9

—¿Bianca?

Patrice parecía tan pasmada como yo. Era como si su cara ocupase todo el cielo, o el techo, o lo que fuera que se cernía sobre mi cabeza en aquel lugar negro y carente de forma.

—¿Eres…? ¿Te has convertido en un espectro?

—¡Patrice! ¡Ahora mismo no tengo tiempo de explicártelo!

—Dado que las dos estamos muertas, tenemos todo el tiempo del mundo —replicó Patrice con expresión sombría. El antiguo resentimiento entre vampiros y espectros entró en juego—. Toda la eternidad, en realidad. Empecemos por cómo has muerto.

—¡La Cruz Negra está en Riverton! ¡Si no me liberas ahora mismo, matarán a Lucas y a cualquier otro vampiro que encuentren, tal vez incluso a ti!

La extraña trampa como de alquitrán que limitaba mis movimientos me abandonó tan súbitamente que tuve la impresión de salir disparada. Me pareció que las luces estallaban a mi alrededor, pero solo se trataba del fuerte contraste de las farolas del centro de Riverton con la oscuridad que me había rodeado. En cuanto me hube ubicado de nuevo, me di cuenta de que me encontraba delante de Patrice en un callejón que daba a la calle principal. Sostenía un pequeño espejo de maquillaje, que ahora estaba cubierto de hielo. Yo debía de ser visible, aunque solo un poco: cuando extendí la mano solo vi el suave contorno gris de los dedos y la palma de la mano. Nadie me vería si no sabía adonde mirar.

Patrice sí lo sabía. Tras parpadear un par de veces, se recuperó del asombro.

—¿Dónde están? —dijo—. Dímelo, rápido.

—En el cine. En el restaurante. No sé dónde más. Lucas ha ido a la cafetería; tenemos que alcanzarlo antes que ellos.

Ella atravesó la calle a toda prisa, como si fuera su propia vida la que estuviera en juego y no la de Lucas. Yo la seguí, pero más lentamente. La retención me había afectado mucho y necesitaba tiempo para recuperar las fuerzas, un tiempo que Lucas no tenía.

Patrice llegó a la cafetería cuando yo aún me encontraba a un par de metros. No abrió la puerta sin más, sino que irrumpió en el local con una agitación que hizo que la mayoría de la clientela levantara la vista para ver la causa del revuelo. Lucas fue uno de ellos; estaba sentado en una de las butacas de terciopelo verde, con la cabeza apoyada en las manos. Miró a Patrice estupefacto y ella le indicó con un gesto de la mano que se marchara rápidamente.

En ese momento los cazadores me bloquearon la visión.

Kate. Eliza. Milos. Había diez o quince más a los que no conocía, pero todos tenían el poderío físico de los combatientes de la Cruz Negra. Seguramente alguien les había informado de la presencia de Lucas en la ciudad y les había indicado dónde se encontraba. Patrice y yo habíamos llegado demasiado tarde.

«Oh, no —pensé—. No, por favor».

—Preparad las armas —ordenó Kate.

Sus palabras cayeron con el peso y la rotundidad del hierro. Había ido allí para matar a su hijo, y la trascendencia de dicha acción le confería un halo frío a su mirada. En el momento en que los cazadores se llevaban al hombro las ballestas, Lucas se levantó, se dirigió hacia Patrice para marcharse… y vio a su madre. Se dio cuenta de que el ataque estaba a punto de producirse y que no podía hacer nada para impedirlo.

Lo cual significaba que todo estaba en mis manos.

Adopté una forma fina y alargada y me convertí en una línea horizontal; imaginé que era la hoja afilada de una espada y ataqué.

—¡Fuego!

Kate gritó la orden en el preciso instante en que yo me desplomaba sobre los cazadores. Fue sin duda un golpe gélido y rápido, porque todos empezaron a gritar y la mayoría disparó a ciegas, de modo que las flechas dieron en el suelo o en las paredes próximas. Con todo, al menos una atravesó la ventana de la cafetería, que se hizo añicos. En el interior la gente chillaba y vi que en la calle el pánico comenzaba a extenderse entre los transeúntes.

«¡Lucas!». No lo veía. Aunque deseaba con todas mis fuerzas averiguar si estaba bien, sabía que tenía que poner fin a todo aquello antes de que alguien saliera herido. Todavía me sentía débil, pero debía hacer todo lo que pudiera.

