No era un remo para una balsa como aquella. Era un pedazo de palo. Ni siquiera me servía de sonda para tratar de averiguar la profundidad del agua. Durante los primeros minutos, con la extraña fuerza que me imprimió la emoción, logré avanzar un poco. Pero luego me sentí agotado, levanté el remo un instante, contemplando la exuberante vegetación que crecía frente a mis ojos, y vi que una corriente paralela a la costa impulsaba la balsa hacia los acantilados.
Lamenté haber perdido mis remos. Sabía que uno de ellos, entero y no destrozado por los tiburones como el que llevaba en la mano, habría podido dominar la corriente. Por instantes pensé que tendría paciencia para esperar a que la balsa llegara a los acantilados. Brillaban bajo el primer sol de la mañana como una montaña de agujas metálicas. Por fortuna estaba tan desesperado por sentir la tierra firme bajo mis pies que sentí lejana la esperanza. Más tarde supe que eran las rompientes de Punta Caribana, y que de haber permitido que la corriente me arrastrara me habría destrozado contra las rocas.
Traté de calcular mis fuerzas. Necesitaba nadar dos kilómetros para alcanzar la costa. En buenas condiciones puedo nadar dos kilómetros en menos de una hora. Pero no sabía cuánto tiempo podía nadar después de diez días sin comer nada más que un pedazo de pescado y una raíz, con el cuerpo ampollado por el sol y la rodilla herida. Pero aquella era mi última oportunidad. No tuve tiempo de pensarlo. No tuve tiempo de acordarme de los tiburones. Solté el remo, cerré los ojos y me arrojé al agua.
Al contacto del agua helada me reconforté. Desde el nivel del mar perdí la visión de la costa. Tan pronto como estuve en el agua me di cuenta de que había cometido dos errores: no me había quitado la camisa ni me había ajustado los zapatos. Traté de no hundirme. Fue eso lo primero que tuve que hacer, antes de empezar a nadar. Me quité la camisa y me la amarré fuertemente alrededor de la cintura. Luego, me apreté los cordones de los zapatos. Entonces sí empecé a nadar. Primero desesperadamente. Luego con más calma, sintiendo que a cada brazada se me agotaban las fuerzas, y ahora sin ver la tierra.
No había avanzado cinco metros cuando sentí que se me reventó la cadena con la medalla de la Virgen del Carmen. Me detuve. Alcancé a recogerla cuando empezaba a hundirme en el agua verde y revuelta. Como no tenía tiempo de guardármela en los bolsillos la apreté con fuerza entre los dientes y seguí nadando.
Ya me sentía sin fuerzas y, sin embargo, aún no veía la tierra. Entonces volvió a invadirme el terror: acaso, ciertamente, la tierra había sido otra alucinación. El agua fresca me había reconfortado y yo estaba otra vez en posesión de mis sentidos, nadando desesperadamente hacia la playa de una alucinación. Ya había nadado mucho. Era imposible regresar en busca de la balsa.