Kate apoyó una rodilla en la pala de la rueda hidráulica y notó que se elevaba, saliendo del agua. Apoyó la otra rodilla y se acuclilló. Mientras ascendía, miró hacia atrás justo a tiempo de ver a Chris río abajo, su cabeza meciéndose en el agua bajo el sol. La rueda siguió girando, y al cabo de unos segundos Kate se encontró en el interior del molino.
Saltó al suelo y se agachó en la oscuridad. Las tablas se combaron bajo sus pies, y percibió un olor a moho. Se hallaba en una pequeña cámara, con la rueda hidráulica a su espalda y una serie de chirriantes ruedas dentadas de madera a su derecha. Las ruedas dentadas engranaban con un eje vertical, haciéndolo girar. El eje desaparecía en el techo. Salpicada por el agua que desprendían las palas, se quedó inmóvil, escuchando. Pero sólo oyó el rumor del río y los crujidos de la madera.
Frente a ella había una puerta baja. Empuñó la daga y abrió lentamente la puerta.
El grano molido caía con un suave susurro por una tolva de madera desde el techo y se vertía en una tina cuadrada de madera. En un rincón estaban apilados los sacos de harina. Un denso polvo amarillo flotaba en el aire. El polvo cubría las paredes, las superficies y la escalerilla que subía al piso superior. Recordaba que Chris le había explicado en una ocasión que aquel polvo era explosivo, que una simple llama bastaría para hacer saltar por los aires el molino. Y en efecto no vio velas ni candiles.
Con cautela, se dirigió hacia la escalera, situada en un rincón. Sólo al llegar a ella, advirtió la presencia de dos hombres tendidos entre los sacos, roncando ruidosamente, con botellas de vino vacías a sus pies. Pero no dieron la menor señal de ir a despertarse.
Empezó a ascender por la escalerilla.
Arriba, pasó junto a la muela de granito que giraba ruidosamente contra otra colocada debajo. El grano caía por una especie de embudo a un orificio en el centro de la muela superior. El grano molido salía por los lados y se vertía en la tolva del piso de abajo a través de una abertura en el suelo.
En un rincón, Kate vio a Marek en cuclillas junto al cuerpo caído de un soldado. Marek se llevó un dedo a los labios y señaló hacia una puerta que estaba a la derecha. Kate oyó voces: eran los soldados del puesto de guardia. Con sigilo, Marek levantó la escalerilla y apuntaló la puerta con ella.
Entre los dos, despojaron al soldado de la espada, el arco y el carcaj. El enorme peso del cadáver les dificultó la tarea, que pareció prolongarse eternamente. Kate observó el rostro yerto del hombre: tenía barba de dos días y un afta en un labio; sus ojos castaños la miraban fijamente.
Asustada, Kate se apartó de un salto cuando de pronto el soldado alzó una mano hacia ella. Enseguida se dio cuenta de que se le había enganchado la manga mojada en el brazalete del cadáver, y ella misma le había movido el brazo. Desprendió la manga, y la mano del muerto cayó inerte contra el suelo.
Marek se quedó con la espada y entregó a Kate el arco y las flechas.
Varios hábitos blancos de monje colgaban de una hilera de ganchos sujetos a una pared. Marek se puso un hábito y dio otro a Kate.
A continuación, Marek señaló a la izquierda, hacia la rampa que comunicaba con el segundo edificio. Dos soldados de marrón y gris montaban guardia en la rampa, cortándoles el paso.
Marek miró alrededor, encontró un pesado garrote que se utilizaba para remover el grano, y se lo tendió a Kate. Vio más botellas de vino en un rincón. Cogió dos, abrió la puerta y dijo algo en occitano a la vez que enseñaba las botellas a los soldados. Éstos se acercaron apresuradamente. Marek apartó a Kate de un empujón, situándola a un lado de la puerta, y se limitó a decir:
—Dale duro.