Los cazadores ya se estaban reagrupando. A pesar de que unos pocos se habían doblado de dolor con mi golpe, ahora se incorporaban y se preparaban para otro ataque. Lo primero que se me ocurrió fue volver a poseer a Kate para ordenarles que se detuvieran. ¿Podría hacerlo? Si, tal como había supuesto antes, la clave era la desesperación, entonces sí, lo haría. Pero al tratar de arremeter contra ella noté que había algo que me rechazaba y me detuve.

«Pero ¿qué…?». Entonces descubrí la media docena de anillos de cobre que brillaban en sus dedos. El cobre, como todos los minerales que pueden encontrarse en el cuerpo humano, repelía a los espectros. Por lo que tenía entendido, la Cruz Negra sabía muy poco sobre nosotros, pero Kate, al parecer, sabía lo bastante para evitar ser poseída. Podría atacarla, pero nunca podría volver a apropiarme de su cuerpo.

Así pues, tendría que anularlos uno a uno.

Arremetí contra el cazador más cercano. Para golpearlo con mi puño convertido en hielo yo tenía que adoptar una forma sólida, lo cual no era buena idea; no solo me delataría ante un buen puñado de alumnos de Medianoche sino que además proporcionaría a la Cruz Negra un objetivo al que dirigir el ataque. Seguro que desde nuestro último encuentro habían buscado modos de herir o destruir a los espectros.

Finalmente, empecé a girar en torno a él convirtiendo el aire en un remolino y me concentré para estar cada vez más fría. Conforme aumentaba la velocidad, iba viendo que a él se le formaban carámbanos de hielo en las puntas del cabello y la barba. La piel se le amorató y empezó a gritar de dolor.

«Basta». Lo solté, oí que caía en un aparente desvanecimiento, y me precipité hacia otro cazador. Percibí vagamente la lucha que se desarrollaba a mi alrededor: Patrice la había emprendido contra Kate, combatiéndola a golpes con una ferocidad que yo jamás le habría atribuido. Lucas también estaba en el centro de la acción; gruñó con rabia al enfrentarse a Milos y arrojarse al suelo. Mi corazón estaba dividido entre la alegría de ver que Lucas estaba bien y mi temor porque aquel fuera el momento decisivo, la ocasión en que arrebatase una vida humana, un pecado que nunca se perdonaría.

En cualquier caso, lo mejor que podía hacer en ese momento para ayudar a Lucas era seguir luchando. Me forcé a convertirme de nuevo en un remolino y arrojé ráfagas cada vez más frías. Después de volver a girar en torno a la siguiente cazadora, esta se desplomó a causa de la congelación, la hipotermia, o lo que fuera que le hubiera provocado. Cuando me dirigía hacia otro, oí a Lucas gritar de dolor.

Me fue imposible mantenerme concentrada. Aterrada, miré atrás y vi a Lucas, que había sacado los colmillos y componía una expresión monstruosa, tumbado en el suelo mientras Milos levantaba una estaca. A Lucas la sangre le brotaba de un corte que tenía en la frente. Los dos estaban demasiado alejados; yo no podía llegar a tiempo.

Entonces Raquel salió corriendo de un callejón secundario próximo y golpeó a Milos en la cabeza con algo.

El humano cayó de rodillas, aturdido. Mientras yo contemplaba la escena sin acabar de dar crédito a cuanto veía, Raquel exclamó:

—¡Lucas, largo! ¡Ya!

—¿Qué demonios haces? —gritó Kate.

Sin embargo, entretanto, también había aparecido Dana y sostenía una ballesta apuntando directamente a Kate.

—Ya basta —dijo. Estaba tan agitada que le temblaba la voz—. Esto tiene que acabar.

Oí a lo lejos el sonido de las sirenas; alguien en Riverton había alertado a la policía.

Lucas se puso de pie con dificultad, seguía algo aturdido por el golpe en la cabeza pero ansioso por luchar y matar. Acudí rápidamente a su lado, incapaz de hacer otra cosa más que enviarle una fresca brisa en las mejillas, con la esperanza de que tal vez aquello le recordase quién era.

A mis espaldas, oí la voz de Kate estremecida de rabia:

—Vosotras dos lo lamentaréis.

—Hay tantas cosas que lamento… —respondió Raquel. Seguía situada entre los cazadores y Lucas—. ¿Qué importa una más?

—Maldita sea.

