Bajaron por una rampa de cemento con anchura suficiente para permitir el paso de un camión. Iba a dar a una maciza puerta de acero de dos hojas. Marek vio media docena de cámaras de seguridad instaladas en distintos puntos de la rampa. Las cámaras giraban, siguiéndolos mientras descendían hacia la puerta. Al pie de la rampa, Gordon miró hacia una cámara y esperó.

La puerta se abrió.

Gordon los hizo pasar al interior de una reducida cámara. En cuanto entraron, las hojas de acero de la puerta se cerraron ruidosamente. Gordon se acercó a otras dos puertas interiores y volvió a esperar.

—¿No puede abrirlas usted mismo? —preguntó Marek.

—No.

—¿Por qué? ¿No se fían de usted?

—No se fían de nadie —respondió Gordon—. Créame, aquí sólo entran quienes queremos que entren.

Las dos hojas de la puerta se separaron.

Penetraron en una jaula metálica con aspecto de montacargas industrial. El aire era frío y olía ligeramente a humedad. Las puertas se cerraron a sus espaldas. Con un susurro, la jaula comenzó a descender.

Marek advirtió que se hallaban en un ascensor.

—Bajaremos a trescientos metros de profundidad —informó Gordon—. Tengan paciencia.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Recorrieron un largo túnel de hormigón, oyendo el eco de sus pisadas.

—Éste es el nivel de control y mantenimiento —explicó Gordon—. Las verdaderas máquinas se encuentran otros ciento cincuenta metros más abajo.

Llegaron a otra sólida puerta de dos hojas, ésta transparente y de color azul oscuro. En un primer momento Marek pensó que era de un cristal sumamente grueso, pero cuando las hojas empezaron a abrirse, deslizándose sobre una corredera motorizada, advirtió un leve movimiento bajo la superficie exterior.

—Agua —dijo Gordon—. Aquí usamos mucho el agua como blindaje. La tecnología cuántica es muy sensible a las influencias aleatorias externas: radiación cósmica, campos electrónicos espurios, y todo eso. De hecho, ése es el principal motivo de que las instalaciones se encuentren aquí abajo.

Más adelante, tras otra puerta de cristal idéntica a la anterior, vieron lo que parecía un pasillo de laboratorio convencional. Les franquearon el paso, y accedieron al pasillo, pintado de un blanco aséptico, con puertas a ambos lados. En la primera puerta de la izquierda se leía PRECOMP; en la segunda, PREPCAMP, y más allá un rótulo rezaba simplemente TRÁNSITO.

Gordon se frotó las manos y dijo:

—Iniciemos ya la compresión.

A Marek, la reducida sala le recordó el laboratorio de un hospital, causándole cierta inquietud. En el centro se alzaba una cápsula alargada de más de dos metros de altura y un metro y medio de diámetro. La parte frontal de la cápsula, unida al resto mediante bisagras, estaba abierta, y Marek vio en el interior tubos fluorescentes de luz mate.

—¿Una cámara de rayos UVA para broncearse? —preguntó Marek.

—En realidad, es un generador de imágenes por resonancia, básicamente un escáner de RM de gran potencia. Pero les será útil como preparación previa a la máquina en sí. Quizá debería entrar usted primero, señor Marek.

—¿Entrar ahí? —Marek señaló la cápsula. Vista de cerca, parecía un ataúd blanco.

—Sólo tiene que desvestirse y colocarse en el interior. Es exactamente igual que cualquier escáner clínico; no sentirá nada. El proceso completo dura alrededor de un minuto. Nosotros estaremos en la sala de al lado.

Salieron por una puerta lateral con una pequeña ventana. La puerta se cerró de inmediato.

Marek vio una silla en un rincón. Se acercó a ella y se quitó la ropa. Luego entró en el escáner. Se oyó el chasquido de un interfono y a continuación la voz de Gordon, que dijo:

—Señor Marek, mírese los pies.

Marek bajó la vista.

—¿Ve el círculo marcado en el suelo? Por favor, asegúrese de que tiene los pies dentro del círculo.

Marek corrigió su posición.

—Así está bien, gracias. Ahora se cerrará la puerta.

