Al día siguiente Marek se hallaba en el monasterio, ayudando a Rick Chang en las excavaciones de las catacumbas. Trabajaban allí desde hacía semanas, y el avance era lento porque continuamente encontraban restos humanos. En cuanto advertían la presencia de huesos, abandonaban las palas y seguían buscando con paletas y cepillos.
Rick Chang era el antropólogo médico del equipo. Estaba especializado en el análisis de restos humanos; podía examinar un fragmento óseo del tamaño de un guisante y dictaminar si era antiguo o contemporáneo, si procedía de la muñeca izquierda o la derecha, de un hombre o una mujer, de un niño o un adulto.
Pero los restos humanos descubiertos allí resultaban desconcertantes. En primer lugar, sólo aparecían varones, y en algunos de los huesos largos se observaban indicios de heridas de guerra. Varios de los cráneos presentaban impactos de flecha. Ésa era la muerte más habitual entre los soldados del siglo XIV, a causa de un flechazo. Sin embargo no existía constancia de batalla alguna en el monasterio.
Acababan de encontrar algo que parecía un trozo de yelmo herrumbroso cuando sonó el teléfono móvil de Marek. Era el profesor.
—¿Cómo va? —preguntó Marek.
—De momento, bien.
—¿Se ha reunido con Doniger?
—Sí. Esta tarde.
—¿Y?
—Aún no sé qué pensar —respondió el profesor.
—¿Todavía insisten en seguir adelante con la reconstrucción?
—Bueno, no estoy seguro. Las cosas aquí no son exactamente como esperaba —dijo el profesor. Parecía distraído, preocupado.
—¿Y eso?
—No puedo hablar del asunto por teléfono. Pero quería avisarte de que no me pondré en contacto en las próximas doce horas, o quizá veinticuatro.
—Ajá. De acuerdo. ¿Va todo bien?
—Sí, André, todo bien.
Marek no quedó muy convencido.
—¿Necesita una aspirina? —Era una de sus frases en clave previamente acordadas, una manera de preguntar si ocurría algo en caso de que la otra persona no pudiera hablar con libertad.
—No, no. Nada en absoluto.
—Lo noto un poco distante.
—Más bien sorprendido, diría yo. Pero todo va bien. —El profesor guardó silencio por un instante—. ¿Y qué tal en el yacimiento? ¿En qué andas ocupado?
—Ahora estoy con Rick en el monasterio. Excavamos las catacumbas del cuadrante cuatro. Creo que llegaremos a las galerías subterráneas hoy a última hora o como mucho mañana.
—Excelente. Mantén en marcha los trabajos, André. Volveremos a hablar dentro de uno o dos días.
Y colgó.
Marek se prendió el teléfono móvil al cinturón y arrugó la frente. ¿Qué demonios significaba aquello?
El helicóptero pasó sobre ellos con las cajas de los sensores acopladas debajo. Stern lo había alquilado un día más para realizar barridos por la mañana y por la tarde; quería reconocer el terreno para ver hasta qué punto exactamente registraban los instrumentos la presencia de los restos arqueológicos mencionados por Kramer.
Marek sintió curiosidad por saber si tenía ya algún resultado pero para hablar con él necesitaba una radio, y la más cercana se hallaba en el granero.
—Elsie —dijo Marek al entrar en el granero—. ¿Dónde está la radio para comunicarse con David?
Como de costumbre, Elsie Kastner no le contestó. Siguió absorta en el documento que tenía ante ella. Elsie era una mujer de facciones agradables y complexión robusta, capaz de una intensa concentración. Permanecía allí sentada durante horas, descifrando la escritura de los pergaminos. Su tarea exigía conocer no sólo las seis lenguas principales de la Europa medieval, sino también abreviaturas, jergas y dialectos locales olvidados hacía mucho tiempo. Marek consideraba una suerte contar con su colaboración, pese a que mantenía una actitud distante respecto a los demás miembros del equipo. Y a veces se comportaba de un modo un tanto peculiar.
—¿Elsie? —repitió.
Ella alzó repentinamente la vista.
—¿Qué? Ah, André, perdona. Es que estoy…, en fin… un poco… —Señaló el pergamino extendido en la mesa—. Es una factura presentada por el monasterio a un conde alemán. Por alojarlo a él y su séquito personal durante una noche: veintinueve personas y treinta y cinco caballos. Con eso recorría el conde la campiña. Pero está escrita en una mezcla de latín y occitano, y la caligrafía es ilegible.
