32.16.01

Los caballos se revolvieron y cargaron, cruzándose al galope en el campo cubierto de hierba. La tierra tembló cuando las enormes bestias pasaron atronadoramente junto a Marek y Chris, que se hallaban tras una cerca de escasa altura, observando las carreras de ejercitación. A Chris, el palenque se le antojaba inmenso —del tamaño de un campo de futbol—; las tribunas estaban ya montadas a ambos lados, y las damas comenzaban a ocupar sus asientos. Los espectadores procedentes de las aldeas cercanas, ruidosos y toscamente vestidos, se alineaban detrás de la estacada.

Otros dos jinetes iniciaron la carga, sus caballos resoplando mientras corrían.

—¿Qué tal montas? —preguntó Marek.

Chris se encogió de hombros.

—Salía a montar con Sophie.

—Entonces creo que conseguiremos mantenerte con vida, Chris —dijo Marek—. Pero debes seguir al pie de la letra mis instrucciones.

—De acuerdo.

—Hasta ahora no las has seguido —le recordó Marek—. Esta vez debes hacerlo.

—Está bien, está bien.

—Limítate a permanecer a lomos del caballo el tiempo suficiente para recibir el golpe. Al ver lo mal que montas, sir Guy no tendrá más remedio que apuntar al pecho, porque el pecho es el blanco más amplio y estable de un jinete al galope. Quiero que recibas la lanzada directamente en el pecho, en el peto de la armadura. ¿Entendido?

—Recibo la lanzada en el pecho —repitió Chris con visible inquietud.

—Cuando te golpee la lanza, déjate caer de la silla. No te será muy difícil. Una vez en el suelo, no te muevas, así parecerá que has quedado inconsciente, lo cual, de hecho, es muy posible que ocurra. No te levantes bajo ninguna circunstancia. ¿Entendido?

—No debo levantarme.

—Exacto. Pase lo que pase, sigue tendido en el suelo. Si sir Guy te derriba del caballo y pierdes el conocimiento, el combate se dará por terminado. Pero si te levantas, sir Guy pedirá otra lanza, o peleará contigo a pie con la espada, y te matará.

—No debo levantarme —repitió Chris.

—Exacto. Pase lo que pase, no te levantes. —Marek le dio una palmada en el hombro—. Con un poco de suerte, saldrás sano y salvo.

—Dios santo —susurró Chris.

La tierra volvió a temblar con la carga de otros dos caballos.

Tras dejar la estacada, pasaron entre numerosas tiendas de campaña dispuestas en torno al palenque. Eran tiendas pequeñas y circulares, con listas y líneas en zigzag de vistosos colores. Junto a ellas estaban amarrados los caballos. Pajes y escuderos corrían de un lado a otro, acarreando piezas de armadura, sillas de montar, cubos de agua y brazadas de heno. Algunos pajes hacían rodar unos barriles. Al moverse, los barriles emitían una especie de murmullo.

—Esos barriles contienen arena —explicó Marek—. Introducen ahí las lorigas y, con el movimiento, la arena actúa como abrasivo, eliminando el óxido.

—Ajá —respondió Chris. Intentaba concentrarse en los detalles para no pensar en lo que se avecinaba. Pero se sentía como si fuera camino del patíbulo.

Entraron en una tienda donde aguardaban tres pajes. Al fondo ardía una hoguera para calentar el espacio. Las distintas partes de la armadura estaban sobre un paño extendido en el suelo. Marek las inspeccionó brevemente y por fin dijo:

—Todo en orden.

A continuación se volvió para marcharse.

—¿Adónde vas? —preguntó Chris.

—A otra tienda, para vestirme.

—Pero yo no sé cómo…

—Los pajes te pondrán la armadura —informó Marek, y salió.

Chris contempló la armadura desmontada, fijándose especialmente en el yelmo, que tenía una especie de morro en punta, como el pico de un pato, y tan sólo una estrecha rendija para mirar. Pero al lado vio otro yelmo de aspecto más corriente y pensó que…

—Mi buen escudero, con vuestro permiso. —Le hablaba el paje principal, un poco mayor y mejor vestido que los otros. Era un muchacho de unos catorce años. Señalando al centro de la tienda, dijo—: Os ruego que os pongáis aquí.

Chris se colocó donde le indicaba y de inmediato notó el contacto de muchas manos. Lo desvistieron en un instante, dejándole sólo los calzones y la camisa de hilo. Al verlo sin ropa, los pajes reaccionaron con susurros de preocupación.

—¿Habéis estado enfermo, escudero? —preguntó uno de ellos.

—Pues… no…

—¿Habéis pasado unas fiebres o alguna otra dolencia que ha debilitado vuestro cuerpo hasta este punto?

—No —respondió Chris con expresión ceñuda.

Comenzaron a armarlo en silencio. Le pusieron primero unas gruesas calzas de fieltro, y luego una camisa de manga larga y voluminoso guateado que se abotonaba por delante. Le pidieron que doblara los brazos. La tela era tan gruesa que Chris apenas pudo flexionar los codos.

—La notáis rígida porque está recién lavada, pero enseguida empezará a darse.

Chris tenía sus dudas al respecto. Dios mío, pensó, casi no puedo moverme, y aún no me han puesto la armadura. Los pajes le ciñeron sucesivas placas de metal a las pantorrillas, rodillas y muslos. Después siguieron con los brazos. Una vez sujeta cada una de las piezas, le pedían que moviera los miembros para asegurarse de que las correas no estaban demasiado apretadas.

