Negros nubarrones flotaban sobre las lejanas mesetas, y parecía que amenazaba lluvia. En su despacho, Doniger colgó el auricular del teléfono y anunció:

—Han accedido a venir.

—Magnífico —respondió Diane Kramer. Se hallaba de pie ante él, de espaldas a la ventana—. Necesitamos su ayuda.

—Por desgracia, sí —convino Doniger, abandonando la butaca de su escritorio y empezando a pasearse de un lado a otro. Cuando se concentraba en algo, era incapaz de quedarse quieto.

—Para empezar, no entiendo cómo perdimos al profesor —dijo Kramer—. Debió de entrar en el mundo. Le insististe en que no lo hiciera. Más aún, le aconsejaste de buen principio que no fuera. Y a pesar de todo debió de entrar en el mundo.

—No sabemos qué pasó —contestó Doniger—. No tenemos la menor idea.

—Salvo que escribió un mensaje.

—Sí, según esa Kastner. ¿Cuándo hablaste con ella?

—Anoche —respondió Kramer—. Me avisó en cuanto se enteró. Hasta el momento Kastner ha sido un contacto muy fiable para nosotros, y sostiene…

—Eso da igual —atajó Doniger con un gesto airado—. No es el núcleo. —Ésa era la expresión que empleaba siempre cuando algo le parecía intrascendente.

—¿Cuál es el núcleo? —preguntó Kramer.

—Traer de regreso a ese hombre. Es vital que vuelva. Eso es el núcleo.

—Sin duda. Vital.

—Personalmente, opino que ese viejo de mierda es un gilipollas —dijo Doniger—. Pero si no conseguimos traerlo, la publicidad adversa será una pesadilla.

—Sí, una pesadilla.

—Pero puedo hacer frente a eso —afirmó Doniger.

—Puedes hacerle frente, no lo dudo.

Con el tiempo, Kramer había contraído el hábito de repetir todo lo que Doniger decía cuando éste iniciaba sus paseos arriba y abajo. Desde fuera, esa actitud podía interpretarse como servilismo, pero Doniger la encontraba útil. A menudo, cuando Kramer repetía sus palabras, él discrepaba. Ella era consciente de que en esos momentos se convertía en una simple espectadora. Podía parecer una conversación entre dos personas, pero no lo era. En realidad, Doniger hablaba consigo mismo.

—El problema —prosiguió Doniger— es que aumenta el número de personas externas que conocen nuestra tecnología, y sin embargo no obtenemos una compensación acorde. Por lo que sabemos, esos estudiantes tampoco conseguirán traerlo.

—Tienen más probabilidades.

—Eso es una suposición. —Doniger siguió paseándose—. Poco sólida.

—Estoy de acuerdo, Bob. Poco sólida.

—¿Y el equipo de búsqueda que enviaste? ¿Quiénes lo formaban?

—Gómez y Baretto —contestó Kramer—. No vieron al profesor por ninguna parte.

—¿Cuánto tiempo estuvieron allí?

—Alrededor de una hora, creo.

—¿No entraron en el mundo?

Kramer negó con la cabeza.

—¿Para qué correr riesgos? No hubiera servido de nada. Son ex marines, Bob. No sabrían dónde buscar aunque lo tuvieran delante de sus mismas caras. Ni siquiera sabrían contra qué prevenirse. Aquello es un mundo totalmente distinto.

—Esos estudiantes de postgrado, en cambio, quizá sepan dónde buscar.

—Ésa es la idea —confirmó Kramer.

Un trueno resonó a lo lejos. Gruesas gotas empezaron a salpicar los cristales. Doniger contempló la lluvia.

—¿Y si perdemos también a esos estudiantes? —preguntó.

—La publicidad adversa será una pesadilla.

—Quizá sí —dijo Doniger—. Pero debemos prepararnos para esa posibilidad.