Elsie cogió el pergamino y lo llevó a la mesa de fotografía situada en el rincón. En ésta había una cámara montada sobre un soporte de cuatro patas, con luces estroboscópicas acopladas en todos los costados. Elsie centró el documento, añadió al pie el código de barras correspondiente, colocó bajo el ángulo inferior izquierdo una regla ajedrezada de cinco centímetros para determinar las dimensiones, y pulsó el disparador de la cámara.
—¿Elsie? —dijo Marek—. ¿Dónde está la radio para hablar con David?
—Ah, sí, disculpa. En la mesa del fondo. Lleva las letras DS en la etiqueta adhesiva.
Marek fue a buscar la radio y apretó el botón.
—¿David? Soy André.
—Hola, André.
Marek apenas lo oyó a causa del estruendo del helicóptero.
—¿Qué has encontrado? —preguntó Marek.
—Nada. Nada en absoluto —contestó Stern—. Hemos comprobado en el monasterio y en el bosque. No aparece ninguna de las construcciones mencionadas por Kramer, ni en el radar de barrido lateral, ni en los infrarrojos, ni en los ultravioleta. No tengo la menor idea de cómo hizo esos descubrimientos.
Cabalgaban a galope tendido por un promontorio cubierto de hierba desde donde se dominaba el río. O al menos Sophie galopaba; Chris botaba y se zarandeaba en la silla, agarrándose desesperadamente para no caerse. En sus otras salidas, Sophie había moderado la marcha en consideración a la menor aptitud de Chris, pero aquel día atravesaba los campos a toda velocidad gritando de placer.
Chris procuraba no rezagarse, rogando por que se detuviera pronto, y finalmente ella refrenó a su corcel negro, que paró en el acto, resoplando y sudoroso, y le dio unas palmadas en el cuello mientras aguardaba a Chris.
—¿No ha sido emocionante? —dijo Sophie.
—Sí —respondió Chris, sin aliento—. Desde luego.
—Lo has hecho muy bien, Chris, hay que reconocerlo. Cada día montas mejor.
Con el trasero dolorido de tanto saltar sobre la silla y los muslos agarrotados por la fuerza con que se aferraba a la montura, Chris sólo pudo asentir con la cabeza.
—Este sitio es precioso —comentó Sophie, señalando el río y las formas oscuras de los castillos que se alzaban en lo alto de montes lejanos—. ¿No te parece una vista magnífica?
Y a continuación miró su reloj, lo cual irritó a Chris. Pero seguir avanzando al paso le resultó inesperadamente agradable. Ella cabalgaba muy cerca de él, sus monturas casi rozándose. De vez en cuando Sophie se inclinaba hacia él y le susurraba al oído, y en una ocasión le echó el brazo a los hombros y lo besó en los labios, para después desviar la mirada, avergonzándose al parecer de su momentáneo atrevimiento.
Desde aquella posición se veía el conjunto de yacimientos del proyecto: Castelgard, el monasterio y más allá, en alto, La Roque. Las nubes surcaban rápidamente el cielo, sus sombras deslizándose por el paisaje. Soplaba una brisa cálida y suave, y el silencio era total, salvo por el creciente ronroneo de un motor.
—Chris, Chris —dijo Sophie, y volvió a besarlo. Cuando sus labios se separaron, miró a lo lejos y de pronto levantó una mano para saludar.
Un descapotable amarillo ascendía en dirección a ellos por la sinuosa carretera. Era un deportivo, con el chasis muy bajo. Se detuvo a corta distancia de ellos, y el conductor se irguió tras el volante y se sentó en el respaldo del asiento.
—¡Nigel! —exclamó Sophie con entusiasmo.
El hombre del coche le devolvió el saludo perezosamente, trazando un lento arco en el aire con la mano.
—Chris, ¿me harías el favor? —preguntó Sophie, entregándole las riendas de su caballo. Luego desmontó y corrió cuesta abajo hacia el coche, donde abrazó al conductor. Los dos subieron al deportivo. Cuando se alejaban, ella volvió la cabeza para mirar a Chris y le lanzó un beso.