Sentí que me moriría de angustia. En un momento me vi en aquel sitio, muerto, despedazado por los gallinazos. Pero, luego, volví a oír al perro, cada vez más cerca. El corazón comenzó a darme golpes, a medida que se aproximaban los ladridos. Me apoyé en las palmas de las manos. Levanté la cabeza. Esperé. Un minuto. Dos. Y los ladridos se oyeron cada vez más cercanos. De pronto sólo quedó el silencio. Luego, el batir de las olas y el rumor del viento entre los cocoteros. Después, en el minuto más largo que recuerdo en mi vida, apareció un perro escuálido, seguido por un burro con dos canastos. Detrás de ellos venía un hombre blanco, pálido, con sombrero de caña y los pantalones enrollados hasta la rodilla. Tenía una carabina terciada a la espalda.
Tan pronto como apareció en la vuelta del camino me miró con sorpresa. Se detuvo. El perro, con la cola levantada y recta, se acercó a olfatearme. El hombre permaneció inmóvil, en silencio. Luego, bajó la carabina, apoyó la culata en tierra y se quedó mirándome.
No sé por qué, pensaba que estaba en cualquier parte del Caribe menos en Colombia. Sin estar muy seguro de que me entendiera, decidí hablar en español.
—¡Señor, ayúdeme! —le dije.
Él no contestó en seguida. Continuó examinándome enigmáticamente, sin parpadear, con la carabina apoyada en el suelo. «Lo único que le falta ahora es que me pegue un tiro», pensé fríamente. El perro me lamía la cara, pero ya no tenía fuerzas para esquivarle.
—¡Ayúdeme! —repetí, ansioso, desesperado, pensando que el hombre no me entendía.
—¿Qué le pasa? —me preguntó con acento amable.
Cuando oí su voz me di cuenta de que más que la sed, el hambre y la desesperación, me atormentaba el deseo de contar lo que me había pasado. Casi ahogándome con las palabras, le dije sin respirar:
—Yo soy Luis Alejandro Velasco, uno de los marineros que se cayeron el 28 de febrero del destructor «Caldas», de la Armada Nacional.
Yo creí que todo el mundo estaba obligado a conocer la noticia. Creí que tan pronto como dijera mi nombre el hombre se apresuraría a ayudarme. Sin embargo, no se inmutó, Continuó en el mismo sitio, mirándome, sin preocuparse siquiera del perro, que me lamía la rodilla herida.
—¿Es marinero de gallinas? —me preguntó, pensando tal vez en las embarcaciones de cabotaje que trafican con cerdos y aves de corral.
—No. Soy marinero de guerra.
Sólo entonces el hombre se movió. Se terció de nuevo la carabina a la espalda, se echó el sombrero hacia atrás, y me dijo:
—«Voy a llevar un alambre hasta el puerto y vuelvo por usted».
Sentí que aquella era otra oportunidad que se me escapaba.
—«¿Seguro que volverá?», le dije, con voz suplicante.
El hombre respondió que sí. Que volvía con absoluta seguridad. Me sonrió amablemente y reanudó la marcha detrás del burro. El perro continuó a mi lado, olfateándome. Sólo cuando el hombre se alejaba se me ocurrió preguntarle, casi con un grito:
—¿Qué país es este?
Y él, con una extraordinaria naturalidad me dio la única respuesta que yo no esperaba en aquel instante:
—Colombia.