A la mañana siguiente, James Wauneka llegó al hospital McKinley con la intención de ver a Beverly Tsosie para comprobar los resultados de la autopsia del anciano. Le informaron de que Beverly había subido a la unidad de resonancia magnética, y fue a buscarla allí.

La encontró en la pequeña sala de paredes beige contigua al escáner. Hablaba con Calvin Chee, el técnico en RM. Sentado ante la consola del equipo, Chee mostraba sucesivas imágenes en blanco y negro a través del monitor. Todas las imágenes contenían cinco círculos dispuestos en fila, y éstos disminuían de tamaño gradualmente a medida que Chee saltaba de una a otra imagen.

—Calvin —decía Beverly—. Es imposible. Tiene que ser un artefacto.

—Me pides que revise todos los datos, ¿y ahora no me crees? —protestó Chee—. No es un artefacto, Bev, te lo aseguro. Es real. Fíjate, aquí tienes la otra mano.

Chee introdujo una serie de instrucciones a través del teclado, y en la pantalla apareció un óvalo horizontal con cinco círculos más claros en el interior.

—¿De acuerdo? Ésta es la palma de la mano izquierda, vista en sección transversal. —Se volvió hacia Wauneka—. Poco más o menos lo mismo que verías si pusieras la mano en el tajo de un carnicero y la cortaras de parte a parte.

—Muy simpático, Calvin —reprochó Beverly.

—Sólo quiero que quede claro para todos. —Chee miró de nuevo el monitor—. Veamos, los puntos de referencia. Esos cinco círculos se corresponden con los cinco huesos del metacarpo. Esto otro son los tendones que los comunican con los dedos. Recordemos que, en su mayoría, los músculos que accionan la mano se encuentran en el antebrazo. Bien. Ese círculo de pequeño diámetro es la arteria radial, que proporciona riego sanguíneo a la mano a través de la muñeca, Bien, ahora nos desplazaremos hacia el exterior desde la muñeca, en secciones transversales. —Las imágenes cambiaron. El óvalo se estrechó, y uno a uno, los huesos se separaron, como una ameba dividiéndose. En ese momento había sólo cuatro círculos—. Muy bien. Ya hemos dejado atrás la palma de la mano y vemos únicamente los dedos. Pequeñas arterias en cada dedo, bifurcándose conforme avanzamos, reduciéndose de tamaño pero todavía visibles. ¿Las veis, aquí y aquí? De acuerdo. Ahora seguimos hacia las puntas de los dedos. Estamos aún en las falanges proximales; los huesos se ensanchan y llegamos a los nudillos. Y ahora fijaos en las arterias, mirad cómo continúan… sección a sección… y de pronto…

—Parece una falla —comentó Wauneka, frunciendo el entrecejo—. Como si se hubiera producido un salto.

—Y se ha producido un salto —confirmó Chee—. Las arteriolas están desalineadas. Hay una discontinuidad. Os lo mostraré otra vez. —Retrocedió a la sección anterior y luego avanzó de nuevo. No cabía la menor duda: los círculos de las arteriolas habían cambiado de posición, desplazándose a un lado—. A eso se debía la gangrena en los dedos. Faltaba riego porque las arteriolas estaban desalineadas. Es como si hubiera un desajuste o algo así.

Beverly movió la cabeza en un gesto de negación.

—Calvin…

—En serio. Y no sólo aquí. En otras partes del cuerpo se observa la misma anomalía. En el corazón, por ejemplo. Este hombre murió de un infarto agudo, ¿no? No es de extrañar, porque las paredes ventriculares también estaban desalineadas.

—Por el tejido cicatricial de alguna antigua intervención —dijo Beverly—. Vamos, Calvin. Tenía setenta y un años. El corazón le había funcionado toda la vida, al margen de si existía o no algún problema. Igual que las manos. Si esa desalineación de las arteriolas fuera real, habría perdido los dedos hace años. Y no los había perdido. Además, esa lesión era reciente; empeoró mientras el anciano estaba internado en este hospital.

—¿Y qué quieres decir con eso? —preguntó Chee—. ¿Que la máquina se equivoca?

—No se me ocurre otra explicación —contestó Beverly—. ¿No es cierto que el hardware puede producir errores de registro? ¿Y no falla a veces el software de reproducción a escala?

—He comprobado la máquina, Bev. Está en perfectas condiciones.

Beverly se encogió de hombros.

—Lo siento, pero no me lo creo. Tiene que haber algún problema en el equipo. Mira, si tan seguro estás de esos resultados, baja a patología y examina directamente el cuerpo de ese hombre.

—Ésa era mi intención —repuso Chee—. Pero ya han pasado a retirar el cadáver.

—¿Ya? —dijo Wauneka—. ¿Cuándo?

