36.02.00

Era la una de la madrugada. En su despacho de la ITC, Robert Doniger mantenía la vista fija en la entrada de las instalaciones subterráneas, iluminada por las luces intermitentes de seis ambulancias estacionadas alrededor. Oía crepitar las radios de los enfermeros y observaba a la gente que salía por la boca del túnel. Vio aparecer a Gordon y al muchacho que había llegado horas antes con el grupo de historiadores, Stern. Ambos parecían ilesos.

Vio reflejarse en el cristal de la ventana la imagen de Kramer cuando ésta entró en el despacho. Notó que tenía la respiración agitada. Sin volverse a mirarla, preguntó:

—¿Cuántos heridos hay?

—Seis. Dos en estado grave.

—¿Muy grave?

—Heridas de metralla y quemaduras por inhalación tóxica.

—En ese caso habrá que llevarlos al HU —dijo Doniger. Se refería al hospital universitario de Albuquerque.

—Sí —convino Kramer—. Pero ya les he dado instrucciones sobre lo que deben decir. Un accidente en el laboratorio, y todo eso. Y he telefoneado a Whittle, nuestro contacto en el HU, para recordarle nuestro último donativo. No creo que haya problemas.

Doniger seguía mirando por la ventana.

—Podría haberlos —repuso.

—Los de relaciones públicas pueden controlar la situación.

—O quizá no —dijo Doniger.

En los últimos años, la ITC había creado un departamento de publicidad, con veintiséis personas repartidas por todo el mundo. Su misión no consistía en dar publicidad a la empresa sino, por el contrario, en evitarla. La ITC, explicaban a quienes acudían en busca de información, se dedicaba a la fabricación de componentes cuánticos superconductores para magnetómetros y escanógrafos clínicos. Dichos componentes se describían como un complejo dispositivo electromecánico de unos quince centímetros de longitud. Los comunicados de prensa, repletos de especificaciones sobre la tecnología cuántica, eran mortalmente aburridos.

Para el caso infrecuente de que un periodista siguiera mostrando interés, la ITC organizaba con gran entusiasmo una visita guiada a la sede de Nuevo México. En el recorrido por las instalaciones, los periodistas accedían sólo a una restringida selección de laboratorios. A continuación, en una amplia sala de reuniones, asistían a una conferencia sobre el método de fabricación de los componentes: las espirales del gradiómetro en el interior, el blindaje superconductor y los cables eléctricos en el exterior. Las explicaciones giraban en torno a las ecuaciones de Maxwell y la electrodinámica. Casi invariablemente, los periodistas abandonaban sus reportajes. En palabras de uno de ellos: «Es tan apasionante como una cadena de montaje para secadores de pelo».

Así había conseguido Doniger mantener en secreto el descubrimiento científico más extraordinario de finales del siglo XX. En parte, este secretismo venía motivado por el instinto de supervivencia: otras compañías, como la IBM o Fujitsu, habían iniciado sus propias investigaciones en el campo de la tecnología cuántica, y si bien Doniger les llevaba una ventaja de cuatro años, no le convenía que la competencia supiera hasta dónde había llegado exactamente.

Por otra parte, era consciente de que el proyecto se hallaba aún en fase de desarrollo, y para completarlo necesitaba la máxima reserva. Como él mismo decía a menudo con una sonrisa de niño: «Si la gente supiera qué nos traemos entre manos, sin duda intentarían detenernos».

No obstante, Doniger sabía que sería imposible ocultar indefinidamente la verdadera naturaleza de sus actividades. Tarde o temprano, quizá de manera accidental, saldría todo a la luz. Y cuando eso ocurriera, sería él personalmente quién tuviera que afrontar la situación.

Su duda era si el momento había ya llegado.

Vio marcharse las ambulancias, sus sirenas ululando.

—Piensa cómo están las cosas —dijo Doniger a Kramer—. Hace dos semanas esta empresa trabajaba dentro de un total hermetismo. Nuestro único problema era esa periodista francesa. Luego se produjo la muerte de Traub. Ese viejo depresivo puso en peligro a toda la empresa. La muerte de Traub nos trajo a ese policía de Gallup, que continúa husmeando. Luego vino Johnston. Luego sus ayudantes. Y ahora tenemos a seis técnicos camino del hospital. Es ya demasiada gente, Diane. Demasiada publicidad.

—¿Crees que va a escapársenos de las manos? —preguntó Kramer.

—Posiblemente. Pero haré lo posible por evitarlo, sobre todo considerando que pasado mañana me entrevistaré con tres potenciales miembros del consejo de administración. Así que evitemos cualquier filtración.

Kramer asintió con la cabeza.

—Estoy convencida de que podemos mantener el asunto bajo control.

—Muy bien —dijo Doniger, volviéndose hacia ella—. Ocúpate de que ese Stern pase la noche en una de nuestras habitaciones libres. Asegúrate de que duerme bien y bloquéale el teléfono. Quiero que mañana Gordon no se despegue de él ni un segundo. Enseñadle las instalaciones, o haced lo que se os ocurra. Pero no lo dejéis solo. Quiero una teleconferencia con los de relaciones públicas para mañana a las ocho. Quiero un informe sobre el estado de la sala de tránsito a las nueve. Y quiero una rueda de prensa a las doce. Ponte en contacto con todo el mundo ahora mismo para que estén preparados.

—De acuerdo —contestó Kramer.

—Quizá no pueda mantener esto bajo control, pero te aseguro que voy a intentarlo. —Mirando de nuevo por la ventana, observó con expresión ceñuda a la gente congregada en la oscuridad ante la boca del túnel—. ¿Cuánto tardarán en poder entrar a la cavidad?

—Nueve horas.

—¿Y podremos entonces organizar una operación de rescate? ¿Enviar a otro equipo?

Kramer carraspeó.

—Bueno…

—¿Tienes algún problema en la garganta, o eso significa que no?

—Todas las máquinas han quedado destruidas por la explosión, Bob.

—¿Todas?

—Sí, eso creo.

—Así pues, ¿sólo podemos reconstruir la plataforma y esperar de brazos cruzados a ver si vuelven sanos y salvos?

—Sí, eso es —respondió Kramer—. No hay manera de rescatarlos.

—Entonces confiemos en que sepan lo que hacen, porque están solos —dijo Doniger—. Deseémosles suerte; van a necesitarla.