09.57.02

En el laboratorio de la ITC, David Stern se apartó del prototipo. Contempló el pequeño artefacto electrónico —una serie de componentes unidos con cinta adhesiva— que había estado montando y probando durante las últimas cinco horas.

—Listo —anunció por fin—. Eso les enviará un mensaje. —Era ya de noche; por las ventanas del laboratorio se veía sólo la oscuridad—. ¿Qué hora es allí en estos momentos?

Gordon contó con los dedos.

—Llegaron a las ocho de la mañana. Han pasado veintisiete horas. Así que ahora son las once de la mañana del día siguiente.

—Muy bien. Una hora idónea.

Stern había logrado construir aquel dispositivo electrónico de comunicaciones pese a los dos sólidos argumentos de Gordon en contra de su factibilidad. Gordon sostenía que era imposible enviar un mensaje al pasado, porque no se conocía el punto exacto donde se materializaría la máquina. Estadísticamente, las probabilidades de que la máquina apareciera cerca de donde se hallaran sus compañeros eran casi nulas. Así que no recibirían el mensaje. El segundo problema estribaba en que no existía medio alguno de saber si habían recibido o no el mensaje.

Pero Stern había resuelto las dos objeciones con extrema sencillez. Su artefacto se componía de un auricular transmisor/receptor, idéntico a los que llevaban acoplados los miembros del equipo, y dos pequeños dictáfonos: el primero reproducía un mensaje grabado; el segundo grababa cualquier mensaje captado a través del auricular. En suma, el artilugio era —como Gordon lo describió con admiración— un «contestador automático concebido para el multiverso».

Stern grabó un mensaje que decía: «Os habla David. Lleváis fuera veintisiete horas. No intentéis volver antes de treinta y dos horas. A partir de ese momento estaremos preparados para recibiros. Entretanto, hacednos saber si estáis bien. Sólo tenéis que hablar, y vuestro mensaje quedará grabado. Eso es todo por ahora. Hasta pronto».

Stern escuchó el mensaje una última vez y dijo:

—Muy bien, enviémoslo.

Gordon pulsó los botones del panel de control. La máquina empezó a zumbar y la envolvió una luz azul.

Horas antes, cuando comenzaba a trabajar en el aparato, la única preocupación de Stern era que sus compañeros probablemente ignoraban que no podían regresar. En ese caso, existía el riesgo de que, en una situación apurada, viéndose por ejemplo atacados en todas direcciones, llamaran a la máquina en el último instante, convencidos de que podían volver de inmediato. Por tanto, Stern consideraba conveniente informarlos de que, por el momento, no podían volver.

Ésa había sido su preocupación inicial. Pero después lo asaltó una segunda, aún más alarmante. El aire de la cavidad se había renovado hacía ya dieciséis horas. Los equipos de trabajo habían accedido al interior y reconstruían la plataforma de tránsito. La sala de control permanecía en estado de alerta desde hacía muchas horas.

Y no se habían registrado cabriolas de campo.

Lo cual significaba que no se había producido intento alguno de volver. Y Stern presentía —aunque naturalmente, nadie había confirmado sus sospechas, y menos Gordon— que el personal de la ITC opinaba que un período de más de veinte horas sin cabriolas de campo era muy mala señal. Tenía la impresión de que un amplio sector de la ITC daba por muertos a los miembros del equipo.

Así pues, el principal interés del aparato de Stern no era tanto si podía enviar un mensaje como si era posible recibirlo. Porque si se recibía un mensaje, sería prueba inequívoca de que sus compañeros seguían vivos.

Stern había equipado el aparato con una antena y añadido un trinquete que inclinaba la antena flexible en distintos ángulos y repetía el mensaje de salida tres veces. De modo que el equipo dispondría de tres oportunidades para responder. Después de eso, la máquina regresaría automáticamente al presente, tal como ocurría cuando experimentaban con la cámara fotográfica.

—Allá vamos —dijo Gordon.

En medio de una sucesión de destellos, la máquina empezó a disminuir de tamaño.

La espera fue angustiosa. Transcurridos diez minutos, la máquina volvió. Un vapor frío se elevó del suelo mientras Stern recogía el dispositivo electrónico, retiraba la cinta adhesiva, rebobinaba el dictáfono receptor y empezaba a escuchar la grabación.

Sonó el mensaje saliente.

No hubo respuesta.

Sonó el mensaje saliente por segunda vez.

Tampoco hubo respuesta. Una ráfaga de estática, pero nada más.

Gordon miraba a Stern con semblante inexpresivo.

—Podría haber muchas explicaciones —dijo Stern.

—Por supuesto, David.

El mensaje de salida sonó una tercera vez. Stern contuvo la respiración.

Una nueva interferencia, y luego, en el silencio del laboratorio, Stern oyó decir a Kate: «¿No habéis oído algo?».

Marek: «¿De qué hablas?».

Chris: «¡Por Dios, Kate, desconecta el auricular!».

Kate: «Pero…».

Marek: «Desconéctalo».

Más interferencias estáticas. No más voces. Pero habían salido de dudas.

—¡Están vivos! —exclamó Stern.