Con un zumbido mecánico, la puerta giró sobre las bisagras hasta cerrarse. Marek oyó el siseo del cierre a prueba de aire.

—¿Es una cámara hermética? —dijo Marek.

—Sí, necesariamente. Puede que ahora note la entrada de aire frío. Suministraremos oxígeno a la cámara durante la calibración. No será claustrofóbico, ¿verdad?

—No lo era hasta este momento.

Marek miró alrededor. Los tubos, que de lejos le habían parecido fluorescentes, eran en realidad receptáculos cilíndricos con aberturas cubiertas de plástico. Tras el plástico se veían luces, pequeños aparatos que emitían un leve susurro. El aire se enfrió perceptiblemente.

—Estamos calibrando —informó Gordon—. Procure no moverse.

De pronto los tubos entraron en rotación y los aparatos de su interior se activaron, produciendo ligeros chasquidos. Giraron cada vez más deprisa y finalmente pararon en seco.

—Perfecto. ¿Se encuentra bien?

—Es como estar dentro de un molinillo de pimienta —dijo Marek.

Gordon se echó a reír.

—La calibración ha concluido. El resto del proceso requiere una sincronización exacta, y por tanto la secuencia es automática. Limítese a seguir las instrucciones al pie de la letra, ¿entendido?

—Entendido.

Un nuevo chasquido indicó que se había cortado la comunicación del interfono. Marek estaba solo.

—«Se ha iniciado la secuencia de escaneo —anunció una voz grabada—. Vamos a conectar los láseres. Mire al frente. No levante la vista».

Al instante un vivo resplandor azul inundó el interior del tubo. El aire mismo parecía brillar.

—«Los láseres están polarizando el gas xenón que en este momento se insufla en el compartimiento. Cinco segundos».

¿Xenón?, pensó Marek.

El color azul que lo envolvía aumentó de intensidad. Se miró una mano y apenas la vio en el aire trémulo.

—Hemos alcanzado el nivel de concentración de xenón. Ahora respire hondo.

¿Que respire hondo?, pensó Marek. ¿Que inhale el xenón?

—Manténgase en esa posición sin moverse durante treinta segundos. ¿Preparado? Permanezca inmóvil…, abra los ojos…, respire hondo…, contenga la respiración… Ahora.

Los tubos iniciaron una vertiginosa rotación y al cabo de un instante, uno por uno, retrocedieron y volvieron a adelantarse, casi como si lo miraran, y algunos repetían el proceso para echarle una segunda mirada. Cada tubo parecía moverse de manera independiente. Marek experimentó la extraña sensación de ser observado por un centenar de ojos.

—No se mueva, por favor —dijo la voz grabada—. Quedan veinte segundos.

Alrededor, los tubos zumbaban y ronroneaban. Y súbitamente todos se detuvieron. Varios segundos de silencio. Sólo se oía el leve piñoneo de los aparatos. A continuación, los tubos comenzaron a desplazarse adelante y atrás, y también lateralmente.

—No se mueva, por favor. Diez segundos.

Los tubos empezaron a trazar círculos, sincronizándose lentamente hasta que por fin giraron todos juntos como una unidad. Un momento después se detuvieron.

—Escaneo concluido. Gracias por su colaboración.

La luz azul se apagó y la puerta se abrió. Marek salió de la cápsula.

En la sala contigua, Gordon se hallaba sentado frente a un terminal de ordenador. Los otros habían acercado sillas alrededor.

—La mayoría de la gente —explicaba Gordon— no sabe que un escáner corriente de hospital, al efectuar una resonancia magnética, altera el estado cuántico de los átomos del cuerpo, generalmente el momento angular de las partículas nucleares. La experiencia de la resonancia magnética en el terreno del diagnóstico médico nos indica que variar el estado cuántico del organismo no tiene efectos perjudiciales. De hecho, el paciente ni siquiera lo nota.

»Aun así, un equipo convencional de resonancia magnética opera con un campo magnético muy potente, por ejemplo de 1,5 teslas, es decir, unas veinticinco mil veces superior al campo magnético de la tierra. Nosotros podemos prescindir de eso. Utilizamos interferómetros cuánticos superconductores, más conocidos como SQUID, a los cuales, gracias a su extrema sensibilidad, les basta con el campo magnético terrestre para medir la resonancia. Aquí no usamos imanes.

