33.12.51

Una peculiaridad del medievalismo en el siglo XX consistía en que no se conservaba una sola imagen de la época que mostrara cómo era el interior de un castillo del siglo XIV. Ni un cuadro, ni un dibujo en un manuscrito iluminado, ni un esbozo, nada. Las imágenes más antiguas sobre la vida en el siglo XIV databan del siglo XV, y los interiores —así como la comida y la vestimenta— representados en éstas eran correctos para el siglo XV, pero no para el XIV.

Como consecuencia, ningún historiador moderno sabía qué mobiliario se usaba, cómo se decoraban las paredes, o cómo vestía y se comportaba la gente. La ausencia de información era tan completa que cuando se excavaron los aposentos reales de Eduardo I en la Torre de Londres, las paredes reconstruidas tuvieron que dejarse con el enlucido a la vista, porque nadie conocía cuál fue en su momento la decoración.

Esa era también la causa de que los pintores que posteriormente habían representado temas del siglo XIV mostraran interiores sombríos, estancias de paredes desnudas y escasos muebles, quizá una silla o un baúl, pero poco más. La propia ausencia de imágenes contemporáneas tendía a interpretarse como prueba de la austeridad de la época.

Todo eso pasó por la mente de Kate Erickson cuando se dirigía hacia la puerta del gran salón de Castelgard. Lo que estaba a punto de ver, ningún historiador lo había visto. Deslizándose entre la gente detrás de Marek, entró por fin, y contempló con asombro la opulencia y el caos que se desplegaban ante ella.

El gran salón resplandecía como una enorme joya. Penetrando como un torrente de luz por las altas ventanas, el sol bañaba las paredes, donde colgaban tapices recamados con hilo de oro, y sus reflejos cabrilleaban en el techo rojo y dorado. Una enorme tela con un dibujo de flores de lis sobre fondo azul oscuro cubría un extremo del salón. En el lado opuesto, decoraba la pared un tapiz que representaba una batalla: los caballeros contendían engalanados con armaduras de plata y sobrevestes de colores azul y blanco, rojo y oro; sus estandartes, bordados con hilo de oro, flameaban al viento.

Al fondo del salón se hallaba la chimenea, tan grande que una persona habría podido entrar sin agacharse, con una reluciente repisa dorada y profusamente labrada. Y sobre la repisa pendía un tapiz que mostraba a unos cisnes en vuelo sobre un campo rojo de encaje salpicado de flores de oro.

El salón poseía una elegancia inherente, una decoración suntuosa y exquisitamente ejecutada… y un tanto femenina desde el punto de vista moderno. Su belleza y refinamiento contrastaban con los modales de los presentes, individuos vocingleros y ordinarios.

Frente a la lumbre se hallaba la mesa principal, cubierta con un mantel de hilo blanco. Los platos de oro estaban llenos a rebosar de comida. Unos perros pequeños correteaban sobre la mesa, sirviéndose a placer de los mismos platos, hasta que el hombre que ocupaba el lugar central los ahuyentó con un estridente juramento.

Lord Oliver de Vannes contaba alrededor de treinta años. Era un hombre de ojos pequeños, hundidos en un rostro carnoso de expresión disoluta. En su boca se dibujaba una permanente mueca de desprecio; tendía a apretar los labios porque le faltaban varios dientes. Lucía unos ropajes tan ornamentados como el propio salón: un manto azul y oro, amplia gorguera dorada y sombrero de piel. Adornaba su cuello un collar de piedras azules, cada una del tamaño de un huevo de codorniz. Llevaba sortijas en varios dedos, grandes gemas ovales engastadas en oro macizo. Ensartaba las viandas con el cuchillo y masticaba ruidosamente, hablando con gruñidos a sus compañeros.

Pese a su elegante atuendo, producía una impresión de peligrosa irascibilidad: mientras comía, miraba sin cesar a uno y otro lado con sus ojos ribeteados, alerta a la menor ofensa, presto a la pelea. Tenía los nervios a flor de piel y una pronta agresividad; cuando uno de los perros volvió a la mesa, Oliver, sin vacilar, le clavó el cuchillo en las ancas. El animal saltó al instante de la mesa y escapó del salón gañendo y dejando un rastro de sangre.

