15

Raquel me miraba con asombro, con su pelo negro y corto despeinado y los ojos bien abiertos.

—¿Estoy soñando? —susurró.

—No —dije.

Despertó bruscamente a la persona que dormía en la cama junto a ella, su novia, Dana, que se levantó lentamente restregándose los ojos.

—¿Qué ocurre, cariño?

Yo me iluminé un poco más, y me atreví a adoptar una figura más sólida.

—Hola, Dana.

Dana dio un respingo que, en otras circunstancias, habría resultado cómico.

—¿Me estás acechando? —preguntó Raquel. Se echó hacia atrás, contra el cabezal de la cama, como si quisiera huir. En la pared había colgado uno de sus collages, consistente en un batiburrillo de recortes de revista y objetos encontrados que a Raquel le gustaba convertir en arte—. Lo sabía.

—¿Qué? ¡No!

Entonces caí en la cuenta de por qué Raquel parecía tan asustada y culpable; creía que yo seguía enfadada con ella por haberme denunciado a la Cruz Negra.

En realidad, lo estaba un poco. No me había percatado de ello hasta que la había vuelto a ver sin las hordas de cazadores de la Cruz Negra interponiéndose entre nosotras.

Dana intervino:

—¿Cómo se encuentra Lucas? En Riverton no tenía demasiado buen aspecto.

—Está pasando un mal momento. —Aquello distaba mucho de definir la situación real en la que se encontraba Lucas, pero no supe qué más decir.

Dana se echó hacia atrás, desmadejada. Lucas y ella habían crecido juntos; como él, ella también había sido adoctrinada por la Cruz Negra, de modo que para Dana el vampirismo era el peor destino posible. Tal vez fuera la única persona capaz de comprender por completo el grado de desprecio que Lucas sentía hacia sí mismo. Entonces fijó su vista, brillante de rabia, en mí.

—¿Por qué no lo decapitaste?

Por horrible que fuera considerar esa posibilidad, ya me había parecido lo bastante duro saber mi respuesta:

—Porque yo fui vampiro y sé que no siempre eso es lo peor que te puede pasar. Pensé que tal vez él podría aceptarlo, y es posible que así sea.

—Pero tú nunca has sido otra cosa más que vampiro —replicó Dana.

Raquel miraba cómo discutíamos, asustada, como si temiera recordarnos que ella estaba allí.

—¿Cómo sabes qué es lo peor? Si alguna vez me convierten, me gustaría contar con alguien que se cerciorase de que nunca me despertaría como una no muerta. Es la promesa más sagrada que nos hicimos. Lucas y yo nos lo prometimos miles de veces. —A ella le costaba respirar, y su indignación iba en aumento—. Si le quisieras de verdad, lo habrías hecho.

Aunque sabía que Lucas me había perdonado por ello, aquello fue como un bofetón en la cara.

—Es fácil hacer promesas. Pero si hubieras estado allí, si hubieras visto a Lucas tumbado, muerto, sabiendo que puedes elegir entre perderlo para siempre o poder hablar de nuevo con él en tan solo unas horas… Entonces no habría resultado tan sencillo. —De nuevo deseé que los espectros pudieran llorar; era muy doloroso cargar con un recuerdo tan triste y no tener modo de dejarlo salir—. Por muy difícil que sea para él, Lucas tiene amigos. Me tiene a mí. ¿De verdad te parece que eso es peor que no tener nada nunca, para siempre?

Dana guardó silencio unos segundos.

—No lo sé —admitió al final—. Pero lo que digo quiero que lo tengas en cuenta. ¿Vale, cariño? —Sus ojos se encontraron con los de Raquel—. Si alguna vez me transformo en vampiro, asegúrate de que nunca, nunca, vuelva a ver el amanecer.

—Lo prometo.

La voz de Raquel era tan tranquila, tan segura, que su amor por Dana llenó toda la habitación. Si Lucas y yo hubiésemos hablado más acerca de eso —si yo le hubiera hecho esa promesa—, ¿habría tenido la fuerza para dejarlo marchar? ¿Habría sido tan fuerte como Raquel? No estaba segura.

Raquel y Dana permanecieron largo rato mirándose, Raquel sosteniendo con fuerza la mano de Dana. Finalmente, Dana se volvió hacia mí.

—¿Y has venido hasta aquí para hablar de todo esto? ¿De Lucas? —Su tono de voz se suavizó levemente—. ¿Acaso necesita hablar conmigo? Porque… si hace falta que me cuele en esa locura de academia para vampiros por él, lo haré.