—Es evidente —dijo Gordon—. Vayamos a ver cómo anda la reconstrucción de la plataforma de tránsito.

Doniger se paseaba por su despacho recitando su alocución, ensayando los gestos de las manos, los movimientos del cuerpo. Se había labrado cierta fama de orador persuasivo e incluso carismático, pero Kramer sabía que no era un don natural. Por el contrario, era fruto de una larga y minuciosa preparación: los ademanes, las expresiones, todo. Doniger no dejaba nada a la improvisación.

En su primera etapa junto a Doniger, Kramer observaba con perplejidad ese comportamiento: sus ensayos obsesivos e interminables antes de cualquier aparición en público parecían impropios de un hombre a quien, en la mayoría de las situaciones, le traía sin cuidado la impresión que causaba a los demás. Con el tiempo, Kramer llegó a la conclusión de que Doniger se recreaba tanto en su oratoria porque hablar en público era una clara forma de manipulación. Estaba convencido de que era más inteligente que nadie, y un discurso convincente —«Se lo tragarán todo y no se darán ni cuenta»— era una manera más de demostrarlo.

En ese momento Doniger iba de un lado a otro, usando a Kramer como auditorio.

—Estamos regidos por el pasado, aunque nadie lo comprende. Nadie es consciente del poder del pasado —dijo, moviendo la mano en un amplio gesto—. Pero si se paran a pensar en ello, verán que el pasado ha sido siempre más importante que el presente. El presente es como una isla de coral que asoma sobre el agua pero se asienta sobre millones de corales muertos bajo la superficie, que nadie ve. Análogamente, nuestro mundo cotidiano se asienta sobre millones y millones de acontecimientos y decisiones que tuvieron lugar en el pasado. Y lo que añadimos en el presente carece de la menor trascendencia.

»Un adolescente desayuna y luego va a la tienda a comprar el último CD de un nuevo grupo. El chico cree que vive en un momento moderno. Pero ¿quién ha definido qué es un “grupo”? ¿Quién ha definido qué es una “tienda”? ¿Quién ha definido qué es un “adolescente”? ¿O un “desayuno”? Por no hablar ya de todo lo demás, del entorno social de ese chico: la familia, los estudios, la ropa, el transporte y el gobierno.

»Nada de eso se ha decidido en el presente. La mayor parte se decidió hace cientos de años. Quinientos años, mil años. Ese chico está sentado sobre una montaña que es el pasado. Y no se da cuenta de ello. Su vida se rige por aquello que nunca ve, en lo que nunca piensa, que ni siquiera conoce. Es una forma de coerción que se acepta sin cuestionarse. Ese mismo chico se muestra escéptico ante otras formas de control: las restricciones paternas, los mensajes publicitarios, las leyes. En cambio, el dominio invisible del pasado, que lo decide casi todo en su vida, no se pone en tela de juicio. Eso es verdadero poder. Un poder que puede conquistarse y usarse. Pues el pasado no sólo rige el presente, sino también el futuro. Por eso siempre afirmo que el futuro pertenece al pasado. Y la razón…

Doniger se interrumpió, irritado. El teléfono móvil de Kramer sonaba, y ella contestó. Doniger, deambulando por el despacho, esperó a que acabara de hablar. Ensayando un gesto, luego otro.

Kramer colgó y miró a Doniger.

—¿Sí? ¿Qué pasa?

—Era Gordon. Están vivos, Bob.

—¿Ya han vuelto?

—No, pero hemos recibido un mensaje grabado con sus voces. Tres de ellos están vivos con toda certeza.

—¿Un mensaje? ¿Quién ha encontrado la manera de comunicarse con ellos?

—Stern.

—¿En serio? Quizá no es tan tonto como yo creía. Deberíamos contratarlo. —Guardó silencio por un instante—. ¿Quiere eso decir, pues, que finalmente volverán?

—No. No estoy segura de eso.

—¿Cuál es el problema?

—Mantienen los auriculares desconectados.

—¿Ah, sí? ¿Por qué? Las pilas de los auriculares tienen carga de sobra para treinta y siete horas. No es necesario apagarlos. —Miró fijamente a Kramer—. ¿Tú crees…? ¿Crees que es por él? ¿Crees que lo hacen por Deckard?

—Puede ser, sí.

—Pero ¿cómo es posible? Hace ya más de un año. Deckard debe de haber muerto a estas alturas. ¿Recuerdas la facilidad que tenía para pelearse con todo el mundo?

—Bueno, el caso es que algo los ha obligado a desconectar los auriculares…

—No sé qué pensar —dijo Doniger—. Rob había acumulado muchos errores de transcripción, y había perdido totalmente el control. ¡Si hasta tenía pendiente una condena de prisión!

—Sí. Por dar una paliza en un bar a un hombre que no conocía. Según el informe de la policía, Deckard lo golpeó cincuenta y dos veces con una silla metálica. El hombre estuvo en coma durante un año. Y Rob tenía que cumplir condena. Por eso se ofreció voluntario a viajar una vez más al pasado.

—Si Deckard sigue vivo —concluyó Doniger—, esos estudiantes están todavía en peligro.

—Sí, Bob. En un grave peligro.