—A las cinco de la madrugada. Alguien de su empresa.

—Pero la empresa está cerca de Sandia —adujo Wauneka—. Quizá el cadáver esté aún en camino…

—No. —Chee negó con la cabeza—. Lo han incinerado esta mañana.

—¿Dónde?

—Aquí en Gallup, en el tanatorio.

—¿Lo han incinerado aquí? —dijo Wauneka, sorprendido.

—Como lo oyes —respondió Chee—. Ya te digo que en este asunto hay algo raro.

Beverly Tsosie se cruzó de brazos y observó a los dos hombres.

—Yo no veo nada raro —declaró—. Su empresa ha considerado que era la mejor solución, porque así podían arreglarlo todo por teléfono, a distancia. Debieron de llamar al tanatorio para encargarles que vinieran a recoger el cadáver y lo incineraran. Es una práctica corriente, sobre todo cuando el difunto no tiene parientes vivos. Así que dejaos de estupideces, y tú, Calvin, avisa al servicio de asistencia para que reparen esa máquina. Tienes un problema con el equipo de resonancia magnética… y eso es todo.

Jimmy Wauneka deseaba zanjar el caso Traub cuanto antes. Pero al bajar de nuevo a la sala de urgencias vio la ropa y los efectos personales del anciano en una bolsa de plástico. No tenía más remedio que volver a telefonear a la ITC. En esta ocasión habló con una tal señorita Kramer, otra vicepresidenta. El doctor Gordon estaba reunido y no podía ponerse.

—Llamo con relación al doctor Traub —dijo.

—Ah, sí. —Un triste suspiro—. Pobre doctor Traub, era tan buen hombre…

—El cadáver ha sido incinerado esta mañana, pero aún están aquí sus efectos personales. No sé qué quieren que hagamos con ellos.

—El doctor Traub no tenía familiares vivos —contestó la señorita Kramer—. Dudo que a alguien de la empresa le interese quedarse con su ropa o ninguna otra cosa. ¿A qué efectos personales se refiere?

—Bueno, encontramos una especie de plano en un bolsillo. Parece una iglesia, o quizá un monasterio.

—Ajá.

—¿Tiene idea de por qué llevaba encima el doctor Traub el plano de un monasterio? —preguntó Wauneka.

—No, no sabría decirle. Para serle sincera, el doctor Traub se comportaba últimamente de una manera un poco extraña. Estaba muy deprimido desde la muerte de su esposa. ¿Seguro que es un monasterio?

—No, tanto como seguro no. En realidad, no sé qué es. ¿Quieren conservar el dibujo?

—Si no le importa enviárnoslo… —dijo la señorita Kramer.

—¿Y el objeto de cerámica?

—¿El objeto de cerámica?

—El doctor Traub tenía un trozo de cerámica, cuadrado, de unos dos centímetros de lado, con las siglas ITC grabadas —explicó Wauneka.

—Ah, comprendo. Eso no es problema.

—Me pregunto qué puede ser.

—¿Qué puede ser? Una placa de identificación —respondió la señorita Kramer.

—No se parece a ninguna placa de identificación de las que yo conozco.

—Es un modelo nuevo. Las usamos para abrir puertas de seguridad.

—¿También quiere que se la devuelva?

—Si no le representa mucha molestia… Mire, le daré nuestro número de FedEx, y bastará con que lo meta todo en un sobre y lo deje en la oficina o el buzón más cercano.

Jimmy Wauneka colgó el auricular y pensó: Farsante.

Telefoneó al padre Grogan, el sacerdote católico de su parroquia, y le describió el plano, mencionándole también la abreviatura escrita al pie de la hoja: «mon.ste.mere».

—Eso ha de ser el monasterio de Sainte-Mère —dijo el padre Grogan de inmediato.

—¿Es un monasterio, pues?

—Sí, sin duda.

—¿Dónde está? —preguntó Wauneka.

—No lo sé. No es un nombre español. «Mère» significa «Madre» en francés. «Santa Madre» se refiere a la Virgen María. Quizá esté en Luisiana.

—¿Cómo podría localizarlo?

—Por algún sitio guardo una guía de monasterios —contestó el padre Grogan—. Dame un par de horas, y lo consultaré.

—Lo siento, Jimmy, pero yo no veo aquí ningún misterio.

Carlos Chávez era el subjefe de policía de Gallup, cercano ya a la edad de jubilación, y Jimmy Wauneka contaba con su asesoría desde que estaba al frente del departamento. En ese momento Chávez, retrepado en su silla con los pies sobre el escritorio, escuchaba a Wauneka con manifiesta expresión de escepticismo.