El primer soldado entró, seguido inmediatamente del otro. Alzando el garrote, Kate golpeó al segundo con tal fuerza que estuvo segura de que le había abierto el cráneo. Pero no fue así. El hombre se desplomó, pero al instante trató de levantarse. Kate le asestó otros dos golpes, y el soldado cayó de bruces y quedó inmóvil. Entretanto, Marek le había roto una botella de vino en la cabeza al primer soldado y estaba encajándole un puntapié tras otro en el estómago. El hombre forcejeó e intentó protegerse con los brazos, hasta que Kate le descargó un garrotazo en la cabeza. Entonces dejó de moverse.
Marek la elogió con un gesto, se ocultó la espada bajo el hábito y empezó a cruzar la rampa con la cabeza gacha, como un monje. Kate lo siguió.
No se atrevió a mirar a los soldados que montaban guardia en las torres de vigilancia. Había conseguido esconder el carcaj bajo el hábito, pero llevaba el arco a la vista. No sabía si alguien lo había advertido. Llegaron al otro edificio, y Marek se detuvo ante la puerta. Escucharon, pero oyeron sólo un repetitivo golpeteo y el rumor del río.
Marek abrió la puerta.
Flotando en el río, Chris tosía y escupía agua. Allí la corriente era más lenta, pero Chris se encontraba ya a cien metros del molino. En ambas márgenes del Dordogne había apostados hombres de Arnaut, sin duda aguardando la orden de atacar el puente. En las inmediaciones se veía un gran número de caballos, sujetos de las riendas por los pajes.
El sol reflejado en la superficie del agua deslumbraba a los hombres de Arnaut. Chris advirtió que entornaban los ojos y se volvían de espaldas al río. Si no le veían, pensó Chris, era probablemente gracias a ese intenso resplandor.
Sin sacar los brazos del agua para evitar el chapoteo, nadó hacia la orilla norte y se deslizó entre los juncos. Allí nadie lo vería. Podía descansar unos minutos para recobrar el aliento. Y tenía que estar en ese lado del río —el lado francés— si quería reunirse con André y Kate.
En el supuesto, claro estaba, de que salieran con vida del molino. Chris ignoraba qué probabilidades tenían. El molino era un enjambre de soldados.
De pronto recordó que la oblea de cerámica seguía en manos de Marek. Si él moría, o desaparecía, nunca volverían al presente. Pero, en cualquier caso, dudaba mucho que pudieran regresar.
Algo le tocó la nuca. Al volver la cabeza, vio flotar en el agua una rata muerta e hinchada por los gases. Una súbita repugnancia lo impulsó a abandonar el río. Allí no había soldados en ese momento; se habían agrupado a la sombra de un robledal unos metros río abajo. Salió del agua y se agazapó entre la maleza. Notó el calor del sol en el cuerpo. Oyó las risas y comentarios jocosos de los soldados. Debía buscar un lugar más apartado. Donde se hallaba, tendido entre los matorrales de la orilla, podía verlo cualquiera que pasara por el camino cercano al río. Pero, al calor del sol, empezó a vencerle el cansancio. Le pesaban los párpados, le faltaban las fuerzas, y pese a la sensación de peligro decidió cerrar los ojos un momento.
Sólo un momento, pensó.
En el molino, el ruido era ensordecedor. Kate hizo una mueca al llegar al descansillo del primer piso y contemplar desde allí la sala de la planta inferior. De extremo a extremo del edificio, dos hileras de martinetes batían contra sus respectivos yunques, produciendo un continuo martilleo que reverberaba en las paredes de piedra.
Junto a cada yunque había una cuba de agua y un fogón con brasas. Obviamente, aquello era una fragua, donde se templaba el acero calentándolo, batiéndolo y enfriándolo en agua; las ruedas hidráulicas proporcionaban la energía necesaria para accionar los martinetes mecánicos.