Marek entró en la sala.

—¿Qué tal he quedado? —preguntó.

El monitor mostraba una imagen translúcida de los miembros de Marek, punteados en rojo.

—Aquí vemos la médula ósea, dentro de los huesos largos, la columna vertebral y el cráneo —dijo Gordon—. Ahora sigue construyendo hacia el exterior, un aparato orgánico tras otro. Aquí están los huesos. —Vieron un esqueleto íntegro—. Ahora se añaden los músculos…

Observando cómo aparecían los sucesivos conjuntos de órganos, Stern comentó:

—Su ordenador procesa a una velocidad increíble.

—Ah, lo hemos ralentizado mucho —dijo Gordon—. De lo contrario, no verían las distintas etapas. El tiempo real de procesamiento es prácticamente nulo.

—¿Nulo? —repitió Stern.

—Esto es otro mundo —aseguró Gordon, asintiendo con la cabeza—. Aquí los antiguos supuestos carecen de vigencia. —Se volvió hacia los demás—. ¿Quién es el siguiente?

Se dirigieron hacia el fondo del pasillo, donde se hallaba el rótulo TRÁNSITO.

—¿Para qué hemos hecho todo eso? —preguntó Kate.

—Lo llamamos «precompresión» —explicó Gordon—. Nos permite transmitir más deprisa, porque la mayor parte de la información acerca de ustedes está ya almacenada en la máquina. Luego sólo nos queda realizar un último escaneo para contrastar diferencias antes de la transmisión.

Entraron en otro ascensor, descendieron y cruzaron otra puerta de cristal con blindaje de agua.

—Muy bien, ya hemos llegado —anunció Gordon.

Salieron a un espacio enorme, cavernoso y bien iluminado. Se oía el eco de todos los sonidos. El aire era frío. Avanzaban por una pasarela metálica suspendida a treinta metros de altura. Mirando hacia abajo, Chris vio tres círculos concéntricos formados por paredes de cristal llenas de agua. La pared exterior se componía de tres tramos semicirculares separados por brechas de anchura suficiente para permitir el paso de una persona. Dentro del círculo delimitado por esta primera pared había otros tres semicírculos menores, formando una segunda pared. Y más adentro, la tercera pared presentaba la misma estructura que las dos anteriores. Los sucesivos semicírculos estaban dispuestos de manera que las brechas no quedaran alineadas, con lo cual el conjunto ofrecía un aspecto laberíntico.

Un espacio de unos seis metros de diámetro ocupaba el centro de los tres círculos concéntricos. Allí, en posición vertical, había media docena de artefactos parecidos a jaulas, aproximadamente del tamaño de las cabinas telefónicas. No estaban colocados en ningún orden en particular. Placas de metal de color mate cubrían la parte superior. Una neblina blanca flotaba en el recinto. Alrededor había depósitos de presión, y serpenteaban cables eléctricos por todas partes. Parecía un taller, y de hecho unos cuantos hombres trabajaban en ese momento en algunas de las jaulas.

—Esto es la zona de transmisión, que llamamos sala de tránsito —dijo Gordon—. Con un robusto blindaje, como ven. Hay una segunda zona en construcción, pero todavía tardaremos unos meses en tenerla a punto. —Señaló a través del cavernoso espacio en dirección a una segunda serie de paredes concéntricas. Aún no contenían agua, y eran por tanto transparentes.

Desde la pasarela, un ascensor por cables descendía hasta el espacio central.

—¿Podemos bajar ahí? —preguntó Marek.

—No, aún no.

Abajo, un técnico alzó la vista y saludó con la mano.

—¿Cuánto falta para la comprobación de registro, Norm?

—Un par de minutos. Gómez viene ya para aquí.

—Muy bien. —Gordon se volvió hacia el grupo—. Vamos a la cabina de control y observaremos desde allí.