En un abrir y cerrar de ojos, Kate se desplazó hacia la izquierda y se echó la ballesta al hombro. Dana le propinó un golpe en el costado, de modo que la flecha salió desviada; por suerte, me dije, no heriría ni a Raquel ni a Lucas, pero entonces vi que iba directamente hacia una alumna de Medianoche que se había visto atrapada en la refriega, una humana que no lograría esquivarla.

Aunque el instante que siguió no duró más de una fracción de segundo, a mí me pareció que pasaba a cámara lenta. La flecha funesta rasgando el aire. Lucas, con su fuerza y velocidad de vampiro, corriendo directamente hacia la muchacha en peligro. El choque de los cuerpos, el pelo negro brillante de ella levantándose a su espalda, ambos cayendo al suelo… apenas a unos centímetros de la flecha, que dio en la pared y se clavó profundamente en la madera.

Las sirenas se aproximaban, y el gentío era cada vez mayor: ya habría una docena de testigos, algo que la Cruz Negra odiaba. Seguramente Kate dio alguna señal, porque en ese momento oí a los cazadores que salían huyendo, corriendo o trastabillando como podían.

Dana exclamó:

—¡Lucas!

Él levantó la vista hacia ella desde la acera, donde yacía junto a la chica a la que había salvado. Le temblaba todo el cuerpo y no sonreía. Me di cuenta de que, aunque tal vez había logrado sobreponerse a la voracidad para proteger a otra persona, todavía estaba demasiado dispuesto a morder.

—Es mejor que no te acerques a él ahora —dijo Patrice. Había visto indicios de que Lucas estaba a punto de perder el control—. Las dos lleváis armas. La policía va a pensar que formabais parte del grupo que nos ha atacado.

—Dimitimos ayer por la noche, cuando Kate dijo que íbamos a por Lucas —respondió Dana—. De todos modos, tampoco es que nosotras nos dignásemos informarla.

—¿Qué ha sido esa especie de ciclón de hielo? —quiso saber Raquel.

—He sido yo —dije, todavía invisible. Todos se sobresaltaron—. Dana, Raquel, haced caso a Patrice. Os arrestarán si os quedáis aquí.

—Y esta vez la Cruz Negra no nos pagará la fianza —suspiró Dana—. Raquel, cariño, tenemos que largarnos.

Dana echó a correr, pero Raquel vaciló un momento, tratando de atisbar mi ubicación en el aire, sin conseguirlo.

—Bianca…

—Lo sé —dije—. Lo entiendo.

Pero eso no era del todo cierto. No sabía qué era exactamente lo que había hecho que Raquel se sobrepusiera al miedo que en otro tiempo la había llevado a traicionarme. En todo caso, era consciente de que algo lo había hecho, y que Dana y ella habían arriesgado sus vidas y habían abandonado la Cruz Negra para proteger a Lucas. En lo que a mí se refería, eso era mucho más importante que cualquier otra cosa.

Raquel se marchó corriendo tras Dana y desapareció por la esquina en el preciso momento en que llegaba un coche de la policía.

Me di cuenta de que Patrice se había apartado de mí para interponerse discretamente entre Lucas y la humana a la que había salvado —en ese momento vi que se trataba de Skye Tierney—, colocándose de forma que él no pudiera verla. Aquella rápida ocurrencia tal vez había impedido que Lucas la mordiera. O, más exactamente, había salvado la vida de Skye.

En cuanto los policías se apearon del coche, Patrice, lo bastante sigilosa para que solo la oyésemos Lucas y yo, susurró:

—Dejadme a mí las explicaciones.

Al cabo de unos minutos de la llegada de los agentes de la policía, comprendí por qué Patrice había querido tomar las riendas de la situación. Su experiencia de siglo y medio proporcionando explicaciones supuestamente racionales a fenómenos sobrenaturales dio sus frutos. Patrice representó con maestría el papel de una muchacha aterrada, convencida de que había visto a los miembros de una banda de delincuentes de la ciudad, y que les había oído decir algo sobre una iniciación, no sé qué de unos correos electrónicos que se envían a los miembros de una banda para que maten a una persona inocente de forma aleatoria, ¿verdad?

Tal vez los policías no se creyeron esa parte, pero desde luego interpretaron su miedo como real y, lo más importante, consideraron que ni ella ni ninguno de sus amigos tenía nada que ver con el inicio de la pelea. Los demás testigos, incluido Skye, refrendarían esa versión.

Al dirigirse a Lucas, solo le preguntaron por su cabeza y si necesitaba que lo viera un médico.

