¡Barco a la vista!

Durante la noche cruzaba un remo en la balsa y trataba de dormir. No sé sí eso ocurriría solamente cuando estaba dormido o también, cuando estaba despierto, pero todas las noches veía a Jaime Manjarrés. Conversábamos breves minutos, sobre cualquier cosa, y luego desaparecía. Ya me había acostumbrado a sus visitas. Cuando salía el sol me imaginaba que eran alucinaciones. Pero de noche no me cabía la menor duda de que Jaime Manjarrés estaba allí, en la borda, conversando conmigo. El también trataba de dormir, en la madrugada del quinto día. Cabeceaba en silencio, recostado en el otro remo. De pronto se puso a escrutar el mar. Me dijo:

—¡Mira!

Yo levanté la vista. Como a 30 kilómetros de la balsa, avanzando en el mismo sentido de la brisa, vi las intermitentes pero inconfundibles luces de un barco.

Hacía horas que no me sentía con fuerzas para remar. Pero al ver las luces me incorporé en la balsa, sujeté fuertemente los remos y traté de dirigirme hacia el barco. Lo veía avanzar lentamente, y por un instante no sólo vi las luces del mástil, sino la sombra del mismo avanzando contra los primeros resplandores del amanecer.

La brisa me ofrecía una fuerte resistencia. A pesar de que remé con desesperación, con una fuerza que no me pertenecía después de más de cuatro días sin comer ni dormir, creo que no logré desviar la balsa ni un metro de la dirección que le imprimía la brisa.

Las luces eran cada vez más lejanas, empecé a sudar. Empecé a sentirme agotado. A los veinte minutos, las luces habían desaparecido por completo. Las estrellas empezaron a apagarse y el cielo se tiñó de un gris intenso. Desolado en medio del mar, solté los remos, me puse de pie, azotado por el helado viento de la madrugada, y durante breves minutos estuve gritando como un loco.

Cuando vi el sol de nuevo, estaba otra vez recostado en el remo. Me sentía completamente extenuado. Ahora no esperaba la salvación por ningún lado y sentía deseos de morir. Sin embargo, algo extraño me ocurría cuando sentía deseos de morir: inmediatamente empezaba a pensar en un peligro. Ese pensamiento me infundía renovadas fuerzas para resistir.

En la mañana de mi quinto día, estuve dispuesto a desviar la dirección de la balsa, por cualquier medio. Se me ocurrió que si continuaba en dirección a la brisa, llegaría a una isla habitada por caníbales. En Mobile, en una revista cuyo nombre he olvidado, leí el relato de un náufrago que fue devorado por los antropófagos. Pero no era en ese relato en lo que pensaba. Pensaba en «El Marinero Renegado», un libro que leí en Bogotá, hace dos años. Esa es la historia de un marinero que durante la guerra, después de que su barco chocó contra una mina, logró nadar hasta una isla cercana. Allí permanece 24 horas, alimentándose de frutas silvestres, hasta cuando lo descubren los caníbales, lo echan en una olla de agua hirviendo y lo cuecen vivo. Comencé a pensar instantáneamente en esa isla. Ya no podía imaginarme la costa sino como un territorio poblado de caníbales. Por primera vez durante mis cinco días de soledad en el mar, mi terror cambió de dirección: ahora no tenía tanto miedo al mar como a la tierra.

Al medio día estuve recostado en la borda, aletargado por el sol, el hambre y la sed. No pensaba en nada. No tenía sentido del tiempo ni de la dirección. Traté de ponerme en pie, para probar las fuerzas, y tuve la sensación de que no podía con mi cuerpo.

«Este es el momento», pensé. Y, en realidad, me pareció que ese era el momento más temible de todos los que nos había explicado el instructor: el momento de amarrarse a la balsa. Hay un instante en que ya no se siente la sed ni el hambre. Un momento en que no se sienten ni los implacables mordiscos del sol en la piel ampollada. No se piensa. No se tiene ninguna noción de los sentimientos. Pero aún no se pierden las esperanzas. Todavía queda el recurso final de soltar los cabos del enjaretado y amarrarse a la balsa. Durante la guerra muchos cadáveres fueron encontrados así, descompuestos y picoteados por las aves, pero fuertemente amarrados a la balsa.

Pensé que todavía tenía fuerzas para esperar hasta la noche sin necesidad de amarrarme. Me rodé hasta el fondo de la balsa, estiré las piernas y permanecí sumergido hasta el cuello varias horas. Al contacto del sol, la herida de la rodilla empezó a dolerme. Fue como si hubiera despertado. Y como sí ese dolor me hubiera dado una nueva noción de la vida. Poco a poco, al contacto del agua fresca, fui recobrando las fuerzas. Entonces sentía una fuerte torcedura en el estómago y el vientre se me movió, agitado por un rumor largo y profundo. Traté de soportarlo, pero me fue imposible.

Con mucha dificultad me incorporé, me desabroché el cinturón, me desajusté los pantalones y sentí un grande alivio con la descarga del vientre. Era la primera vez en cinco días. Y por primera vez en cinco días los peces, desesperados, golpearon contra la borda, tratando de romper los sólidos cabos de la malla.