Raquel le espetó:

—¿Y qué pintáis otra vez en la Academia Medianoche? ¿Os habéis vuelto locos?

Después se echó atrás otra vez, todavía temerosa de mí.

—En cierto modo, todo va bien. La señora Bethany ni siquiera se enfadó. Es como si odiara tanto la Cruz Negra que se regocijara por haber conseguido a Lucas. —Aunque hasta entonces no había reparado en ello, de repente tuve claro que eso explicaba en parte su reacción—. De todos modos, yo no sugeriría que apareciera por allí una cazadora de la Cruz Negra. Sin embargo, pronto habrá otra excursión a Riverton. A menos que… ¿sabéis si la Cruz Negra planea volver a ir a por él si sale del internado?

—La próxima vez la señora Bethany va a tener a gente esperándolos —respondió Dana—. Y la Cruz Negra lo sabe. Si alguna vez vuelven a atacar a Lucas, irán a por él al momento, pero no atacarán Riverton tras fracasar allí la primera vez.

—Entonces quizá funcione. Dana, ¿podrías regresar a Riverton? Me parece que Lucas cree que no quieres verlo.

—A ese chico siempre le ha faltado un tornillo. —La mueca de Dana me dio a entender que quería a Lucas tanto como antes—. Dinos el día y allí estaremos.

Me fijé por primera vez en nuestro alrededor: se trataba de una habitación de hotel barata pero confortable, con un revoltijo de cosas que indicaba que llevaban algún tiempo allí. En la Cruz Negra era imposible ahorrar dinero y disponer de alojamiento privado; se suponía que el dinero pertenecía al grupo y no a cada individuo.

—Así que es cierto, lo habéis hecho. Habéis abandonado la Cruz Negra de verdad.

—Tampoco es que nos quedasen muchas salidas después de apuntar contra Kate —dijo Raquel. Por primera vez me miró sin estremecerse—. Pero no dudaríamos en volver a hacerlo, de corazón.

Hizo una mueca; temía haber cometido una falta de delicadeza al haber dicho algo así a un muerto.

Dana suspiró.

—Empezamos a dudar después de lo que os hicieron en Nueva York. La guinda fue cuando atacaron a Lucas en Filadelfia. Nos piramos hace un par de semanas. Nos hemos refugiado aquí, pero alguna vez encontraremos un sitio de verdad. Ganamos el salario mínimo y estamos bien.

—Puede que solo comamos pasta —añadió Raquel—, pero comemos.

En la habitación se hizo un silencio extraño. Entonces tomé la palabra:

—Raquel, la verdad es que he venido aquí para hablar contigo.

—Lo siento.

Raquel temblaba, pero finalmente se levantó de la cama. Llevaba una camiseta vieja y desgastada, unos pantalones de chándal y, claro está, la pulsera de piel, la que yo recordaba tan bien que había tenido el poder de conducirme hasta allí.

—Bianca, lo siento mucho, de verdad. No puedes imaginarte cómo… Bueno, olvídalo, no importa cómo me siento. Tú fuiste una buena amiga, yo debería haberte protegido y no lo hice. Me equivoqué. Si quieres acosarme o… lo que sea, me lo merezco.

Hasta ese momento no me había dado cuenta de cuánto necesitaba oír eso. Sin embargo, también tenía algunas cosas que decirle.

—Te mentí. Tenía mis motivos, pero te mentí. De haberte dicho la verdad, tal vez nada habría terminado tan mal.

—Eso no me disculpa de lo que hice —respondió Raquel con voz temblorosa. No dejaba de apretarse las manos, estaba tan nerviosa que me sorprendió—. Podrían haberte matado. Pero matado de verdad. Ya sabes qué quiero decir. Cuando me di cuenta de lo que pretendían hacer… De haberlo sabido, nunca habría hablado. Jamás.

—Lo sé. De hecho, creo que siempre lo supe. Por otra parte, vosotras ayudasteis a Lucas cuando más lo necesitaba. Eso es lo que importa.

Sonreí a Raquel con timidez y ella intentó devolverme la sonrisa. El peso de su antigua traición pendía sobre nosotras, pero, de algún modo, ahora parecía menos agobiante. Nos llevaría algún tiempo cerrar la herida, pero al menos habíamos podido aclararlo todo. Volvíamos a estar en el mismo bando. El tiempo curaría todo lo demás, me dije.

—De todos modos, no he venido hasta aquí para hablar de eso contigo —expliqué.

