En medio de aquel sol metálico, de aquella desesperación, de aquella sed que por primera vez empezaba a ser insoportable, me sucedió una cosa increíble: en el centro de la balsa, enredada entre los cabos de la malla, había una raíz roja, como esas raíces que machacan en Boyacá para hacer color, y cuyo nombre no recuerdo. No sé desde cuándo estaba allí. Durante mis nueve días en el mar no había visto una brizna de hierba en la superficie. Y, sin embargo, sin que supiera cómo, aquella raíz estaba allí, enredada en los cabos de la malla, como otro anuncio inequívoco de la tierra que no veía por ningún lado.
Tenía como 30 centímetros de longitud. Hambriento, pero ya sin fuerzas para pensar en mi hambre, mordí despreocupadamente la raíz. Me supo a sangre. Soltaba un aceite espeso y dulce que me refrescó la garganta. Pensé que tenía sabor de veneno. Pero seguí comiendo, devorando el pedazo de palo retorcido, hasta cuando no quedó ni una astilla.
Cuando terminé de comer no me sentí más aliviado. Se me ocurrió que aquello era una rama de olivo, porque me acordé de la historia sagrada: cuando Noé echó a volar la paloma, el animal regresó al arca con una rama de olivo, señal de que el agua había vuelto a desocupar la tierra. Yo pensaba que la rama de olivo de la paloma era como aquella con que acababa de distraer mi hambre de nueve días.
Puede esperarse un año en el mar, pero hay un día en que ya es imposible soportar una hora más. El día anterior había pensado que amanecería en tierra firme. Habían transcurrido 24 horas y sólo seguía viendo agua y cielo. Ya no esperaba nada. Era mi novena noche en el mar. «Nueve noches de muerto», pensé con terror, seguro de que a esa hora mi casa del barrio Olaya, en Bogotá, estaba llena de amigos de la familia. Era la última noche de mis velaciones. Mañana desarmarían el altar y poco a poco se irían acostumbrando a mi muerte.
Nunca hasta esa noche había perdido una remota esperanza de que alguien se acordara de mi y tratara de rescatarme. Pero cuando recordé que aquella debía ser para mi familia la novena noche de mi muerte, la última de mis velaciones, me sentí completamente olvidado en el mar. Y pensé que nada mejor podía ocurrirme que morir. Me acosté en el fondo de la balsa. Quise decir en voz alta:
«Ya no me levanto más». Pero la voz se me apagó en la garganta. Me acordé del colegio. Me llevé a la boca la medalla de la Virgen del Carmen y me puse a rezar mentalmente, como suponía que a esa hora lo estaba haciendo mi familia en mi casa. Entonces me sentí bien, porque sabía que me estaba muriendo.