Una resurrección en tierra extraña

Sólo después de estar nadando desesperadamente durante quince minutos empecé a ver la tierra. Todavía estaba a más de un kilómetro. Pero no me cabía entonces la menor duda de que era la realidad y no un espejismo. El sol doraba la copa de los cocoteros. No había luces en la costa. No había ningún pueblo, ninguna casa visible desde el mar. Pero era tierra firme.

Antes de veinte minutos estaba agotado, pero me sentía seguro de llegar. Nadaba con fe, tratando de no permitir que la emoción me hiciera perder los controles. He estado media vida en el agua, pero nunca como esa mañana del nueve de marzo había comprendido y apreciado la importancia de ser buen nadador. Sintiéndome cada vez con menos fuerza, seguí nadando hacia la costa. A medida que avanzaba veía más claramente el perfil de los cocoteros.

El sol había salido cuando creí que podría tocar fondo. Traté de hacerlo, pero aún había suficiente profundidad. Evidentemente, no me encontraba frente a una playa. El agua era honda hasta muy cerca de la orilla, de manera que tendría que seguir nadando. No sé exactamente cuánto tiempo nadé. Sé que a medida que me acercaba a la costa el sol iba calentando sobre mi cabeza, pero ahora no me torturaba la piel sino que me estimulaba los músculos. En los primeros metros el agua helada me hizo pensar en los calambres. Pero el cuerpo entró en calor rápidamente. Luego, el agua fue menos fría y yo nadaba fatigado, como entre nubes, pero con un ánimo y una fe que prevalecían sobre mi sed y mi hambre.

Veía perfectamente la espesa vegetación a la luz del tibio sol matinal, cuando busqué fondo por segunda vez. Allí estaba la tierra bajo mis zapatos. Es una sensación extraña esa de pisar la tierra después de diez días a la deriva en el mar.

Sin embargo, bien pronto me di cuenta de que aún me faltaba lo peor. Estaba totalmente agotado. No podía sostenerme en pie. La ola de resaca me empujaba con violencia hacia el interior. Tenía apretada entre los dientes la medalla de la Virgen del Carmen. La ropa, los zapatos de caucho, me pesaban terriblemente. Pero aun en esas tremendas circunstancias se tiene pudor. Pensaba que dentro de breves momentos podría encontrarme con alguien. Así que seguí luchando contra las olas de resaca, sin quitarme la ropa, que me impedía avanzar, a pesar de que sentía que estaba desmayándome a causa del agotamiento.

El agua me llegaba más arriba de la cintura. Con un esfuerzo desesperado logré llegar hasta cuando me llegaba a los muslos. Entonces decidí arrastrarme. Clavé en tierra los rodillas y las palmas de las manos y me impulsé hacia adelante. Pero fue inútil. Las olas me hacían retroceder. La arena menuda y acerada me lastimó la herida de la rodilla. En ese momento yo sabía que estaba sangrando, pero no sentía dolor. Las yemas de mis dedos estaban en carne viva. Aun sintiendo la dolorosa penetración de la arena entre las uñas clavé los dedos en la tierra y traté de arrastrarme. De pronto me asaltó otra vez el terror: la tierra, los cocoteros dorados bajo el sol, empezaron a moverse frente a mis ojos. Creí que estaba sobre arena movediza, que me estaba tragando la tierra.

Sin embargo, aquella impresión debió de ser una ilusión ocasionada por mi agotamiento. La idea de que estaba sobre arena movediza me infundió un ánimo desmedido —el ánimo del terror— y dolorosamente, sin piedad y por mis manos descarnadas, seguí arrastrándome contra las olas. Diez minutos después todos los padecimientos, el hambre y la sed de diez días, se habían encontrado atropelladamente en mi cuerpo. Me extendí, moribundo, sobre la tierra dura y tibia, y estuve allí sin pensar en nada, sin dar gracias a nadie, sin alegrarme siquiera de haber alcanzado a fuerza de voluntad, de esperanza y de implacable deseo de vivir, un pedazo de playa silenciosa y desconocida.