Tragándose la historia

La amabilidad de la mujer que me daba de beber no permitía confusiones de ninguna especie. Cada vez que yo trataba de narrar mi historia me decía:

—Estese callado ahora. Después nos cuenta.

Yo me habría comido lo que hubiera tenido a mi alcance. Desde la cocina llegaba al dormitorio el oloroso humo del almuerzo. Pero fueron inútiles todas mis súplicas.

—Después de que lo vea el médico le damos de comer —me respondían.

Pero el médico no llegó. Cada diez minutos me daban cucharaditas de agua de azúcar. La menor de las mujeres, una niña, me enjugó las heridas con paños de agua tibia. El día iba transcurriendo lentamente. Y lentamente iba sintiéndome aliviado. Estaba seguro de que me encontraba entre gente amiga. Si en lugar de darme cucharadas de agua de azúcar hubieran saciado mi hambre, mi organismo no habría resistido el impacto.

El hombre que me encontró en el camino se llama Dámaso Imitela. A las 10 de la mañana del nueve de marzo, el mismo día en que llegué a la playa, viajó al cercano caserío de Mulatos y regresó a la casa del camino en que yo me encontraba con varios agentes de la policía. Ellos también ignoraban la tragedia. En Mulatos nadie conocía la noticia. Allí no llegan los periódicos. En una tienda, donde ha sido instalado un motor eléctrico, hay una radio y una nevera. Pero no se oyen los radioperiódicos. Según supe después, cuando Dámaso Imitela avisó al inspector de policía que me había encontrado exhausto en una playa y que decía pertenecer al destructor «Caldas» se puso en marcha el motor y durante todo el día se estuvieron oyendo los radioperiódicos de Cartagena. Pero ya no se hablaba del accidente. Sólo en las primeras horas de la noche se hizo una breve mención del caso. Entonces, el inspector de policía, todos los agentes y sesenta hombres de Mulatos se pusieron en marcha para prestarme auxilio. Un poco después de las doce de la noche invadieron la casa y me despertaron con sus voces. Me despertaron del único sueño tranquilo que había logrado conciliar en los últimos 12 días.

Antes del amanecer la casa estaba llena de gente. Todo Mulatos —hombres, mujeres y niños— se había movilizado para verme.

Aquel fue mi primer contacto con una muchedumbre de curiosos que en los días sucesivos me seguiría a todas partes. La multitud portaba lámparas y linternas de batería. Cuando el inspector de Mulatos y casi todos sus acompañantes me movieron de la cama, sentí que me desgarraban la piel ardida por el sol. Era una verdadera rebatiña.

Hacía calor. Sentía que me asfixiaba en medio de aquella muchedumbre de rostros protectores. Cuando salí al camino un montón de lámparas y linternas eléctricas enfocó mi rostro. Quedé ciego en medio de los murmullos y de las órdenes del inspector de policía, impartidas en voz alta. Yo no veía la hora de llegar a alguna parte. Desde el día en que me caí del destructor no había hecho otra cosa que viajar con rumbo desconocido. Esa madrugada seguía viajando, sin saber por dónde, sin imaginar siquiera qué pensaba hacer conmigo aquella multitud diligente y cordial.