A mi habitación sólo podían entrar mi padre, los guardias, los médicos y los enfermeros del Hospital Naval. Un día entró un médico que no había visto nunca. Muy joven, con su bata blanca, anteojos y fonendoscopio colgado del cuello. Entró intempestivamente, sin decir nada.
El suboficial de la guardia lo miró perplejo. Le pidió que se identificara. El joven médico se registró todos los bolsillos, se ofuscó un poco y dijo que había olvidado sus papeles. Entonces, el suboficial de guardia le advirtió que no podría conversar conmigo sin un permiso especial del director del establecimiento. De manera que ambos se fueron donde el director. Diez minutos después regresaron a mi pieza.
El suboficial de guardia entró delante y me hizo una advertencia:
—Le dieron permiso para que lo examine durante quince minutos. Es un psiquiatra de Bogotá, pero a mi me parece que es un reportero disfrazado.
—¿Por qué le parece? —le pregunté.
—Porque está muy asustado. Además, los psiquiatras no usan fonendoscopio.
Sin embargo, había conversado durante quince minutos con el director del Hospital. Habían hablado de medicina, de psiquiatría. Hablaron en términos médicos, muy complicados, y rápidamente se pusieron de acuerdo. Por eso le dieron permiso para hablar conmigo durante quince minutos.
No sé si fue por la advertencia del suboficial, pero cuando el joven médico entró de nuevo a mi pieza ya no me pareció un médico. Tampoco me pareció un reportero, aunque hasta ese momento yo no había visto nunca un reportero. Me pareció un cura disfrazado de médico.
Creo que no sabía cómo empezar. Pero lo que realmente ocurría era que estaba pensando en la manera de alejar al suboficial de la guardia.
—Hágame el favor de conseguirme un papel —le dijo.
Él debió pensar que el suboficial de guardia iría a buscar el papel a la oficina. Pero tenía orden de no dejarme solo. Así que no fue a buscar el papel, sino que salió al corredor y gritó:
—Oiga, traiga en seguida papel de escribir.
Un momento después vino el papel de escribir. Habían transcurrido más de cinco minutos y el médico no me había hecho todavía ninguna pregunta. Sólo cuando llegó el papel comenzó el examen. Me entregó el papel y me pidió que dibujara un buque. Yo dibujé el buque. Luego me pidió que firmara el dibujo, y lo hice. Después me pidió que dibujara una casa de campo. Yo dibujé una casa lo mejor que pude, con una mata de plátano al lado. Me pidió que la firmara. Entonces fue cuando yo me convencí de que era un reportero disfrazado. Pero él insistió en que era médico.
Cuando acabé de dibujar, examinó los papeles, dijo algunas palabras confusas y comenzó a hacerme preguntas sobre mi aventura. El suboficial de guardia intervino para recordar que no se permitía aquella clase de preguntas. Entonces me examinó el cuerpo, como lo hacen los médicos. Tenía las manos heladas. Si el suboficial de guardia se las hubiera tocado lo habría echado de la pieza. Pero yo no dije nada, pues su nerviosismo y la posibilidad de que fuera un reportero me producían una gran simpatía. Antes de que se cumplieran los quince minutos del permiso salió disparado con los dibujos.
¡La que se armó al día siguiente! Los dibujos aparecieron en la primera página de «El Tiempo», con flechas y letreros. «Aquí iba yo», decía un letrero, con una flecha que señalaba el puente del buque. Era un error, porque yo no iba en el puente, sino en la popa. Pero los dibujos eran míos.
Me dijeron que rectificara. Que podía demandarlo. Me pareció absurdo. Yo sentía una gran admiración por un reportero que se disfrazaba de médico para poder entrar en un hospital militar. Si él hubiera encontrado la manera de hacerme saber que era un reportero yo habría sabido cómo alejar al suboficial de guardia. Porque la verdad es que ese día yo ya tenía permiso para contar la historia.