Lord Oliver soltó una carcajada, enjugó la sangre del perro de la punta del cuchillo y siguió comiendo.

Los hombres sentados a su mesa rieron la humorada. A juzgar por su aspecto, eran mesnaderos, de la edad de Oliver, e iban todos elegantemente ataviados, aunque ninguno igualaba en exquisitez las galas de su señor. Completaban la escena tres o cuatro mujeres, jóvenes, bonitas y descocadas, con vestidos ajustados y cabelleras sueltas, toqueteando a los hombres por debajo de la mesa en medio de estúpidas risitas.

Mientras Kate observaba, un término acudió de manera espontánea a su mente: señor de la guerra. Aquél era un señor de la guerra medieval, sentado en compañía de sus soldados y sus prostitutas en el castillo que había capturado.

De pronto apareció un heraldo y, con un golpe de bastón, anunció:

—Mi señor. Maese Edward de Johnes.

Volviéndose, Kate vio entrar a Johnston, conducido hacia la mesa principal por su escolta a través de la muchedumbre.

Lord Oliver alzó la vista y, limpiándose la grasa de los carrillos con el dorso de la mano, se puso en pie.

—Bienvenido seáis, maese Edwardus. Aunque no estoy muy seguro de si sois un maestro o un mago.

—Mi señor Oliver —saludó el profesor, hablando en occitano, e inclinó ligeramente la cabeza.

—Maestro, ¿por qué esa frialdad? —reprochó Oliver con un afectado mohín—. Me ofendéis. ¿Qué os he hecho yo para merecer tanta reserva? ¿Os disgusta que os haya traído del monasterio? Aquí comeréis tan bien como allí, os lo aseguro. Mejor incluso. Además, el abad no os necesita, y yo sí.

Johnston, muy erguido, guardó silencio.

—¿No tenéis nada que decir? —preguntó Oliver, lanzando una feroz mirada a Johnston. Su rostro se ensombreció. Entre dientes, añadió—: Esa actitud cambiará.

Johnston permaneció callado.

El momento de tensión pasó. Lord Oliver pareció recobrar la calma. Con una sonrisa inexpresiva, dijo:

—Pero venid, venid; no riñamos. Con el debido respeto y cortesía, solicito vuestro consejo. Sois un hombre sabio, y yo ando muy escaso de sabiduría, o eso me dicen estas ilustres personas. —El comentario fue recibido con carcajadas en torno a la mesa—. Y según he oído también adivináis el futuro.

—Nadie conoce el futuro —contestó Johnston.

—¿Ah, no? Pues creo que vos sí lo conocéis, maestro. Y os ruego que vaticinéis el vuestro. Dudo que un hombre de vuestra distinción resista mucho el sufrimiento. ¿Sabéis cómo halló la muerte nuestro difunto rey, y tocayo vuestro, Eduardo el Necio? En vuestro rostro advierto que sí lo sabéis. Con todo, vos no estabais presente en el castillo cuando ocurrió, y yo sí. —Esbozó una lúgubre sonrisa y volvió a sentarse en su silla—. En su cuerpo no quedó señal alguna.

Johnston movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento.

—Sus gritos se oyeron a millas de distancia —comentó.

Kate lanzó una mirada interrogativa a Marek. En susurros, él explicó:

—Hablan de Eduardo II de Inglaterra. Fue encarcelado y asesinado. Sus captores no deseaban dejar pruebas visibles del crimen, así que le introdujeron un tubo por el recto y le insertaron un atizador al rojo vivo en las entrañas hasta que murió.

Kate se estremeció.

—Además, Eduardo era homosexual —añadió Marek—, y se consideró que esa manera de ejecutarlo revelaba un gran ingenio.

—Sí, sus gritos se oyeron a millas de distancia —confirmó Oliver—. Así que reflexionad sobre ello. Sabéis muchas cosas, y también a mí me placería saberlas. Sed mi consejero, o despedíos de este mundo.