Mi afirmación pilló a Raquel desprevenida. Tras mirar a Dana, que también estaba asombrada, dijo:

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

—Es por el espectro que tenía tu casa encantada —contesté preparándome para lo que añadiría a continuación—: El que te hizo daño.

Raquel me dirigió una intensa mirada con sus ojos oscuros, como rogándome que no mencionara una cosa tan dolorosa.

—¿Qué pasa con él?

—Vamos a encargarnos de él… Para siempre.

Resultó que Dana y Raquel vivían en una zona residencial de Boston, no muy lejos de donde Raquel había crecido.

Además, al marcharse, se habían llevado consigo una furgoneta de la Cruz Negra.

—Hay quien dice que esto es robar —comentó Dana alegremente mientras nos metíamos en la camioneta destartalada, que olía a pólvora y a maíz frito—. Pero, como vimos que la Cruz Negra se la robaba a un vampiro muerto, lo considero algo así como reciclar el vehículo. Suena mejor, ¿no te parece?

—Pues al parecer también habéis reciclado unas cuantas armas. —Miré el arsenal que había en la parte trasera—. Estacas, agua bendita… ¿Y qué es eso? ¿Un lanzallamas?

—Nunca se sabe cuándo pueden venir bien —dijo Raquel. Aquello me hizo sonreír.

Pero las bromas no duraron mucho. Conforme nos acercábamos a la casa, Raquel se fue poniendo tensa. Ella iba delante con una escopeta y yo era el fantasma del asiento de atrás.

—¿Cómo se supone que vamos a hacerlo? —preguntó.

—Resulta bastante sencillo.

En realidad, no mencioné que no lo había hecho nunca. A fin de cuentas, no había ninguna necesidad de ponerla más nerviosa, ¿verdad?

—Solo necesitamos un espejo. ¿Lleváis alguna polvera? Ya sabéis, eso para los polvos, maquillaje.

Estábamos paradas en un semáforo, y tanto Dana como Raquel se volvieron y me miraron fijamente, asombradas. Al cabo de un segundo, Dana dijo:

—¡Hola! ¿Nos conocemos?

—Vale. Está claro. No hay maquillaje en el coche —dije—. Pero tenemos que conseguir un espejo.

Hicimos una parada rápida en una tienda abierta las veinticuatro horas para comprar una polvera. A pesar de que mi forma era bastante sólida, me costó bastante manejarme con el envoltorio, así que dejé que Raquel se encargara de ello. Arrancó el papel y el plástico con manos temblorosas, con más agitación de la necesaria.

—Llevo mucho tiempo sin hablarles —dijo levantando la tapa de la polvera—. Y ahora me plantaré allí tranquilamente a las dos de la madrugada en plan: «Eh, ¿os acordáis del fantasma que decíais que no existía?».

—Puede que no tengamos que despertarlos —respondió Dana. Empezó a caer una lluvia fina, y activó el limpiaparabrisas con su soniquete suave. Plap, plap—. Oye, Bianca, ¿cazar espectros es ruidoso?

—Bueno, puede serlo. Pero no tiene por qué. —Deseé que aquello fuera cierto—. Intentaremos no hacer ruido.

Raquel siempre había dejado muy claro que ella no venía de una familia tan acomodada como las de la mayoría de los alumnos vivos y muertos de Medianoche. Con todo, su vecindario no era tan malo como yo lo había imaginado. Tal vez pequé de ser demasiado infantil, porque había pensado que ser pobre significaba vivir en una chabola de esas que enseñaban en los programas malos de televisión, con coches incendiados y bandas de delincuentes por todas partes. Solo se trataba de un barrio tranquilo de casas pequeñas sin grandes patios. En lugar de miseria y violencia, las cosas simplemente eran grises y estaban descuidadas, con algunos graffiti desolados y sin gracia en los contenedores de basura.

—¡Qué suerte que llueva! —dijo Raquel—. De no ser así, todo el mundo estaría por la calle.

La casa que había en el centro del bloque pertenecía a la familia de Raquel. En cuanto nos apeamos del coche, supe que no había nadie.

—¿Dónde estarán? —preguntó Dana cuando vimos unas cajas de mudanza a través de la ventana—. Los muebles están en su sitio, así que no se han mudado.

—Puede que estén con Frida. —Raquel aguzó la vista—. Parece como si hubieran levantado parte del suelo de la cocina. Tal vez las tuberías se hayan vuelto a reventar y estén arreglándolo.