Bañadas en una intensa luz azul, las máquinas se hallaban sobre plataformas. Eran de un color gris mate y emitían un leve zumbido. Una capa de vapor blanco cubría el suelo, ocultando las bases. Dos técnicos abrigados con parkas azules trabajaban arrodillados en la base abierta de una de las máquinas.

En esencia, las máquinas eran cilindros abiertos con los extremos superior e inferior metálicos. Cada máquina se alzaba sobre una gruesa base de metal. Tres barras dispuestas en el perímetro sostenían la placa metálica del techo.

Varios técnicos extraían cables negros de un bastidor reticular situado sobre ellos y los conectaban después al techo de una de las máquinas, como empleados de una gasolinera llenando el depósito de un coche.

Las máquinas no se parecían a nada que Kate hubiera visto hasta entonces. Dentro de la estrecha sala de control, observaba con atención las enormes pantallas. A sus espaldas había dos técnicos en mangas de camisa sentados ante sendas consolas. Las pantallas daban la impresión de estar mirando por una ventana, pese a que en realidad la sala de control no tenía ventanas.

—Ante ustedes se encuentra la más reciente versión de nuestra tecnología CTC —explicó Gordon—. Esas siglas significan Curva de Tiempo Cerrada, es decir, la topología del espacio-tiempo que utilizamos para retroceder al pasado. Hemos tenido que desarrollar tecnologías totalmente nuevas para crear estas máquinas. Ahora ven, de hecho, la sexta versión, ya que el primer prototipo operativo se construyó hace tres años.

Chris contemplaba las máquinas en silencio. Kate Erickson curioseaba por la sala de control. Stern, nervioso, se frotaba un labio con la mano. Marek observaba a Stern.

—Todo el equipamiento tecnológico importante está situado en la base de la máquina —prosiguió Gordon—, incluida la memoria cuántica de arsemuro de indio-galio, los láseres del ordenador y la batería eléctrica. Los láseres de vaporización, lógicamente, están en las barras metálicas. Ese metal de color mate es niobio; los depósitos de presión son de aluminio; los elementos de almacenamiento son de polímeros.

Una joven pelirroja de cabello corto y ademanes secos entró en la sala de tránsito. Llevaba una camisa de color caqui, pantalón corto y botas; parecía vestida para un safari.

—Gómez será una de sus guías en este viaje —anunció Gordon—. Irá al pasado dentro de unos instantes para realizar lo que denominamos una «comprobación de registro». Ya ha registrado la información necesaria en su marcador de navegación, fijando la fecha de destino, y ahora va a verificar la exactitud de los datos introducidos. —Pulsó el botón del interfono—. ¿Sue? Enséñanos tu marcador de navegación, ¿quieres?

La mujer alzó una oblea blanca de forma rectangular, poco mayor que un sello de correos. Cabía holgadamente en la palma de su mano.

—Usará eso para retroceder al pasado y también para llamar a la máquina llegado el momento del regreso —dijo Gordon—. Enséñanos el botón, Sue, ¿quieres?

—Es un poco difícil verlo —advirtió Gómez, colocando la oblea de perfil—. Aquí hay un pequeño botón; ha de apretarse con la uña. Sirve para llamar a la máquina cuando uno se dispone a volver.

—Gracias, Sue.

—Cabriola de campo —notificó de pronto uno de los técnicos de la sala de control.

Todos se volvieron hacia él. En su consola, un monitor mostraba una superficie ondulante tridimensional con un pronunciado pico en medio, como la cúspide de una montaña.

—Un término curioso —comentó Gordon—, y todo un clásico. Dado que nuestros sensores de campo tienen como base el SQUID, detectamos discontinuidades casi insignificantes en el campo magnético local, y a éstas las llamamos «cabriolas de campo». Empezamos a registrarlas dos horas antes de un evento. Y de hecho la serie a la que pertenece ésta se inició hace unas dos horas. Indica que hay una máquina de regreso.

—¿Qué máquina? —preguntó Kate.

—La máquina de Sue.

—Pero si aún no ha salido.

—Ya lo sé —respondió Gordon—. Todos los eventos cuánticos contradicen el conocimiento intuitivo.

—¿Quiere decir que reciben una señal de que está volviendo antes de que haya salido?

—Sí.

—¿Por qué? —preguntó Kate.