A continuación le vistieron la loriga, pasándosela por la cabeza. El peso le oprimió los hombros. Mientras le ataban el peto, el paje principal le hizo una serie de preguntas, a ninguna de las cuales supo qué contestar.

—Al montar, ¿tendéis a sentaros hacia la peineta o hacia la barda delantera?… ¿Lanza en ristre o embrazada?… ¿Usáis el arzón para afirmaros o montáis suelto?

Chris respondía con evasivos murmullos. Siguieron añadiendo piezas a la armadura, acompañadas de más preguntas.

—¿Escarpe rígido o flexible?… ¿Espada en zurda o en diestra?… ¿Bacinete bajo el yelmo, o no?

Chris notaba el gradual aumento de peso sobre el cuerpo, así como una creciente inmovilidad a medida que le cubrían de metal las articulaciones. Los pajes trabajaban deprisa, y en cuestión de minutos Chris estuvo totalmente guarnecido. Se apartaron para examinarlo a distancia.

—¿Todo bien, escudero?

—Sí —respondió Chris.

—Y ahora el yelmo.

Chris llevaba ya una especie de casquete metálico, pero los pajes cogieron el yelmo con el morro en punta y se lo encajaron. Chris quedó sumido en la oscuridad, sintiendo el peso del yelmo sobre los hombros. Veía sólo lo que tenía enfrente, a través de la rendija horizontal.

El corazón se le aceleró. Le faltaba el aire. No podía respirar. Tiró del yelmo, tratando de levantar la visera, pero no lo consiguió. Estaba atrapado. Oyó su propia respiración, amplificada por el metal. Su aliento calentaba el reducido espacio interior del yelmo. Chris se ahogaba. Le faltaba el aire. Agarró el yelmo y, forcejeando, trató de quitárselo.

Los pajes se lo sacaron y lo miraron con curiosidad.

—¿Estáis bien, escudero?

Chris tosió y asintió con la cabeza, sin atreverse a hablar. No quería volver a ponerse aquello en la cabeza nunca más. Pero los pajes salían ya de la tienda para guiarlo hasta su montura.

Dios bendito, pensó Chris al ver el caballo.

Era descomunal y llevaba a cuestas más metal que él mismo. Una pieza de hierro labrado le cubría la cabeza, y otras varias el pecho y los flancos. Brioso y retozón pese a la armadura, resoplaba y tiraba de las riendas que sujetaba el paje. Era un auténtico caballo de guerra y tenía mucho más nervio que cualquiera de los animales que Chris había montado antes. Pero no era ésa su mayor preocupación. Lo que realmente le inquietaba era la envergadura. La condenada bestia era tan grande que Chris no veía por encima de ella. Para colmo, la silla de madera estaba alzada, haciendo aún más alto al caballo. Los pajes lo miraban expectantes, aguardando. Aguardando ¿a qué? A que él montara, probablemente.

—Esto…, ¿cómo tengo que…?

Sorprendidos, los pajes parpadearon. El paje principal se adelantó y dijo con delicadeza:

—Agarraos ahí, escudero, a la madera, y subid.

Chris alargó el brazo, pero apenas llegaba al arzón, un rectángulo de madera tallada en la parte delantera de la silla. Se aferró con las puntas de los dedos a la madera, dobló la rodilla y metió el pie en el estribo.

—Escudero, mejor con el pie izquierdo —advirtió el paje.

Por supuesto. El pie izquierdo. Chris lo sabía, pero estaba tan tenso y confuso que era incapaz de pensar con claridad. Sacudió el pie para librarlo del estribo. Pero alguna pieza de la armadura se le había trabado en él. Se inclinó torpemente para desprenderse el estribo del pie. Después de varios tirones, seguía atascado. Finalmente, cuando logró soltarse, perdió el equilibrio y cayó de espaldas junto a los cascos traseros del animal. Horrorizados, los pajes se apresuraron a apartarlo a rastras del caballo.

Lo pusieron en pie y luego, los tres a una, lo ayudaron a montar. Notó la presión de sus manos en las nalgas mientras se alzaba en el aire, pasaba la pierna sobre el lomo del caballo —proceso harto difícil— y caía ruidosamente en la silla.

Chris miró al suelo, viéndolo muy lejos de él. Tenía la sensación de hallarse a tres metros de altura. En cuanto montó, el caballo empezó a relinchar y sacudir la cabeza, volviéndose y lanzándole dentelladas a las piernas. Este condenado caballo intenta morderme, pensó.

—¡Las riendas, escudero! ¡Debéis sofrenarlo!

Chris dio un tirón de riendas. El gigantesco caballo, haciendo caso omiso, siguió firme en su empeño de morderle.

—¡Dadle una lección, escudero! ¡Con vigor!

Chris tiró con tal fuerza de las riendas que temió romperle el cuello al animal. Ante eso, el caballo se limitó a resoplar por última vez y miró al frente, por fin calmado.

—Bien hecho, escudero.

Se oyó un son de trompetas, varias notas largas.

—Esa es la primera llamada a las armas —dijo el paje principal—. Debemos ir al palenque.

Los pajes cogieron las riendas del caballo y lo llevaron al campo cubierto de hierba.