Pero en ese momento los martinetes batían desatendidos mientras siete u ocho soldados registraban metódicamente la sala, mirando bajo los cilindros rotatorios, palpando las paredes en busca de compartimientos secretos, y revolviendo en los arcones de herramientas.
Kate sabía qué buscaban: la llave del hermano Marcelo.
Marek se volvió hacia ella y, mediante gestos, le indicó que debían bajar por la escalera y dirigirse hacia una puerta lateral, que estaba entornada. Era la única puerta a ese lado del edificio, no tenía cerradura, y debía de ser por tanto la habitación del hermano Marcelo.
Y era evidente que ya la habían registrado.
Por alguna razón, eso no molestó al hermano Marek, que bajó con paso resuelto por la escalera. Una vez abajo, pasaron entre los martinetes y entraron en la habitación.
Marek movió la cabeza en un gesto de desolación.
Aquello era sin duda la celda de un monje, pequeña y sumamente austera. Contenía sólo un estrecho camastro, una mesilla con una vela junto al camastro, una palangana y un orinal. Eso era todo. De un gancho clavado en el interior de la puerta colgaban dos hábitos blancos del hermano Marcelo.
Nada más.
A simple vista se adivinaba que no había allí llave alguna. Y aun si la hubiera habido, los soldados ya la habrían encontrado.
A pesar de todo, para sorpresa de Kate, Marek se arrodilló y empezó a buscar metódicamente bajo el camastro.
Marek recordaba las últimas palabras del abad antes de morir.
El abad no sabía dónde estaba el pasadizo, y quería averiguarlo a toda costa para proporcionarle la información a Arnaut. El abad había animado al profesor a revisar los documentos antiguos, una idea razonable, considerando que Marcelo, en su estado de demencia, no podía decir a nadie qué había hecho.
El profesor había encontrado un documento donde se mencionaba una llave, y por lo visto lo consideraba un descubrimiento importante. Pero el abad estaba impaciente: «Claro que tenía una llave. Tenía muchas llaves…».
Así que el abad conocía la existencia de una llave. Sabía dónde estaba esa llave. Y sin embargo no podía usarla.
¿Por qué no?
Kate tocó a Marek en el hombro. Él volvió la cabeza y vio que Kate había apartado los hábitos blancos del hermano Marcelo. En la superficie interior de la puerta vio tres dibujos labrados en la madera, una figura compuesta de caracteres romanos. Los dibujos creaban una imagen formal, casi decorativa, muy poco medieval.
Y de pronto se dio cuenta de que no eran dibujos. Eran diagramas con significado.
Eran claves, y la palabra «llave», en una de sus acepciones, significaba «clave».
El tercer diagrama, a la derecha, llamó especialmente su atención. Presentaba la siguiente forma:
El diagrama había sido tallado en la madera hacía muchos años. Sin duda los soldados lo habían visto. Pero si seguían buscando, era porque no habían sabido interpretarlo.
Pero Marek sí comprendió su significado.
Kate, mirando a Marek con expresión interrogativa, formó con los labios la palabra «escalera».
Marek señaló el diagrama y, en silencio, articuló la palabra «plano».
Porque finalmente veía encajar todas las piezas.
VIVIX no aparecía en el diccionario, porque no era una palabra. Era una serie de números romanos: V, IV y IX. Y esos números llevaban emparejadas unas direcciones específicas, como indicaba el texto del pergamino: DESIDE. Tampoco eso era una palabra, sino que correspondía a las indicaciones DExtra, SInistra, DExtra, que en latín significaba: «derecha, izquierda, derecha».
Por consiguiente, la clave era ésta: una vez en la ermita verde, avanzar cinco pasos a la derecha, cuatro pasos a la izquierda y nueve pasos a la derecha.
Y eso los llevaría a la entrada del pasadizo secreto.
Marek sonrió a Kate.
Acababan de encontrar lo que todo el mundo buscaba. Habían encontrado la llave de entrada a La Roque.