Gordon lanzó un suspiro.

—Es complicado. En realidad, lo que detectamos en el campo magnético es una función de probabilidad: un aviso del posible regreso de una máquina. Pero, por lo general, no nos planteamos así esa señal. Decimos simplemente que vuelve. Sin embargo, para ser exactos, una cabriola de campo indica de hecho que es muy probable que vuelva una máquina.

Kate movía la cabeza en un gesto de incomprensión.

—No lo entiendo.

—Digamos que en el mundo corriente nos valemos de determinadas ideas respecto a la causa y el efecto —explicó Gordon—. Primero se producen las causas y después los efectos. Pero ese orden no siempre se cumple en el mundo cuántico. Aquí los efectos y las causas pueden ser simultáneos, y los efectos pueden preceder a las causas. Esto es un pequeño ejemplo de ello.

La mujer, Gómez, entró en una de las máquinas. Introdujo la oblea blanca en una ranura de la base, frente a ella.

—Acaba de instalar el marcador de navegación, que guía la máquina en el viaje de ida y vuelta —informó Gordon.

—¿Y cómo sabe que volverá? —preguntó Stern.

—Una transmisión en el multiverso genera una especie de energía potencial, como un muelle tensado que realiza una fuerza inversa para volver a su posición original. El viaje de ida es la parte delicada. Ésa es la información que lleva codificada la oblea de cerámica. —Gordon se inclinó y pulsó el botón del interfono—. ¿Cuánto tardarás en volver, Sue?

—Un minuto, quizá dos.

—Muy bien. Pasamos a sincronización.

De pronto los técnicos empezaron a hablar, al mismo tiempo que accionaban interruptores en una consola y verificaban las lecturas en el monitor.

—Control de helio.

—Capacidad máxima —respondió el otro técnico.

—Control de resonancia magnética eléctrica.

—Correcto.

—Todo a punto para la alineación de láseres.

Un técnico accionó un interruptor, y de las barras metálicas surgió un gran número de rayos láser dirigidos al centro de la máquina, salpicando de puntos verdes el rostro y el cuerpo de Gómez, que estaba quieta, con los ojos cerrados.

Las barras empezaron a girar lentamente. La mujer permanecía inmóvil. Los rayos láser trazaron líneas horizontales verdes sobre su cuerpo. Las barras se detuvieron.

—Láseres alineados.

—Hasta dentro de un momento, Sue —dijo Gordon. Volviéndose hacia el grupo, anunció—: Muy bien, allá vamos.

Las paredes curvas de cristal y agua que circundaban las jaulas adquirieron una tonalidad azulada. La máquina comenzó de nuevo a girar lentamente. En el centro, la mujer seguía en la misma posición; la máquina se movía en torno a ella.

El zumbido subió de volumen. La rotación se aceleró. La mujer estaba tranquila y relajada.

—En este viaje, Gómez consumirá sólo uno o dos minutos —dijo Gordon—, pero la batería tiene carga para treinta y siete horas. Ése es el tiempo límite que estas máquinas pueden pasar en un sitio sin volver aquí.

Las barras giraban a gran velocidad. De pronto oyeron un rápido tableteo, como los disparos de una ametralladora.

—Eso es el control de holgura: los sensores infrarrojos verifican el espacio alrededor de la máquina tanto en el punto de destino como en el de regreso. Si detectan algún obstáculo en un radio de dos metros, se interrumpe la transmisión. Es una medida de seguridad. No querríamos que la máquina apareciese dentro un muro de piedra. Bien, empieza a liberarse el xenón. Allá va.

El zumbido era ya ensordecedor. La máquina giraba con tal rapidez que las barras se habían desdibujado. Veían claramente a la mujer en el interior.

Oyeron una voz grabada: «Permanezca inmóvil…, abra los ojos…, respire hondo…, contenga la respiración… Ahora».

Un anillo descendió rápidamente del techo de la máquina, escaneando a la mujer de la cabeza a los pies.

—Observen con atención —dijo Gordon—. Ocurre muy deprisa.

Kate vio numerosos rayos láser de un vivo color violeta proyectados por las barras y dirigidos hacia el centro. Por un instante la mujer pareció en estado de incandescencia.