—No están en casa —dije—, y eso es lo que importa. Podemos hacerlo ahora.

Raquel se quedó muy quieta.

—No estoy segura de poder hacerlo.

Dana le pasó un brazo por encima de los hombros.

—Vale. Si prefieres quedarte aquí fuera, no hay problema. ¿Verdad, Bianca?

Estaba a punto de darle la razón, pero me detuve.

—Puedes quedarte fuera si quieres —contesté—, pero creo que deberías enfrentarte a esa cosa.

Raquel, con los labios apretados, sacudió la cabeza.

—Vamos, Raquel. ¿Desde cuándo rehuyes una pelea? —Ella ya no me sostenía la mirada, pero proseguí—: Si no ves cómo ocurre todo esto, siempre tendrás miedo. Siempre. Pero, si ves cómo lo derrotamos, eso será lo último que recordarás de él. ¿No es lo que preferirías ver?

—Basta ya, ¿vale? —Dana se interpuso—. No la fuerces.

—No —replicó Raquel. Tocó el hombro de Dana, apartándola suavemente—. Bianca tiene razón. Iré.

Mientras la lluvia caía suavemente a nuestro alrededor, repiqueteando en el toldo metálico que había sobre nuestras cabezas, Dana forzó la cerradura de la puerta delantera con la misma rapidez que lo habría hecho Lucas. «Lástima no haber estado en la Cruz Negra lo bastante para aprender ese truco», me dije.

La puerta se abrió con un crujido. Dana entró de puntillas, intentando no hacer ruido; Raquel, con el rostro pálido, la siguió. Yo adopté una forma vaporosa, y me convertí en una niebla de color azul para seguirlas.

—Guau —dijo Raquel claramente sorprendida—. Esto es… bueno, espeluznante.

—¡Chissst! Estamos intentando no hacer ruido. —Dana sostenía la polvera ante ella, como si quisiera emplearla a modo de escudo. Yo tendría que cogérsela, pero solo lo haría cuando hubiera adquirido forma de nuevo.

—Tranquilas —dije—. Tarde o temprano, querremos que se entere de que estamos aquí.

Proyecté mi conciencia por toda la casa y descubrí que era capaz de percibir la disposición de las habitaciones sin verlas, y que sabía cuál de estas había sido la de Raquel, pues una parte de su esencia permanecía allí.

Junto con algo más.

La voz emitía en una frecuencia que no era realmente un ruido, sino una vibración en el éter que compartíamos. «Pequeñita, pequeñita. Has vuelto para jugar».

Raquel empezó a temblar.

—Está ahí —susurró—. Puedo notarlo.

Ni ella ni Dana habían oído la voz; las dos miraban alrededor de forma frenética, como a la espera de que el espectro viniera de cualquier sitio en cualquier momento. Raquel, en cambio, había detectado la presencia de esa cosa a un nivel más profundo del que yo era capaz de comprender. Me maravilló la profundidad del vínculo, la intensidad con que aquel espectro había hundido sus garras en ella.

«¿Me has traído compañeras de juego?».

De pronto vislumbré una habitación, no la que había, sino una realidad distinta y falsa que me rodeaba, ligeramente transparente pero también cerrada, como una celda de cristal. Parecía un pequeño cuarto de juegos. Al principio pensé que se trataría de la habitación de Raquel cuando era pequeña, pero luego me di cuenta de que me equivocaba: ella nunca pasaría más de una noche en una habitación tan de color rosa y llena de volantes, con cama con dosel y muñecas apiladas. Jamás había visto tantas muñecas…

Y tampoco había visto que unas muñecas me devolviesen la mirada. De algún modo me observaban, con los ojos negros y vidriosos demasiado vivos. Oí el suave frufrú de sus enaguas sedosas, y una de ellas estaba ladeada, como si hubiera caído. Estaban vivas, y a la vez no lo estaban; miraban y a la vez no miraban; y todo era tremendamente espeluzante. Todo aquello me dio muchísimo miedo, y eso que yo era un espectro.

«Parece la idealización de alguien sobre cómo tiene que ser una habitación infantil —me dije—. Es una versión exagerada del lugar en que una niña dormiría. Algo creado por una persona que ha dedicado demasiado tiempo en pensar en niñas pequeñas acostadas en su cama».

—Múestrate —exigí. En la otra realidad, la de verdad, vi que Raquel y Dana se sobresaltaban—. ¡Deja de esconderte detrás de las muñecas! ¡Sal!

—Las muñecas —susurró Raquel. Seguramente había soñado con ellas antes.