Él respondió a las preguntas con una relativa tranquilidad. Aunque yo era consciente de que suponía un tremendo esfuerzo para él, Lucas logró sobreponerse a las ansias de sangre que la lucha había provocado en él, al menos por un rato.

Cuando la policía se marchó, yo sentía muchas ganas de hablarle y ver cómo se encontraba, pero había alguien más que quería hacerlo. Skye, tremendamente nerviosa y aliviada, se le acercó.

—Ha sido algo increíble —dijo—. Me has salvado la vida. De verdad. No sé cómo darte las gracias.

—Me basta con que estés bien —respondió Lucas y, a pesar de la confusión en la que yo sabía que estaba sumido, esbozó una sonrisa.

Aquello hizo que Skye le devolviera una mirada radiante. Entonces me di cuenta de lo guapa que era: cabello negro, lacio y brillante; ojos color azul claro con pestañas espesas; piel perfecta; delgada sin parecer desnutrida…

De repente, dejé de sentirme contenta porque Lucas la hubiera salvado. No es que quisiera que Skye estuviera muerta, pero era una chica guapísima que estaba a punto de caer prendada de mi chico. Y eso no era bueno.

—¿En serio crees que fueron los miembros de una banda? —Su rostro tenía una expresión dubitativa—. La verdad es que parecían demasiado mayores para algo así.

—Bueno, supongo que siempre hay tiempo para volverse idiota. —Lucas apenas podía mirarla a los ojos.

Skye posó una mano en el antebrazo de Lucas. Yo ya me disponía a odiarla cuando dijo:

—Estoy algo aturdida… Quiero llamar a mi novio. Pero, antes de marcharme, muchas gracias de nuevo, de verdad.

Solo por eso, de pronto Skye empezó a caerme mucho mejor. Cuando Lucas la despidió con un gesto, le murmuré al oído:

—Tranquilo, lo hemos superado. No te has venido abajo, Lucas. ¿Ves qué fuerte eres?

—Necesito estar solo.

Lucas se alejó sin más; me habría gustado seguirlo, pero no lo hice. Su madre acababa de volver a intentar matarlo: no era raro que no celebrara aquella pequeña victoria sobre sí mismo.

Mientras lo veía marchar con tristeza, reparé en otra persona, Patrice, que estaba sentada en un pequeño banco. Parecía concentrada en el dobladillo de su falda de flores, comprobando si presentaba algún jirón o un roto. Como no podía ser de otro modo, había intervenido en la lucha, dando lo mejor de sí misma, pero sin despeinarse.

Me acerqué a su lado y le dije:

—Muchas gracias por todo.

—Bianca. —Patrice levantó la cabeza con la mirada distante de la gente que me hablaba mientras yo permanecía invisible—. ¿Te has convertido en un espectro?

—Sí.

Entonces se arrellanó en el asiento.

—Cuéntamelo todo. Empieza por cuando tú y Lucas rompisteis, lo cual ahora mismo supongo que no es del todo cierto.

Aunque nunca había confiado demasiado en Patrice, por el modo en que se había arriesgado por nosotros sabía que podía sincerarme con ella. Así que, con la máxima brevedad posible, le conté todo lo ocurrido: desde el principio de mi relación secreta con Lucas, nuestras muertes y la situación actual en la Academia Medianoche. Ella escuchó y, aunque no demostró la conmiseración de otras personas que habrían expresado cuán dura les parecía nuestra historia y lo mal que se sentían por nosotros, tampoco se pronunció. Después de toda la culpa y la recriminación que nos rodeaban, eso, de por sí, era todo un alivio.

En cuanto terminé, caí en la cuenta de que tenía algunas preguntas para ella.

—¿Por qué me has atrapado? ¿Cómo lo has hecho?

—He sentido que algo me acechaba. En realidad, ahora que lo pienso, era algo que seguía a Lucas; en todo caso, lo he percibido. Se trataba de una presencia fantasmal. No estaba del todo convencida, pero he decidido adoptar medidas si lo sentía de nuevo. Sabes que a veces resultas gélida, ¿verdad?

—¿Y cómo es que no te doy miedo como a la mayoría de los vampiros?

Los labios carnosos de Patrice dibujaron una sonrisa.

