06.40.27

El teléfono sonó con insistencia. David Stern bostezó, encendió la lámpara de la mesilla y descolgó el auricular.

—Sí —dijo con la voz empañada.

—David, soy John Gordon. Mejor será que venga a la sala de tránsito.

Stern buscó a tientas las gafas, se las puso y miró el reloj. Eran las 6.20. Había dormido tres horas.

—Es necesario tomar una decisión —explicó Gordon—. Pasaré a recogerlo por la habitación dentro de cinco minutos.

—De acuerdo —respondió Stern, y colgó.

Se levantó de la cama y subió la persiana. El sol inundó la habitación, tan luminoso que lo obligó a cerrar los ojos. Se dirigió hacia el cuarto de baño para darse una ducha.

Ocupaba una de las tres habitaciones que la ITC había habilitado en el laboratorio para los investigadores que debían quedarse a trabajar de noche. Estaba equipada como la habitación de un hotel, incluidos los pequeños frascos de champú y crema hidratante junto al lavabo. Stern se afeitó y se vistió. Luego salió al pasillo. No vio a Gordon, pero oyó voces al fondo del pasillo y se dirigió hacia allí, mirando a través de las puertas de cristal de los sucesivos laboratorios. A esa hora, estaban todos vacíos.

Al final del pasillo encontró un laboratorio con la puerta abierta. Un operario de mantenimiento medía la altura y anchura de la puerta con una cinta métrica amarilla. Dentro, había cuatro técnicos alrededor de una amplia mesa. Sobre la mesa se hallaba expuesta una maqueta a escala de la fortaleza de La Roque y sus inmediaciones. Los hombres hablaban en voz baja, y uno de ellos levantaba tentativamente el borde de la mesa. Por lo visto, buscaban la manera de moverla.

—Doniger dice que la quiere enseñar al final de la presentación —comentó el técnico.

—No sé cómo vamos a sacarla de la habitación —dijo otro—. ¿Cómo la entraron?

—Se construyó aquí mismo —informó el hombre que se hallaba en el umbral de la puerta mientras enrollaba la cinta métrica.

Movido por la curiosidad, Stern entró en la habitación y observó de cerca la maqueta. Mostraba el castillo, reconocible y fiel hasta en los más mínimos detalles, en el centro de un complejo mucho mayor. Fuera del castillo, se veía un círculo de vegetación, y más allá un complejo de edificios y una red de carreteras. Sin embargo, nada de eso existía. En la Edad Media, el castillo se erigía aislado en una explanada.

—¿Qué es esta maqueta? —preguntó Stern.

—La Roque —contestó un técnico.

—Pero no es una representación exacta.

—Sí, sí lo es —aseguró el técnico—. Es totalmente exacta. Al menos, según los últimos planos del proyecto arquitectónico que nos han enviado.

—¿Qué proyecto arquitectónico? —dijo Stern.

Ante esto, los técnicos guardaron silencio, y sus rostros reflejaron preocupación. Mirando alrededor, Stern vio que había más maquetas: una de Castelgard y otra del monasterio de Sainte-Mère. Vio asimismo enormes planos en las paredes. Parecía el gabinete de un arquitecto, pensó.

En ese momento, Gordon se asomó a la puerta.

—¿David? Vámonos.

Stern se alejó por el pasillo junto a Gordon. Volviendo la cabeza, vio que los técnicos habían ladeado la maqueta y la sacaban por la puerta.

—¿Qué es todo eso? —preguntó Stern.

—Un estudio urbanístico —respondió Gordon—. Los realizamos en todos los proyectos. La idea es definir el entorno inmediato del monumento histórico a fin de preservar el yacimiento para los turistas y estudiosos. Analizan las líneas de visibilidad y todo eso.

—Pero ¿qué interés tienen ustedes en eso?

—Un interés absoluto —contestó Gordon—. Invertimos millones antes de que un yacimiento se restaure por completo. Y no queremos que luego se eche a perder el conjunto a causa de unas galerías comerciales y un montón de hoteles de veinte pisos de altura. Por tanto, intentamos llevar a cabo una planificación urbanística más amplia y procuramos influir en las autoridades locales para que establezcan unas directrices razonables. —Miró a Stern—. Para serle sincero, esa parte del negocio siempre me ha resultado un tanto tediosa.

—¿Y qué ocurre en la sala de tránsito? —preguntó Stern.

—Se lo mostraré.

La plataforma de tránsito estaba desescombrada y limpia. En los puntos donde el ácido había corroído la goma, unos cuantos operarios arrodillados reemplazaban el revestimiento. Dos de las paredes del blindaje de agua se hallaban ya colocadas, y un técnico provisto de unos anteojos y una lámpara especiales examinaba una de ellas. Pero Stern dirigió su atención hacia arriba, donde se balanceaban en el aire los enormes paneles de cristal de la tercera pared, trasladados mediante grúas desde la segunda plataforma de tránsito todavía en construcción.

—Ha sido una suerte que estuviera preparándose la otra plataforma de tránsito —comentó Gordon—. De lo contrario, habríamos necesitado una semana para traer esos paneles de cristal. Pero los paneles estaban ya aquí. Basta con desplazarlos. Una gran suerte.

Stern mantenía la vista en alto. Hasta ese momento no se había dado cuenta del enorme tamaño de aquellos paneles. Viéndolos suspendidos sobre él, calculó que los paneles curvos de cristal debían de tener unos tres metros de altura y cuatro y medio de anchura. Sujetos mediante eslingas acolchadas, descendían hacia los soportes del suelo.

—Pero hay otros de repuesto —añadió Gordon—. Tenemos sólo un juego.