En la habitación del sueño, las muñecas crujieron un poco y luego se desplomaron, de modo que sus rizos dorados y castaños se enredaron. En el centro, estaba él.

Si no hubiera percibido el profundo terror que sentía Raquel, me habría echado a reír. Aquel espectro no daba miedo: solo estaba gordo y un poco calvo. Y tampoco era muy alto. Pero al escrutarme fijamente, mientras ladeaba la cabeza de un lado a otro, algo en el vacío de su mirada y en el ansia de su sonrisa me inquietó enormemente.

«Bonita. Bonita pelirroja. ¿Has venido a jugar conmigo?».

Salió arrastrando los pies de aquella nube de muñecas. Estaba desnudo, y resultaba repulsivo; mi miedo se convirtió rápidamente en repugnancia, y luego, en furia.

—No he venido a jugar —le repliqué.

Patrice había hablado de emitir. Yo no sabía cómo se hacía, así que me limité a concentrarme en él y a pensar en mi propia muerte. Recordé la extraña sensación de caída cuando mi cuerpo cedió y se abandonó. Recordé las lágrimas de Lucas mientras me apretaba la mano. Eso me resultaba demasiado vivido para soportarlo, pero notaba que el espectro se sentía atraído por esos recuerdos. Vi que mi mente daba forma a unas palabras, como si fueran un ensalmo.

«Por lo que nos separa de los vivos, yo te separo de este lugar. Por la oscuridad que mora en nuestro interior, te confío a la oscuridad. Por la muerte que me da el poder, te retiro tu poder».

El espectro empezó a chillar, dejando escapar un alarido sobrenatural que retumbó por toda la casa. Dana se apretó los oídos, tal vez de dolor, y dejó caer la polvera al suelo. Raquel no parpadeó. Cogió la polvera y me la arrojó; yo me materialicé a tiempo para atraparla con la mano.

En el momento en que lo hice, el poder de la magia comenzó a atraer al espectro hacia el espejo. Mientras orientaba la polvera tal como Patrice me había enseñado, el espectro se deshizo ante mis ojos: no como esa bruma tan agradable de contemplar a la que ya me había acostumbrado, sino como si se tratase de un cuerpo físico despedazado, sangre y tendones, gritos de dolor. Sin embargo, se fue transformando en multitud de partículas mientras se precipitaba al interior del espejo entre alaridos…

Entonces se hizo el silencio. El mundo de los sueños se desvaneció. Nos encontramos en medio de la sala de estar, mirando el espejo cubierto de escarcha que sostenía por encima de mi cabeza.

—¿Eso es…? ¿Lo hemos atrapado? —preguntó Dana con la respiración entrecortada y las manos aún en los oídos.

—Oh, Dios mío. —Raquel tomó aire, estremeciéndose—. Lo hemos atrapado. Y mientras no rompamos el espejo, nunca podrá salir.

Había luchado contra él. Lo había vencido. Sabía cómo enfrentarme sola a un espectro, ¿significaba eso que por fin me había liberado?

—¿Está atrapado en el espejo? —Raquel parpadeó—. ¿No está en la dimensión fantasmal o algo por el estilo?

Me encogí de hombros.

—Esté donde esté, no podrá salir de nuevo.

Raquel estalló en una carcajada de pura alegría, y luego se echó en mis brazos. Procuré mantenerme lo más sólida que pude, porque aquel abrazo era demasiado bonito para perdérmelo.

—Lo has conseguido —exclamó—. ¡Lo has logrado! Esa cosa horrible…

—Tranquila. —Cuando me di cuenta de que había pasado de la risa a las lágrimas le di una palmadita en la espalda—. No podrá acercarse a ti nunca más.

—Has hecho esto por mí. Después de todo lo que yo te he hecho.

—También lo he hecho por mí.

—Oh, vamos, cállate, ¿vale?

Raquel me abrazó con fuerza, y yo seguí su consejo y me limité a abrazarla mientras ella lloraba. Por encima de su hombro, vi que Dana me miraba con una sonrisa beatífica, como si yo me hubiera convertido en su ídolo.

En cuanto Raquel se hubo calmado, me aparté para que se abrazaran y dirigí mi atención al espejo. El hielo era espeso, pero me pareció vislumbrar algo que se movía con el reflejo.

—¿Qué hacemos con esa cosa? —preguntó Raquel—. ¿Lo hundimos en cemento?

—No sería mala idea.

Entonces sentí esa especie de atracción, casi física, como si me arrastraran.

