pero eran demasiado pequeños para leerlos.

—Esas cifras son el tamaño y la profundidad de cada incisión —explicó Gordon.

Stern guardaba silencio. La simulación siguió adelante. Los paneles empezaron a llenarse de agua, lo cual se representaba mediante una línea horizontal azul ascendente. En cada panel se veían dos grandes números superpuestos: el peso total del agua y la presión por centímetro cuadrado sobre la superficie de cristal, medida en la base de cada panel, donde la presión era más alta.

Pese a que la simulación era sumamente esquemática, Stern contuvo la respiración. El volumen de agua subía y subía.

En uno de los contenedores se registró una fuga: un punto rojo parpadeante.

—Una fuga —advirtió Gordon.

Otra fuga apareció en un segundo contenedor, y mientras el agua seguía ascendiendo, una línea en zigzag atravesó el panel, y éste se desvaneció en la pantalla.

—Se ha roto uno.

Stern movió la cabeza en un gesto de negación.

—¿Cuál es el grado de fiabilidad de esta simulación?

—Escaso.

En el monitor, se rompió otro contenedor. Los otros dos acabaron de llenarse sin incidencias.

—Según el ordenador, pues, tres de los cinco paneles no pueden llenarse.

—Si aceptamos el resultado —dijo Stern—. ¿Usted qué cree?

—Personalmente, dudo que sea correcto —respondió Gordon—. Los datos introducidos son poco exactos, y el ordenador aplica toda clase de supuestos de tensión que son bastante hipotéticos. Aun así, opino que será mejor llenar esos contenedores en el último momento.

—Es una pena que no haya ninguna manera de reforzarlos —comentó Stern.

Gordon alzó la vista de inmediato.

—¿Como cuál? —preguntó—. ¿Se le ocurre algo?

—No lo sé. Quizá podríamos rellenar las incisiones con plástico, o algún tipo de masilla. O si no, podríamos…

Gordon negaba con la cabeza.

—En cualquier caso, tendría que tratarse la pared íntegramente. Habría que cubrir toda la superficie de manera uniforme. Totalmente uniforme.

—No se me ocurre ninguna forma de hacerlo —admitió Stern.

—No, al menos en tres horas —convino Gordon—, y ése es el tiempo que nos queda.

Stern se sentó en una silla con expresión ceñuda. Por alguna razón, acudieron a su mente imágenes relacionadas con carreras de coches: Ferraris, Steve McQueen, Fórmula Uno, el hombre de Michelin con su cuerpo de neumáticos, el emblema amarillo de Shell, enormes ruedas de camiones bajo la lluvia, B. E. Goodrich.

Ni siquiera me gustan los coches, se dijo. En New Haven tenía un viejo escarabajo Volkswagen. Era obvio que su mente intentaba eludir la desagradable realidad, un hecho que no deseaba afrontar.

El riesgo.

—¿Llenamos, pues, los paneles en el último momento y nos ponemos a rezar? —dijo Stern.

—Exactamente —respondió Gordon—. Eso es exactamente lo que haremos. Resulta un tanto inquietante, pero creo que funcionará.

—¿Y la alternativa? —preguntó Stern.

Gordon movió la cabeza en un gesto de negación.

—Impedir el regreso de la máquina. No dejar volver a sus amigos. Instalar paneles nuevos, paneles sin imperfecciones, y empezar otra vez desde el principio.

—¿Y eso cuánto tiempo llevaría?

—Dos semanas.

—No —contestó Stern—. Imposible. Debemos arriesgarnos.

—Estoy de acuerdo —convino Gordon—. Nos arriesgaremos.