Súbitamente se produjo un cegador destello blanco dentro de la máquina. Kate cerró los ojos y volvió la cabeza. Al abrirlos, una nube de puntos flotaba en su campo de visión, y por un momento no vio qué ocurría. Luego se dio cuenta de que la máquina había disminuido de tamaño, desprendiéndose de los cables conectados al techo, que ahora colgaban sueltos.

Otro fogonazo de láser.

La máquina menguó aún más, y con ella la mujer que se hallaba dentro, que ahora medía alrededor de un metro de estatura. Siguió encogiéndose con sucesivos destellos.

—¡Dios santo! —exclamó Stern—. ¿Qué se siente en ese momento?

—Nada —contestó Gordon—. No se siente nada. El tiempo de la conducción nerviosa entre la piel y el cerebro es del orden de cien milisegundos. La vaporización por láser dura cinco nanosegundos. Llegados a este punto, uno ha desaparecido ya hace rato.

—Pero esa mujer sigue ahí.

—No. Ha salido en el primer destello de láser. Ahora simplemente el ordenador está procesando los datos. Eso que ven ahora es un efecto artificial del escalonamiento de compresión. La compresión se inicia en tres y va hasta menos dos…

Se produjo otro fogonazo. La jaula disminuía rápidamente. Se redujo a poco más de medio metro y luego a unos treinta centímetros. Dentro, la mujer semejaba una muñeca vestida de caqui.

—Menos cuatro —prosiguió Gordon.

Tras un nuevo destello, cercano al suelo, Kate dejó de ver la jaula.

—¿Qué ha pasado?

—Aún está ahí, apenas visible.

Otro destello, esta vez poco más que una chispa en el suelo.

—Menos cinco.

Aumentó la frecuencia de los destellos, como el parpadeo de una luciérnaga, cada vez más débiles.

—Y menos catorce… Concluida.

Los destellos cesaron.

Nada.

La jaula se había desvanecido. Donde antes se hallaba, se veía sólo el oscuro suelo de goma.

—¿Y se supone que nosotros tenemos que pasar por eso? —preguntó Kate.

—No es una experiencia desagradable —aseguró Gordon—. Uno permanece consciente durante todo el proceso, circunstancia que en realidad no podemos explicar. Al final de la compresión de datos, uno se encuentra en dominios ínfimos, regiones subatómicas, y en ese estado, teóricamente, no es posible la conciencia. Sin embargo, se conserva la conciencia. Pensamos que puede tratarse de un artefacto, una alucinación que salva el instante de la transición. Si es así, sería un fenómeno análogo al dolor fantasma que sienten las personas a quienes se ha amputado un miembro. Esto podría definirse como una especie de «conciencia fantasma». Naturalmente, hablamos de períodos de tiempo muy breves, nanosegundos. En cualquier caso, nadie comprende la conciencia.

Kate escuchaba con expresión ceñuda. Hasta ese momento se había planteado cuanto veía como una cuestión de arquitectura, como si aplicara el tradicional enfoque según el cual «la forma está supeditada a la función». ¿No resultaba acaso extraordinario que aquellas enormes estructuras subterráneas presentaran una simetría concéntrica —con vagas reminiscencias de los castillos medievales— a pesar de no haberse construido con arreglo a requisito estético alguno? Se habían construido únicamente para resolver un problema científico. Y Kate encontraba fascinante el resultado.

Pero ahora que conocía la utilidad real de aquellas máquinas, le costaba asimilar lo que acababan de ver sus ojos. Y su formación en el campo de la arquitectura no le servía de nada a ese respecto.

—Pero este… método para encoger a una persona implica desintegrarla…

—No. La destruimos —afirmó Gordon sin rodeos—. Tenemos que destruir el original aquí para poder reconstruirlo en el otro extremo. Es una condición necesaria.

—Así pues, esa mujer en realidad ha muerto.

—Yo no diría eso, no. Comprenda…

—Pero si destruye a una persona en un extremo, ¿no muere? —insistió Kate.

Gordon suspiró.