—¿Bianca? —Raquel dio un paso hacia delante—. Te estás volviendo invisible.

—¡Riverton! ¡No lo olvidéis! —grité antes de dejar de poder emitir sonidos—. ¡Ya me encargaré de que Lucas esté allí!

—¡Bianca!

Raquel gritó de nuevo, pero al cabo de un instante me había desvanecido, dando volteretas en una nada de niebla azulada. Finalmente aterricé; o al menos eso fue lo que me pareció. Vi a mis pies un césped verde y mullido y luego levanté la cabeza y me encontré con Maxie, que permanecía de pie por encima de mí. Llevaba un extraño abrigo de piel oscura que resultaba más macabro que lujoso.

—¿Qué haces? —preguntó—. ¿Acaso ahora te alias con ellos en contra de nosotros?

—Era preciso pararle los pies a esa cosa.

—¿Esa cosa? ¿«Cosa»? —Maxie parecía a punto de darme un bofetón—. Supongo que incluso serías capaz de ayudar a la señora Bethany a poner las trampas.

Una tercera voz intervino en la discusión.

—Hay una diferencia entre lo que Bianca ha hecho y las acciones de la señora Bethany.

Nos dimos la vuelta y vimos a Christopher. Así pues, me encontraba de vuelta en la tierra de los objetos perdidos: aunque esta vez en contra de mi voluntad. Maxie me había dicho que Christopher era poderoso, y aquella había sido la primera demostración de lo mucho que lo era con respecto a los demás espectros.

De todos modos, no me sentí intimidada, porque ahora sabía que era capaz de defenderme. Con el tiempo, cualquier poder que Christopher tuviera ahora seguramente yo lograría adquirirlo en menos tiempo del que a él le había llevado aprenderlo.

La luz del sol hacía brillar el cabello castaño oscuro de Christopher, y su abrigo largo y anticuado era de un intenso color verde botella. Estábamos a los pies de un edificio parecido a una pagoda, aunque había un tren elevado, salido directamente de la década de 1910, que circulaba estrepitosamente por detrás de la construcción.

—Tuve que sacarla de allí antes de que hiciera algo peor —explicó Maxie. Entonces había sido ella, y no Christopher, quien había intervenido—. En todo caso, me parece que no deberías haberle permitido regresar.

—Maxie, cálmate. —Christopher le puso las manos en los hombros—. Mi labor no consiste en permitir o no los viajes de Bianca. Ella es más libre que cualquiera de nosotros. Carece de nuestras limitaciones. Sé que a ti te resulta difícil aceptarlo, pero tienes que hacerlo.

Maxie rezongó:

—No veo la diferencia entre lo que la señora Bethany hace y lo que ha hecho Bianca. Se ha vuelto contra los suyos. ¿Acaso no importa eso?

—Esa cosa… —repetí.

—¡Y dale con la «cosa»!

—¡Maxie, hacía daño a la gente! —proseguí—. Nadie tiene derecho a hacer algo así.

Christopher asintió.

—Una cosa es actuar en defensa de los demás. Otra es hacerlo por deseos egoístas, por muy comprensibles que estos puedan parecer.

Parecía tan apenado que me daba reparo preguntarle más cosas. Sin embargo, fue su tristeza lo que me llamó la atención más poderosamente que cualquier otra cosa. Era como si cuanto hacía la señora Bethany le doliera a él personalmente. ¿Tanto le importaban los espectros, todos ellos? No. Aquello era algo que le afectaba a él, no como líder de aquel mundo espectral o en lo que fuera que se había convertido, sino como el hombre que había sido.

Entonces se me ocurrió una extraña idea; era ridicula, pero no podía quitármela de la cabeza. Christopher me contempló fijamente, consciente de que había algo que me inquietaba. Incluso su sonrisa era triste.

—Bueno, ahora ya lo sabes —dijo—. Confía en tu intuición. Aquí verás muchas cosas que en cualquier otro sitio te estarían vedadas.

De nuevo la claridad de ese mundo había ejercido su magia en mí, ¿o no era así? De todos modos, me resultaba difícil creerme aquello. Hice la pregunta de forma indirecta, por si estaba en un error:

—Christopher… ¿qué te ancla a ti al mundo? ¿O quién?

—Mi amada esposa, aunque hace casi doscientos años que no hablo con ella.

¿Estaba diciendo lo que me parecía que estaba diciendo?

—Entonces tú eres…

—Christopher Bethany —concluyó—. Ya conoces a mi esposa.