Nunca creí que un hombre se convirtiera en héroe por estar diez días en una balsa, soportando el hambre y la sed. Yo no podía hacer otra cosa. Si la balsa hubiera sido una balsa dotada con agua, galletas empacadas a presión, brújula e instrumentos de pesca, seguramente estaría tan vivo como lo estoy ahora. Pero habría una diferencia: no habría sido tratado como un héroe. De manera que el heroísmo, en mi caso, consiste exclusivamente en no haberme dejado morir de hambre y de sed durante diez días.
Yo no hice ningún esfuerzo por ser héroe. Todos mis esfuerzos fueron por salvarme. Pero como la salvación vino envuelta en una aureola, premiada con el título de héroe como un bombón con sorpresa, no me queda otro recurso que soportar la salvación, como había venido, con heroísmo y todo.
Se me pregunta cómo se siente un héroe. Nunca sé qué responder. Por mi parte, yo me siento lo mismo que antes. No he cambiado ni por dentro ni por fuera. Las quemaduras del sol han dejado de dolerme. La herida de la rodilla se ha cicatrizado. Soy otra vez Luis Alejandro Velasco. Y con eso me basta.
Quien ha cambiado es la gente. Mis amigos son ahora más amigos que antes. Y me imagino también que mis enemigos son más enemigos, aunque no creo tenerlos. Cuando alguien me reconoce en la calle se queda mirándome como a un animal raro. Por eso visto de civil, hasta cuando a la gente se le olvide que estuve diez días sin comer ni beber en una balsa.
La primera sensación que se tiene, cuando se empieza a ser una persona importante, es la sensación de que durante todo el día y toda la noche, en cualquier circunstancia, a la gente le gusta que uno le hable de uno mismo. Me di cuenta de eso en el Hospital Naval de Cartagena, donde pusieron un guardia para que nadie hablara conmigo. A los tres días me sentía completamente restablecido, pero no podía salir del hospital. Sabía que cuando me dieran de alta tendría que contarle el cuento a todo el mundo, porque, según me decían los guardias, habían llegado a la ciudad periodistas de todo el país para hacerme reportajes y tomarme fotografías. Uno de ellos, con un impresionante bigote de 20 centímetros de largo, me tomó más de 50 fotografías, pero no se le permitió que me preguntara nada relacionado con mi aventura.
Otro, más audaz, se disfrazó de médico burló la guardia y penetró en mi habitación. Obtuvo una resonante y merecida victoria, pero pasó un mal rato.