No debería haber tomado aquel atajo.

Dan Baker hizo una mueca de disgusto al notar las sacudidas de su flamante Mercedes S500 mientras se adentraba por el camino de tierra en la reserva de los indios navajos, en la franja norte de Arizona. Alrededor, el paisaje ofrecía un aspecto cada vez más desolado: lejanas mesetas rojizas al este, un desierto totalmente llano al oeste. Media hora antes habían atravesado un pueblo —casas polvorientas, una iglesia y una pequeña escuela arracimadas al pie de un escarpado despeñadero—, pero a partir de ahí no habían visto la menor señal de vida, ni siquiera un cercado. Sólo desierto inhóspito y rojizo. Y no se cruzaban con otro coche desde hacía una hora. Era ya mediodía, y el sol caía a plomo. Baker, un contratista de Phoenix ya cuarentón, empezaba a ponerse nervioso. Sobre todo porque su esposa, arquitecta, era de esas personas de temperamento artístico sin el menor sentido práctico respecto a detalles como la gasolina y el agua. Sólo les quedaba medio depósito y el motor comenzaba a calentarse.

—Liz, ¿estás segura de que es por aquí? —preguntó.

Inclinada sobre el mapa en el asiento contiguo, su esposa seguía la ruta en el papel con el dedo.

—Tiene que ser por aquí —respondió ella—. Según la guía, estaba a seis kilómetros después del desvío a la cañada de Corazón.

—Pero si hemos dejado atrás el desvío a Corazón hace veinte minutos. Se nos debe de haber pasado.

—¿Cómo va a pasársenos una lonja de artesanía en medio del desierto? —dijo Liz.

—No lo sé. —Baker miró al frente—. Pero por aquí cerca no hay nada. ¿Estás convencida de que es esto lo que quieres? Lo digo porque podemos encontrar excelentes tapetes navajos en Sedona. En Sedona venden tapetes de todas clases.

—En Sedona no hay nada auténtico —repuso ella con desdén.

—Claro que hay artesanía auténtica, cariño. Un tapete es un tapete.

—Un textil —corrigió ella.

—De acuerdo. —Baker suspiró—. Un textil.

—Y no, no es lo mismo —prosiguió Liz—. Las tiendas de Sedona tienen sólo purria para turistas…, de fibra acrílica, no de lana. Yo quiero los textiles que venden en la reserva. Y supuestamente en esta lonja hay un textil de los años veinte, tejido por Hosteen Klah y basado en una antigua pintura de arena. Y lo quiero.

—Está bien, Liz.

Baker, personalmente, no entendía para qué necesitaban otro tapete navajo, o textil o como se llamara. Tenían ya dos docenas. Liz los había puesto por toda la casa, e incluso tenía unos cuantos guardados en los armarios.

Siguieron adelante en silencio. El sol reverberaba en el camino, que parecía un lago de plata. Y ante ellos surgían espejismos, casas o personas alzándose a lo lejos, pero se desvanecían en cuanto se acercaban.

Dan Baker volvió a suspirar.

—Debemos de haber pasado de largo.

—Continuemos unos kilómetros más —propuso Liz.

—¿Cuántos?

—No lo sé. Unos pocos.

—¿Cuántos, Liz? Decidamos hasta dónde vamos a ir.

—Diez minutos más —respondió ella.

Baker echaba un vistazo al indicador de la gasolina cuando Liz se llevó la mano a la boca y exclamó:

—¡Dan!

Baker volvió a centrar la atención en el camino justo a tiempo de ver una silueta a un lado —un hombre vestido de marrón en la cuneta— y oír un sonoro golpe en un costado del coche.

—¡Dios mío! —exclamó Liz—. ¡Lo hemos atropellado!

—¿Qué?

—Hemos atropellado a ese hombre.

—No. Ha sido un bache. —Por el retrovisor, Baker vio al hombre todavía de pie en la cuneta, una figura de marrón que desaparecía por momentos en la nube de polvo levantada por el coche—. Si lo hubiéramos atropellado, no estaría aún de pie.

—Dan, lo hemos atropellado; lo he visto.

—No lo creo, cariño.

Baker miró de nuevo por el retrovisor, pero esta vez vio sólo la nube de polvo.

—Vale más que volvamos atrás —dijo Liz.

—¿Por qué?

Baker tenía la casi total certeza de que su esposa se equivocaba. Pero si en efecto habían atropellado a aquel hombre y le habían causado alguna herida, por leve que fuera —un corte en la cabeza o un rasguño—, podía representar un considerable retraso en su viaje. No estarían de regreso en Phoenix al anochecer. Cualquiera que anduviese por aquellos parajes era sin duda un navajo; tendrían que llevarlo a un hospital o, como mínimo, al pueblo grande más cercano, que era Gallup, y no les caía de paso.

—Pensaba que querías volver —insistió Liz.

—Y así es.

—Entonces volvamos.

—Sencillamente no quiero meterme en líos, Liz.

—¡Dan, parece mentira!

Baker, suspirando, aminoró la velocidad.

—Está bien, ya vuelvo, ya vuelvo.

Y dio la vuelta, con cuidado de que las ruedas no se quedaran atascadas en la arena roja de la cuneta, y enfiló el camino en sentido contrario.

—¡Dios santo! —exclamó Baker.

Paró y salió de inmediato en medio de la nube de polvo de su propio coche. El impacto del calor en la cara y el cuerpo le cortó la respiración. Debemos de estar a unos cincuenta grados aquí fuera, pensó.