—La mayoría de los vampiros adopta una actitud bastante estúpida con respecto a los espectros: oí hablar sobre el pánico que cundió el año pasado. ¡Menuda sarta de tonterías! Pero en Nueva Orleans, donde yo empecé, era distinto. En aquellos tiempos había una mujer llamada Marie Leveau que lo sabía todo sobre vampiros, espectros, espíritus y lo demás. Después de convertirme la consulté. —Se quedó con la mirada perdida, como intentando penetrar en el pasado—. Un hombre había muerto, y era alguien a quien yo quería volver a ver. En fin, el caso es que hacer volver a alguien en contra de su voluntad no es una buena idea.

—Me lo imagino.

Aceptar que me había convertido en un espectro había resultado muy difícil. Sin duda tenía que ser mucho peor para alguien que hubiera muerto en paz.

—¿Lo atrapaste en un espejo?

—Y al final lo rompí para dejarlo ir.

Sacó del bolso la polvera que había usado para atraparme. La escarcha se había fundido y, cuando la abrió, vi que el cristal reflectante estaba intacto.

—Desde entonces, he averiguado el modo de liberar espectros sin romper espejos. Cambiarlos era un incordio.

Así era Patrice: capaz de preocuparse por su estuche de maquillaje mientras jugueteaba con la línea que separa a los vivos y a los muertos.

—¿Adonde van los espectros cuando los atrapas con el espejo?

—Esperaba que tú me lo dijeras —respondió ella—. Por lo que sé, se quedan dentro del espejo.

A mí, en cambio, me había parecido un no-lugar, un espacio extraño entre la existencia y la no existencia; en cualquier caso, desde que me había convertido en espectro, misterios como aquel habían empezado a parecerme algo rutinario. Por otra parte, en ese momento, tenía preocupaciones mundanas más acuciantes.

Empecé a decir:

—¿Sabes?, a Lucas le vendría bien contar con unos cuantos amigos más en la Academia Medianoche. Y sería bueno que tuviera a alguien más con quien hablar.

En especial, me dije, otra chica. Lucas, Balthazar, Ranulf y Vic eran fabulosos, pero relacionarse únicamente con ellos al cabo del tiempo podía resultar un poco asfixiante.

—A diferencia de otras personas, yo no tengo por costumbre entablar amistad con cazadores de la Cruz Negra —repuso. Sin embargo, me di cuenta de que su porte estirado se relajaba de forma notoria—. De todos modos, me imagino que Lucas ya no va con ellos, así que protegerlo en el fondo es como hacerle un corte de mangas a la Cruz Negra.

Aunque no se trataba de un compromiso de amistad eterna, yo estaba dispuesta a aceptarlo.

—Creo que te echaba de menos —añadió Patrice—. De hecho, anoche estuve pensando en ti.

—¿De veras? —Saber que alguien me había echado de menos me hizo sentir bien.

—Tenías un gusto fabuloso para las joyas de segunda mano, y yo quería venir a la tienda de aquí para encontrar algo que combine con este conjunto. ¿No te parece que merece la pena cruzar el río por algo así?

Patrice no se detendría ante nada con tal de tener una imagen perfecta, pero eso ya no me parecía molesto; de hecho, resultaba divertido, extraordinario y, bueno, muy propio de ella.

—De acuerdo, iré contigo. No me verán. Tal vez esté muerta, pero aún puedo comprar.

Ella se animó:

—¡Oh! ¡Necesitamos camisetas con ese logo!

Acompañé a Patrice y la animé para que se comprara una pulsera de abalorios antigua; sin embargo, aunque resultaba agradable volver a conectar, en realidad yo no hacía más que matar el tiempo. En la tienda de ropa, no pude evitar recordar que Lucas y yo habíamos ido allí en una de nuestras primeras citas. Mientras se probaba fabulosos abrigos largos y sombreros extravagantes, Lucas había sido tan feliz, tan despreocupado… Estaba tan vivo…

No es que ahora, por el hecho de estar muerto, lo amara menos —¿cómo podría?—, pero sabía que amaba la vida de Lucas, y había desaparecido.

Cuando los alumnos empezaron a agruparse en la plaza para coger el autobús de vuelta a la escuela, Lucas no apareció con los demás. Nadie, excepto Skye, reparó en ello. Cuando todo el mundo empezaba a subir, ella se dirigió al acompañante del grupo y le dijo:

—Falta una persona. Podría estar herido.

—¿Ross? No, no está herido. —El conductor, que era vampiro, se encogió de hombros—. Antes me ha dicho que alguien lo llevaría a la escuela por la noche. Mañana ya lo verás.