En ese momento interrumpió a Oliver un caballero que se levantó de la mesa y se acercó a susurrarle al oído. El caballero vestía ricos ropajes de colores marrón y gris, pero tenía la cara curtida y correosa de un guerrero. Una cicatriz visible y abultada descendía por su rostro desde la frente hasta el mentón y desaparecía bajo la gorguera. Oliver lo escuchó y luego dijo:

—¿Eso creéis, Robert?

En respuesta, el caballero de la cicatriz volvió a susurrarle al oído, sin apartar la mirada del profesor.

—Bien, ya se verá —contestó sir Oliver.

El fornido caballero siguió musitando, y Oliver asintió con la cabeza.

Entre la muchedumbre, Marek se volvió hacia el cortesano que tenía al lado y, dirigiéndose a él en occitano, preguntó:

—¿Quién es, si puede saberse, la ilustre persona que habla a sir Oliver al oído?

—Amigo mío, ése es sir Robert de Kere.

—¿De Kere? —repitió Marek—. No lo conozco.

—Se ha incorporado recientemente al séquito. Lleva menos de un año al servicio de sir Oliver, pero se ha granjeado ya su favor.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

El cortesano se encogió de hombros en un gesto de hastío, como si dijera: ¿Quién sabe los motivos de cuanto ocurre en la mesa principal? Sin embargo contestó:

—Sir Robert es hombre de grandes dotes marciales, y actúa como consejero de confianza de lord Oliver en tácticas de guerra. —Bajando la voz, añadió—: Pero ciertamente creo que no debe de satisfacerle ver ante él a otro consejero, y además tan eminente.

—Ah, comprendo —dijo Marek.

Efectivamente daba la impresión de que sir Robert defendía con insistencia su posición, susurrando con actitud perentoria, hasta que Oliver alzó la mano, como si espantara a un mosquito, y al instante el caballero hizo una reverencia y retrocedió un paso, quedándose detrás de él.

—Maestro —dijo Oliver.

—Mi señor.

—Según me informan, conocéis el método del fuego greguisco.

Marek resopló.

—Nadie lo conoce —musitó, volviéndose hacia Kate.

Y así era. El fuego greguisco era un famoso enigma histórico, una devastadora arma del siglo VI, cuya auténtica naturaleza se debatía incluso entre los historiadores modernos. Nadie sabía qué era en realidad el fuego greguisco, ni cuál era su composición.

—Sí —respondió Johnston—. Conozco ese método.

Marek lo miró con asombro. ¿A qué obedecía aquello? Obviamente el profesor se daba cuenta de que le había surgido un rival, pero aquél era un juego peligroso. Sin duda le exigirían que lo demostrase.

—¿Podéis crear vos fuego greguisco? —prosiguió Oliver.

—Sí, mi señor.

—Ah. —Oliver volvió la cabeza y lanzó una mirada fulminante a sir Robert. Por lo visto, el consejero de confianza le había aconsejado mal. Oliver concedió de nuevo su atención al profesor.

—No será difícil —aseguró el profesor— si cuento con la colaboración de mis ayudantes.

—¿Ayudantes? ¿Tenéis ayudantes?

—Sí, mi señor, y…

—Claro que pueden ayudaros, maestro. Y si ellos no pueden, nosotros os proporcionaremos cuanto necesitéis. A ese respecto descuidad. Pero ¿y qué me decís del fuego de rocío, llamado asimismo fuego de Naxos? ¿Lo conocéis también?

—Sí, mi señor.

—¿Y me haréis una demostración?

—Cuando gustéis, mi señor.

—Muy bien, maestro. Muy bien. —Lord Oliver miró en silencio al profesor por un momento—. ¿Y conocéis también el secreto que deseo conocer por encima de todo?

—Sir Oliver, ese secreto lo ignoro.