—Lo extraño —dijo Wauneka— es que recogieron a ese hombre cerca de la cañada de Corazón, trastornado y delirando, pero no presentaba quemaduras del sol, ni deshidratación, ni síntoma alguno de haber estado a la intemperie en medio del desierto.

—Eso es porque lo dejaron allí abandonado. Su familia lo obligó a bajar del coche.

—No. No tenía parientes vivos.

—Bueno, entonces llegó allí conduciendo él mismo —sugirió Chávez.

—Nadie vio ningún coche en los alrededores.

—¿Quién es nadie?

—La pareja que lo recogió —contestó Wauneka.

Chávez lanzó un suspiro.

—¿Fuiste personalmente a la cañada de Corazón a ver si había algún coche?

—No —admitió Wauneka tras una breve vacilación.

—Por tanto, diste por buena la palabra de esa gente.

—Sí, supongo.

—¿Supones? —dijo Chávez—. Lo cual significa que aún podría haber por allí un coche abandonado.

—Sí, es posible.

—Bien, ¿y después qué has hecho?

—Esta mañana he telefoneado a su empresa, la ITC —respondió Wauneka.

—¿Y qué te han dicho?

—Que Traub estaba deprimido por la muerte de su mujer.

—Tiene lógica.

—No estoy muy seguro —dijo Wauneka—. Averigüé que Traub vivía en un bloque de apartamentos y me puse en contacto con el administrador de la finca. La esposa murió hace un año.

—Así pues, esto ha ocurrido en una fecha cercana al aniversario de su muerte, ¿no? Es cuando suele ocurrir, Jimmy.

—Creo que debería ir a Black Rock y hablar con alguien de ITC Research.

—¿Para qué? —preguntó Chávez—. Eso está a cuatrocientos kilómetros del lugar donde se encontró a ese hombre.

—Lo sé, pero…

—Pero ¿qué? ¿Cuántas veces se queda aislado algún turista en las reservas? ¿Tres o cuatro al año? Y en la mayoría de los casos aparecen muertos, o mueren poco después, ¿no?

—Sí —admitió Wauneka.

—Y siempre por una de dos razones: bien son místicos de la New Age que vienen para estar en comunión con el dios águila y el coche se les queda atascado en la arena o se les avería, bien están deprimidos. O lo uno o lo otro. Y ese hombre estaba deprimido.

—Eso dicen…

—Por la muerte de su mujer. Oye, yo lo creo. —Chávez suspiró—. En esas circunstancias, unos se deprimen y otros saltan de alegría.

—Pero quedan algunas preguntas sin respuesta —prosiguió Wauneka—. Hay una especie de plano… y un objeto de cerámica…

—Jimmy, siempre quedan preguntas sin respuesta. —Chávez lo miró con los ojos entornados—. ¿Qué pasa? ¿Quieres impresionar a esa monada de médica?

—¿Qué médica?

—Ya sabes a quién me refiero.

—No, por Dios —replicó Wauneka—. Según ella, no hay nada anormal en todo esto.

—Y tiene razón. Déjalo correr.

—Pero…

—Jimmy, hazme caso: déjalo ya —insistió Chávez.

—De acuerdo.

—Lo digo muy en serio.

—De acuerdo —repitió Wauneka—, lo dejaré estar.

Al día siguiente la policía de Shiprock detuvo a una pandilla de chicos de trece años que viajaba en un coche robado con matrícula de Nuevo México. La documentación del vehículo hallada en la guantera estaba a nombre de Joseph Traub. Los chicos declararon que habían encontrado el coche abandonado en la cuneta cerca de la cañada de Corazón, con las llaves en el contacto. Habían estado bebiendo, y el interior del coche había quedado hecho un desastre, pegajoso a causa de la cerveza derramada.

Wauneka no se molestó en ir a examinarlo.

Un día después el padre Grogan le devolvió la llamada.

—He consultado lo que me preguntaste —dijo, y no existe en todo el mundo ningún monasterio de Sainte-Mère.

—Bien, gracias —respondió Wauneka—. Es lo que suponía. Otro punto muerto.

—En el pasado hubo en Francia un monasterio con ese nombre, pero quedó reducido a cenizas en el siglo XIV. Ahora está en ruinas, y de hecho un equipo de arqueólogos de Yale y la Universidad de Toulouse empezó a excavarlo hace un tiempo. Sin embargo, por lo que se ve, apenas hay nada en pie.

—Ya… —dijo Wauneka, pero de pronto recordó unas frases pronunciadas por el anciano antes de morir, uno de sus absurdos pareados: «Yale en Francia, gran discrepancia». O algo parecido.

—¿Dónde?

—En el suroeste de Francia, cerca del río Dordogne.

—¿Dordogne? ¿Cómo se escribe eso? —preguntó Wauneka.