—No es fácil interpretar esta clase de sucesos desde un punto de vista tradicional —explicó—. Dado que la persona se reconstruye en el mismo instante en que es destruida, ¿es posible decir que ha muerto? No ha muerto. Simplemente se ha trasladado a otra parte.

Stern tenía la certeza —era una sensación visceral— de que Gordon no hablaba con total sinceridad sobre aquella tecnología. Sólo con ver las paredes curvas que constituían el blindaje de agua y las máquinas situadas en el centro, presentía que quedaba algo importante por explicar. Se propuso averiguarlo.

—¿Ahora, pues, esa mujer está en otro universo? —preguntó.

—En efecto.

—¿La han transmitido, y ha llegado a otro universo? ¿Como si se tratara de una hoja de papel a través de un fax?

—Exactamente.

—Pero, para reconstruirla en el otro extremo, se necesita también allí un fax, por seguir con la comparación.

Gordon movió la cabeza en un gesto de negación.

—No, no se necesita ninguna máquina al otro lado.

—¿Por qué no?

—Porque Gómez, o cualquier persona transmitida, está ya allí.

Stern arrugó la frente.

—¿Ya está allí? ¿Cómo es posible?

—En el momento de la transmisión, la persona se encuentra ya en el otro universo, y por tanto no es necesario que nosotros mismos la reconstruyamos allí.

—¿Por qué? —insistió Stern.

—Por ahora dejémoslo en que es una característica del multiverso. Si lo desea, podemos hablar de ello después. Estoy seguro de que a los demás no les interesan esos pormenores —dijo Gordon, señalando con la cabeza al resto del grupo.

Hay algo más, pensó Stern. Algo que no quiere contarnos. Stern volvió a mirar hacia la zona de transmisión, buscando el detalle anómalo, la pieza fuera de lugar. Porque tenía la firme convicción de que alguna pieza no encajaba.

—¿No ha dicho que sólo han enviado al pasado a unas cuantas personas?

—Sí, así es.

—¿Más de una a la vez?

—Casi nunca. A lo sumo dos, y en muy raras ocasiones —respondió Gordon.

—Entonces, ¿por qué hay tantas máquinas? Ahí abajo cuento ocho. ¿No bastaría con dos?

—Lo que ve es el resultado de nuestro programa de investigación —explicó Gordon—. Introducimos continuas mejoras en el diseño.

Gordon había contestado con aparente naturalidad, pero Stern creyó advertir algo en su mirada, un velado asomo de inquietud.

Sin duda esconde algo, pensó.

—¿Y no sería más lógico introducir las mejoras en las mismas máquinas? —preguntó Stern.

Gordon se encogió de hombros, pero guardó silencio. Sin duda, se reafirmó Stern para sus adentros.

—¿Qué hacen aquellos técnicos? —continuó Stern, aún tanteando. Señaló a los dos hombres que trabajaban de rodillas en la base de una de las máquinas—. Me refiero a los que están allí, al fondo. ¿Qué reparan exactamente?

—David —dijo Gordon—, creo francamente…

—¿Es esta tecnología realmente segura?

Gordon dejó escapar un suspiro.

—Véalo usted mismo.

A través de la amplia pantalla, se vio en el suelo de la sala de tránsito una rápida sucesión de destellos.

—Ya vuelve —anunció Gordon.

Los destellos cobraron mayor intensidad. Oyeron de nuevo el tableteo, aumentando gradualmente de volumen. Al cabo de un instante, la jaula alcanzó su tamaño natural, el zumbido se desvaneció, la neblina del suelo se arremolinó, y la mujer salió de la máquina, alzando una mano para saludar a los espectadores.

Stern la escrutó con los ojos entrecerrados. Parecía en perfecto estado. Conservaba el mismo aspecto que antes.

Gordon miró a Stern.

—Créame, no existe el menor riesgo. —Se volvió hacia la pantalla—. ¿Cómo has visto aquello, Sue?

—Excelente —contestó Gómez—. El punto de tránsito se encuentra en la orilla norte del río. Un lugar aislado, en el bosque. Prepare a su equipo, doctor Gordon. Voy a registrar la información en el marcador de reserva. Luego iremos allí y traeremos a ese viejo antes de que le pase algo.