—¡Sí lo conocéis! ¡Y tendréis que revelármelo! —exclamó lord Oliver, golpeando la mesa con una copa. Había enrojecido, y las venas se marcaban en su frente. Su voz resonó en el salón, donde los circunstantes habían enmudecido de pronto—. ¡Me lo revelaréis hoy mismo!

Uno de los pequeños perros se arrastró tímidamente hacia lord Oliver por la mesa; lo hizo volar de un revés, y el animal cayó aullando al suelo. Cuando la muchacha sentada junto a lord Oliver abrió la boca para protestar, él lanzó un juramento y la abofeteó con tal fuerza que la derribó junto con su silla. La muchacha no emitió sonido alguno ni se movió; se quedó quieta con los pies en alto.

—¡Estoy furioso! ¡Muy furioso! —declaró lord Oliver, y se puso en pie. Echando mano a la espada, barrió el gran salón con una mirada colérica, como si buscara un culpable.

Todos permanecieron en silencio, inmóviles, con la vista baja. Era como si el salón se hubiera convertido súbitamente en un retablo, donde sólo lord Oliver seguía en movimiento. Con un bufido de ira, desenvainó por fin la espada, la alzó y descargó un violento golpe contra la mesa. Los platos y copas saltaron ruidosamente. La hoja de la espada quedó hundida en la madera.

Oliver miró al profesor con inquina, pero empezaba a recobrar el dominio de sí mismo.

—¡Maestro, haréis mi voluntad! —dijo a voz en grito. Luego hizo una seña a los guardias—. Lleváoslo y dadle motivos para meditar.

Bruscamente, los guardias prendieron al profesor y se lo llevaron a la fuerza por entre la muda concurrencia. Kate y Marek se apartaron cuando pasó, pero él no los vio.

Lord Oliver, indignado, recorría con la mirada el salón silencioso.

—Sentaos y divertíos antes de que pierda la paciencia —gruñó.

De inmediato, los músicos empezaron a tocar, y el bullicio reinó nuevamente en el salón.

Poco después, Robert de Kere salió apresuradamente del gran salón. Marek sospechó que su precipitada marcha no auguraba nada bueno. Tocó a Kate con el codo y le indicó que debían seguirlo. Se dirigían hacia la puerta cuando el heraldo volvió a golpear el suelo con su bastón.

—¡Mi señor! Lady Claire d’Eltham, acompañada por el escudero Christopher de Hewes.

Marek y Kate se detuvieron.

—¡Maldita sea! —masculló él.

En el salón entró una hermosa mujer, con Chris Hughes a su lado. Chris vestía ahora un rico traje cortesano. Se lo veía muy distinguido… y muy confuso.

De pie junto a Kate, Marek se golpeó la oreja con la punta del dedo y musitó:

—Chris, no hables ni hagas nada mientras estés en este salón, ¿entendido?

Chris movió la cabeza en un gesto de asentimiento casi imperceptible.

—Actúa como si no entendieras nada. No te será muy difícil.

Chris y la mujer pasaron entre la gente y fueron derechos a la mesa principal, donde lord Oliver los observó acercarse con manifiesta irritación. La mujer lo notó, hizo una completa genuflexión y permaneció inclinada, con la cabeza gacha, casi tocando el suelo, en señal de sumisión.

—Vamos, vamos —dijo lord Oliver con enojo, blandiendo una pata de pollo—. Tanta obsecuencia no es propia de vos.

—Mi señor —respondió ella, irguiéndose.

Oliver resopló airado.

—¿Y qué me traéis hoy ahí? ¿Otra de vuestras encandiladas conquistas?

—Mi señor, con vuestra licencia, os presento a Christopher de Hewes, un escudero llegado de Erín, que me ha salvado de ciertos villanos que hoy pretendían raptarme, o algo peor.

—¿Cómo? ¿Villanos? ¿Raptaros? —Sonriendo, lord Oliver miró a los caballeros sentados a la mesa—. ¿Qué decís a eso, sir Guy?

Un hombre de tez oscura se levantó en el acto, indignado. Sir Guy de Malegant vestía enteramente de negro: loriga negra y sobreveste negro, con un águila negra bordada en el pecho.