Skye no parecía muy satisfecha con la idea de que Lucas se quedara, y yo entendía por qué. En cualquier internado normal, algo así sería motivo de preocupación; de hecho, incluso en Medianoche, si se hubiera tratado de un estudiante humano, se habrían formado patrullas de búsqueda y habría despertado una preocupación considerable. Sin embargo, a los alumnos vampiros se les concedía más independencia, y se les suponía perfectamente capaces de cuidar de sí mismos.

Deseé que eso fuera cierto.

—Vete a buscarlo —susurró Patrice antes de subir al autobús—. Te veré luego.

Me alejé a toda prisa de la plaza y me dirigí al bosque que quedaba entre la ciudad y Medianoche. En cuanto las casas comenzaron a escasear y la brisa de la noche se agitó en torno a mí, encontré la soledad que necesitaba para concentrarme.

Visualicé el broche de azabache que Lucas me había comprado en Riverton; la piedra negra, la forma de la flor, cargada con la vida que en otros tiempos había latido en el núcleo de la madera.

Todo a mi alrededor se agitó como entre brumas, mudando de color y tomando forma. Pero, para mi asombro, no encontré a Lucas; él llevaba el broche en el bolsillo de su chaqueta, ahora yacía abandonada en el suelo del bosque. Bajé la vista y vi que estaba manchada de sangre. Supuse que era suya, de la pelea, pero entonces me di cuenta de que alrededor había otras cosas esparcidas. Un mapache muerto. Un pájaro muerto. Un zorro muerto. Los cuerpos no solo habían sido drenados de sangre; también estaban despedazados. Aquella pila era la consecuencia de un delirio asesino infligido a pequeños animales en lugar de a seres humanos.

Cerca de allí, oí unos golpes secos. Tac, tac, tac. Golpes contra la madera, como los de una maza o tal vez un hacha. En cuanto tomé la piedra y recuperé mi forma sólida, fui en dirección al sonido, hasta que vi a Lucas, que se había quedado en camiseta. Estaba de cara a un árbol y lo golpeaba como un boxeador haría con un saco de arena.

Me acerqué, pero no reparó en mí, tal vez no reparaba en ninguna otra cosa. Golpeaba el árbol con tanta fuerza que a cada golpe se desprendía la corteza; a ambos lados del tronco se veían partes desgarradas de madera astillada en las que brillaba su sangre. Horrorizada, observé que Lucas se había golpeado hasta abrirse la piel de las manos, y que en un dedo le sobresalía una astilla de hueso. El dolor tenía que ser tremendo con cada golpe y, sin embargo, continuaba, implacable.

—¡Lucas!

Corrí a su lado y lo tomé del brazo.

—¡No te hagas esto!

Se detuvo, pero no me miró. El sudor le bañaba la piel, pegándole la camiseta al cuerpo, y su cara brillaba a la luz de la luna. Tenía la vista clavada en el árbol, como si lo odiara.

—Quería matarla.

—Es tu madre —dije—. Te ha traicionado del modo más horrible… Es normal enfadarse por eso.

—No ha sido solo de ella. Quería matar a Dana y a Raquel, a pesar de que estaban intentando protegerme. Quería matar a Skye mientras la salvaba. Cuando pienso en ello, no me siento orgulloso, y no me siento fuerte. Solo me siento mal conmigo mismo por no haberlas matado a todas y haberme bebido su sangre cuando tenía la ocasión, y me odio a mí mismo por ello, y yo… ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!

Volvió a golpear el árbol con tanta fuerza que supe que no tenía la intención de hacer daño a nadie más que a sí mismo.

—Por favor, no sigas con esto.

Lo así por los dos brazos y me acerqué a la cara su mano rota. Era un amasijo de huesos, tendones y sangre, como si hubiera sufrido un accidente de coche.

—Duele ver esto.

—Intento romperme la mano cada vez más para que no se cure —dijo—. Pero lo hace. Siento cómo unos huesos se van uniendo mientras me voy rompiendo otros. Recuperan la forma anterior. No puedo romperme. No puedo escapar de esto. No hay salida.

Tenía razón. Eso no se lo podía discutir. En lugar de ello, le eché los brazos al cuello y lo abracé con fuerza.

Al cabo de un momento, Lucas me devolvió el abrazo. Se estremeció, como si la locura lo abandonara.

Era temporal, yo lo sabía. Pero si esa era toda la ayuda que le podía prestar, entonces se la daría. Cerré los ojos y deseé que el amor pudiera vencer de verdad a la muerte.