—¿Y?

Gordon se aproximó a uno de los paneles, colocado ya en su lugar correspondiente.

—En esencia, estas paredes son una especie de enormes petacas de cristal, es decir, recipientes curvos que se llenan a través de un orificio en la parte superior. Y una vez llenas de agua, alcanzan un considerable peso, unas cinco toneladas cada una. La curva mejora la resistencia. Pero es precisamente su resistencia lo que me preocupa.

—¿Por qué? —preguntó Stern.

—Acérquese. —Gordon recorrió la superficie de cristal con los dedos—. ¿Ve estas pequeñas marcas? ¿Estos puntos grisáceos? Son diminutos, y sólo se advierten si se examinan minuciosamente. Pero son defectos del cristal que antes no estaban. Creo que, con la explosión, saltaron partículas de ácido fluorhídrico a la otra plataforma.

—Y ahora el cristal está dañado.

—Sí. Mínimamente. Pero si estas marcas han debilitado el cristal, las paredes podrían agrietarse al llenarlas de agua. O peor aún, reventar y hacerse añicos.

—¿Y si eso ocurre?

—No dispondremos de un blindaje completo —contestó Gordon, mirando a Stern a la cara—. En cuyo caso, no existen garantías de que podamos traer a sus amigos sanos y salvos. Correrían el riesgo de llegar aquí con muchos errores de transcripción.

Stern arrugó la frente.

—¿No hay una manera de probar los paneles para ver si resisten?

—No, en realidad no. Podríamos someter alguno a una prueba de tensión si asumiéramos el riesgo de romperlo, pero dado que no hay paneles de repuesto, yo lo desaconsejaría. En lugar de eso, he optado por una inspección visual de polarización microscópica. —Señaló al técnico que examinaba el cristal con unos anteojos—. Esa inspección puede determinar las líneas de tensión preexistentes, que siempre hay en cualquier cristal, y darnos una aproximada idea de si resistirán o no. Y tiene también una cámara digital que suministra datos directamente al ordenador.

—¿Van a realizar una simulación por ordenador?

—Sí, aunque muy rudimentaria —dijo Gordon—. Tan rudimentaria que probablemente ni siquiera merezca la pena hacerse. Pero voy a hacerla de todos modos.

—¿Y cuál es la decisión que debe tomarse?

—Cuándo llenar los paneles.

—No lo entiendo.

—Si los llenamos ahora y resisten, seguramente ya no surgirán problemas. Pero no tenemos una total certeza, porque una de esas paredes podría tener un punto débil que cediese después de hallarse bajo presión durante un determinado período. Así pues, eso sería un argumento a favor de llenar los blindajes en el último momento.

—¿Cuánto tardan en llenarse?

—No mucho. Aquí mismo tenemos una manguera contra incendios. Pero, para minimizar los riesgos, sería conveniente llenarlos despacio, en cuyo caso nos llevaría casi dos horas llenar los nueve segmentos del blindaje.

—Pero ¿no empiezan a detectar cabriolas de campo dos horas antes de la llegada de una máquina?

—Sí…, siempre y cuando la sala de control funcione con normalidad. Pero el equipo de la sala de control estuvo desconectado durante diez horas. Las emanaciones del ácido penetraron también allí, y podrían haber afectado a algunos componentes electrónicos. No sabemos aún si todo funciona correctamente o no.

—Comprendo —dijo Stern—. Y los nueve segmentos de pared son distintos.

—Exacto. No hay dos iguales.

Allí se planteaba, pensó Stern, un típico problema científico del mundo real: calibrar riesgos, sopesar incertidumbres. La mayoría de la gente no sospechaba siquiera que buena parte de los problemas científicos adquirían esa forma. La lluvia ácida, el calentamiento del planeta, la contaminación del medio ambiente, el riesgo de cáncer; todas esas complejas cuestiones exigían siempre valoraciones aproximativas, malabarismos de cálculo. ¿Hasta qué punto eran exactos los datos? ¿Hasta qué punto eran dignos de confianza los científicos que habían realizado el trabajo? ¿Hasta qué punto era fiable la simulación de ordenador? ¿Qué valor tenían los pronósticos? Esas dudas surgían una y otra vez. Por supuesto, los medios de comunicación nunca se preocupaban de las complejidades, ya que no proporcionaban titulares llamativos. Como consecuencia de ello, la gente consideraba erróneamente que la ciencia era lineal y mecánica. Ni siquiera los conceptos más consolidados —como la idea de que los gérmenes provocan enfermedades— estaban tan comprobados como la gente creía.

Y en aquel caso en particular —una situación de la que dependía directamente la seguridad de sus amigos—, Stern tenía ante sí una montaña de incertidumbre. No se sabía si el blindaje resistiría. No se sabía si la sala de control recibiría la señal correcta. No se sabía si debían llenar el blindaje despacio en ese mismo momento, o dejarlo para el final y hacerlo deprisa. Debía llevarse a cabo una valoración aproximativa. Y había vidas en juego.

Gordon lo miraba fijamente. Aguardando.

—¿Hay algún segmento intacto? —preguntó Stern.

—Sí, cuatro.

—Entonces llenemos ahora esos cuatro, y esperemos a los resultados del análisis de polarización y la simulación de ordenador antes de llenar los otros.

Gordon movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento.

—Eso es exactamente lo que yo pensaba —dijo.

—A su juicio, ¿qué probabilidades tenemos? ¿Aguantarán o no las paredes del blindaje? —preguntó Stern.

—A mi juicio, aguantarán —contestó Gordon—. Pero contaremos con más información dentro de un par de horas.