—Mi señor, creo que mi señora se divierte a expensas de nosotros. De sobra sabe que he mandado a mis hombres para rescatarla, viendo que estaba sola y en apuros. —Sir Guy se acercó a Chris y lo miró con ira—. Es este hombre, mi señor, quien ha puesto en peligro la vida de mi señora. No entiendo por qué ahora lo defiende, como no sea en demostración de su extravagante humor.

—¿Humor? —repitió lord Oliver—. ¿Dónde está aquí el humor, lady Claire?

La mujer hizo un gesto de indiferencia.

—Mi señor, sólo los necios ven humor donde no lo hay.

El caballero negro soltó un resoplido de rabia.

—Palabras mordaces para ocultar vuestros verdaderos propósitos. —Malegant se plantó frente a Chris, cara a cara, a sólo unos centímetros. Clavando en él la mirada, empezó a quitarse pausadamente uno de sus guanteletes de malla—. ¿Escudero Christopher, os llamáis?

Chris asintió en silencio.

Chris estaba aterrorizado. Atrapado en una situación que no comprendía, de pie en medio de un salón lleno de soldados sedientos de sangre, no mucho mejores que una pandilla de matones callejeros, y frente a aquel hombre iracundo de piel oscura cuyo aliento apestaba a dientes picados, ajo y vino, a duras penas le sostenían las piernas.

Por el auricular oyó decir a Marek:

—Pase lo que pase, no hables.

Sir Guy lo miró con los ojos entornados.

—Os he hecho una pregunta, escudero. ¿Vais a contestar?

Seguía quitándose el guantelete, y Chris pensó que se disponía a golpearlo con el puño desnudo.

—No hables —repitió Marek.

Chris siguió de buena gana su consejo. Respiró hondo, procurando conservar el control. Le flojeaban las rodillas. Tenía la sensación de que iba a desplomarse ante aquel hombre de un momento a otro. Hizo lo posible por serenarse. Tomó aire de nuevo.

Sir Guy se volvió hacia la mujer.

—Mi señora, ¿sabe hablar, vuestro escudero salvador? ¿O sólo suspira?

—Con vuestro permiso, sir Guy, el escudero Christopher es extranjero y a menudo no comprende nuestra lengua.

Dic mihi nomen tuum, scutari. —«Decid vuestro nombre».

—Por desgracia, tampoco habla latín, sir Guy.

Malegant se indignó más aún.

Commodissime. Muy conveniente, este escudero mudo, porque así no podemos preguntarle cómo ha llegado hasta aquí y con qué intención. Este escudero irlandés se halla lejos de sus tierras, y sin embargo no está de peregrinación ni al servicio de nadie. ¿Qué es? ¿Qué hace aquí? Mirad cómo tiembla. ¿Qué teme? De nosotros nada, mi señor… a menos que sea un títere de Arnaut, enviado para informar sobre la disposición del terreno. Eso explicaría su mutismo. Un cobarde no osaría despegar los labios.

—No respondas —dijo Marek.

Malegant clavó un dedo en el pecho a Chris.

—Así pues, escudero cobarde, yo os acuso de espía y bribón, y de carecer de la hombría necesaria para admitir vuestra auténtica causa. Os despreciaría, pero ni siquiera eso merecéis.

El caballero acabó de despojarse del guantelete y, moviendo la cabeza en un gesto de aversión, lo tiró al suelo. El guantelete de malla cayó ruidosamente sobre las punteras de los zapatos de Chris. Con ademán insolente, sir Guy se dio media vuelta y regresó a la mesa.

En el gran salón, todas las miradas estaban puestas en Chris.

Junto a él, Claire susurró:

—El guantelete…

Chris la miró de soslayo.

—¡El guantelete! —repitió ella.

¿Qué pasa con el guantelete?, se preguntó Chris, agachándose a recogerlo. Se irguió y se lo tendió a Claire, pero ella ya se había vuelto y decía:

—Caballero, el escudero ha aceptado vuestro desafío.

¿Qué desafío?, pensó Chris.