Cuando el polvo se disipó, vio al hombre tendido en la cuneta, apoyando un codo en la arena para intentar incorporarse. Era un frágil anciano de unos setenta años, con barba y casi calvo. Su vestimenta marrón era una especie de hábito. Quizá es un sacerdote, pensó Baker.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Baker mientras lo ayudaba a sentarse en el camino de tierra.

El anciano tosió.

—Sí, estoy bien.

—¿Quiere levantarse? —dijo Baker, tranquilizándose al no ver sangre.

—Dentro de un momento.

Baker echó una ojeada alrededor.

—¿Dónde ha dejado el coche? —preguntó.

El anciano volvió a toser. Sin fuerzas siquiera para alzar la cabeza, mantenía la mirada fija en el suelo.

—Dan, creo que está herido —observó Liz.

—Sí —convino Baker. Sin duda el anciano parecía aturdido. Baker lanzó otro vistazo en torno: no se veía nada salvo el liso desierto en todas direcciones, extendiéndose bajo la trémula calina.

Ningún coche. Nada.

—¿Cómo habrá llegado aquí? —comentó Baker.

—Vamos —apremió Liz—, tenemos que llevarlo a un hospital.

Sujetando al anciano por las axilas, Baker lo ayudó a ponerse en pie. El peculiar hábito que vestía era de una tela gruesa, semejante al fieltro, y sin embargo, a pesar de la alta temperatura, el anciano no sudaba. En realidad, Baker notó su cuerpo casi frío.

Mientras cruzaban el camino, el anciano apoyó en Baker todo su peso. Liz abrió la puerta trasera del coche.

—Puedo andar. Puedo hablar —musitó el anciano.

—Muy bien, estupendo —dijo Baker, y lo acomodó en el asiento posterior.

El anciano se tendió en el tapizado de piel y se aovilló, adoptando una posición fetal. Bajo el hábito, llevaba ropa convencional: vaqueros, camisa de cuadros, zapatillas Nike. Baker cerró la puerta, y Liz volvió al asiento del pasajero. Baker, vacilante, permaneció inmóvil por un momento bajo el intenso sol. ¿Cómo era posible que aquel viejo estuviera solo en semejante despoblado? ¿Y que no sudara pese a lo abrigado que iba?

Daba la impresión de que acabara de bajarse de un automóvil.

Quizá ha llegado aquí en coche, pensó Baker. Quizá se ha dormido al volante. Quizá el coche se ha salido de la carretera y ha tenido un accidente. Quizá quede aún alguien atrapado dentro del coche.

Oyó mascullar al anciano:

—Déjalo, sopésalo. Vuelve ahora, tráelo ahora, y sin demora.

Baker cruzó el camino para inspeccionar las inmediaciones.

Pasó sobre un enorme bache y pensó en mostrárselo a su esposa, pero se abstuvo. Junto al camino no encontró huellas de neumáticos, pero sí vio claramente en la arena el rastro de las pisadas del anciano, que se adentraba en el desierto. A unos treinta metros distinguió el margen de una quebrada, una hendidura abierta en el terreno por las torrenciales lluvias que muy de vez en cuando caían en la zona. Las huellas procedían de allí.

Baker siguió el rastro hasta la quebrada, se acercó al borde y miró hacia el fondo. Ningún coche había caído al cauce seco. Vio sólo una serpiente que se alejaba de él reptando entre las piedras. Se estremeció.

De pronto llamó su atención algo de color blanco que brillaba a unos pasos de él, terraplén abajo. Baker descendió por la pendiente para verlo mejor. Era un objeto de cerámica blanca, cuadrado, de unos dos centímetros y medio de lado. Parecía un aislante eléctrico. Baker lo cogió, sorprendiéndose al notarlo frío al tacto. Tal vez era uno de esos materiales que no absorbían el calor.

Observándolo de cerca, vio grabadas en un ángulo las siglas ITC. En un costado, sin sobresalir de la superficie, había una especie de botón. Baker se preguntó qué ocurriría si apretaba el botón. Allí de pie bajo el sol, rodeado de rocas, lo apretó.

No pasó nada.

Volvió a apretarlo. Otra vez nada.

Baker trepó por el terraplén, salió de la quebrada y regresó al coche. El anciano dormía, roncando ruidosamente. Liz consultaba los mapas.

—El pueblo grande más cercano es Gallup.

Baker puso el motor en marcha.

—Gallup, en efecto.

En cuanto tomaron de nuevo la interestatal, rumbo al sur, hacia Gallup, mejoraron el promedio de velocidad. El anciano seguía dormido. Liz lo miró y dijo:

—Dan…

—¿Qué?

—¿Te has fijado en sus manos?

—¿En qué concretamente?

—En las puntas de los dedos —respondió Liz.

Apartando la vista de la carretera, Baker echó una rápida ojeada al asiento posterior. El anciano tenía enrojecidos los extremos de los dedos casi hasta el segundo nudillo.

—¿Y qué tiene eso de raro? Serán quemaduras de sol.

—¿Sólo en las puntas de los dedos? ¿Por qué no en toda la mano?

Baker se encogió de hombros.

—Antes no tenía así los dedos —dijo Liz—. No los tenía rojos cuando lo hemos recogido.

—Cariño, probablemente no lo has notado.

—Sí lo he notado, porque tiene las uñas muy arregladas, de manicura, y me ha parecido extraño que aquí, en medio del desierto, un anciano llevara hecha la manicura.

—Ya.

Baker miró su reloj. Se preguntó cuánto tiempo tendrían que quedarse en el hospital de Gallup. Horas, posiblemente.

Suspiró.

Ante ellos, la carretera continuaba recta y llana hasta perderse en el horizonte.