—Tres lanzas romas, à outrance —se apresuró a elegir sir Guy.

—¡Pobre desgraciado! —dijo Marek—. ¿Sabes lo que acabas de hacer?

Sir Guy se volvió hacia lord Oliver.

—Mi señor, os ruego que permitáis que el torneo de hoy se inicie con nuestro combate de desafío.

—Que así sea —concedió Oliver.

Saliendo de entre la multitud, sir Daniel se aproximó a la mesa e hizo una reverencia.

—Mi señor Oliver, mi sobrina ha llevado la broma demasiado lejos, y con indignas consecuencias. Acaso a ella le divierta ver a sir Guy, un caballero de renombre, obligado a lidiar con un simple escudero, y deshonrado por ese mismo hecho. Pero en nada beneficia a sir Guy caer en tal estratagema.

—¿Es así? —preguntó lord Oliver, mirando al caballero negro.

Sir Guy de Malegant escupió al suelo.

—¿Un escudero? Creedme, ése no es un escudero. Es un caballero camuflado, un bellaco y un espía. Recibirá su merecido por el engaño. Lidiaré con él hoy mismo.

—Con vuestra licencia, mi señor, opino que será un combate desigual. En verdad ese hombre es sólo un escudero, con escasa instrucción en el manejo de las armas, y no está a la altura de vuestro insigne caballero.

Chris no entendía aún qué ocurría cuando de pronto Marek se adelantó y comenzó a hablar con fluidez en una lengua que sonaba parecida al francés, pero no exactamente igual. Supuso que era occitano. Chris escuchó la traducción en su auricular.

—Mi señor —dijo Marek, inclinándose con desenvoltura—, este respetable anciano tiene razón. El escudero Christopher es mi compañero, pero no conoce las artes de la guerra. Os suplico encarecidamente que permitáis a Christopher designar a un campeón para que combata en su nombre.

—¿Un campeón? ¿Qué campeón? No os conozco.

Chris advirtió que lady Claire observaba a Marek sin disimular su interés. Marek cruzó con ella una breve mirada antes de responder a Oliver.

—Con vuestro permiso, mi señor, soy sir André de Marek, originario de Hainaut. Me ofrezco a lidiar por él, y si Dios quiere, daré buena cuenta de este noble caballero.

Lord Oliver, indeciso, se frotó el mentón.

Al verlo vacilar, sir Daniel siguió insistiendo.

—Mi señor, empezar con un combate desigual no contribuirá a dar realce a este día, a convertir el torneo en un acontecimiento memorable. Creo que Marek ofrecerá un mejor espectáculo.

Lord Oliver se volvió hacia Marek para ver qué decía al respecto.

—Mi señor, si mi amigo Christopher es un espía, eso mismo debo de ser yo. Difamándolo a él, sir Guy me ha difamado a mí también, y os pido autorización para defender mi buen nombre.

Lord Oliver parecía divertirse con aquella nueva complicación.

—¿Y vos qué decís, sir Guy?

—A fe que este De Marek ha de ser un digno segundo —respondió el caballero negro— si demuestra igual habilidad con el brazo que con la lengua. Pero, como segundo que es, le corresponde lidiar con mi segundo, sir Charles de Gaune.

En el extremo de la mesa, un hombre de gran estatura se puso en pie. Tenía la tez pálida, nariz chata y ojos inyectados en sangre; parecía un bulterrier.

—Con gusto seré el segundo —declaró con desdén.

Marek hizo un último intento.

—Según parece, sir Guy teme enfrentarse conmigo.

Al oír esto, lady Claire sonrió a Marek sin el menor disimulo. Era obvio que se interesaba por él. Y eso, por lo visto, molestó a sir Guy, que dijo:

—Yo no temo a ningún hombre, y menos si es de Hainaut. Si sobrevivís a mi segundo, cosa que dudo, de buen grado pelearé contra vos… y acabaré con vuestra insolencia.

—Que así sea —concedió lord Oliver, y volvió la cabeza.

Su tono de voz indicaba que daba por concluida la discusión.