Un barco de rescate y una isla de caníbales

Al principio llevaba la cuenta de los días por la recapitulación de los acontecimientos: el primer día, 28 de febrero, fue el del accidente. El segundo el de los aviones. El tercero fue el más desesperante de todos: no ocurrió nada de particular. La balsa avanzó impulsada por la brisa. Yo no tenía fuerzas para remar. El día se nubló, sentí frío y como no veía el sol perdí la orientación. Esa mañana no hubiera podido saber por dónde venían los aviones. Una balsa no tiene popa ni proa. Es cuadrada y a veces navega de lado, gira sobre sí misma imperceptiblemente, y como no hay puntos de referencia no se sabe sí avanza o retrocede.

El mar es igual por todos lados. A veces me acostaba en la parte posterior de la borda, en relación con el sentido en que avanzaba la balsa. Me cubría el rostro con la camisa. Cuando me incorporaba, la balsa había avanzado hacia donde yo me encontraba acostado. Entonces yo no sabía sí la balsa había cambiado de dirección ni si había girado sobre sí misma. Algo semejante me ocurrió con el tiempo después del tercer día.

Al mediodía decidí hacer dos cosas: primero, clavé un remo en uno de los extremos de la balsa, para saber si avanzaba siempre en un mismo sentido. Segundo, hice con las llaves, en la borda, una raya para cada día que pasaba, y marqué la fecha. Tracé la primera raya y puse un número: 28.

Tracé la segunda raya y puse otro número: 29. Al tercer día, junto a la tercera raya, puse el número 30. Fue otra confusión. Yo creí que estábamos en el día 30 y en realidad era el 2 de marzo. Sólo lo advertí al cuarto día, cuando dudé si el mes que acababa de concluir tenía 30 o 31 días. Sólo entonces recordé que era febrero, y aunque ahora parezca una tontería, aquel error me confundió el sentido del tiempo. Al cuarto día ya no estaba muy seguro de mis cuentas en relación con los días que llevaba de estar en la balsa.

¿Eran tres? ¿Eran cuatro? ¿Eran cinco? De acuerdo con las rayas, fuera febrero o marzo, llevaba tres días. Pero no estaba muy seguro, por lo mismo que no estaba seguro de sí la balsa avanzaba o retrocedía. Preferí dejar las cosas como estaban, para evitar nuevas confusiones, y perdí definitivamente las esperanzas de que me rescataran.

Aún no había comido ni bebido. Ya no quería pensar, me costaba trabajo organizar las ideas. La piel, abrasada por el sol, me ardía terriblemente, llena de ampollas. En la Base Naval el instructor nos había advertido que debía procurarse a toda costa no exponer los pulmones a los rayos del sol. Esa era una de mis preocupaciones. Me había quitado la camisa, siempre mojada, y me la había amarrado a la cintura, pues me molestaba su contacto en la piel. Como llevaba cuatro días de sed y ya me era materialmente imposible respirar y sentía un dolor profundo en la garganta, en el pecho y debajo de las clavículas, al cuarto día tomé un poco de agua salada. Esa agua no calma la sed, pero refresca. Había demorado tanto tiempo en tomarla porque sabía que la segunda vez debía tomar menos cantidad, y sólo cuando hubieran transcurrido muchas horas.

Todos los días, con asombrosa puntualidad, los tiburones llegaban a las cinco. Había entonces un festín en torno a la balsa. Peces enormes saltaban fuera del agua y pocos momentos después resurgían destrozados. Los tiburones, enloquecidos, se precipitaban sordamente contra la superficie sanguinolenta. Todavía no habían tratado de romper la balsa, pero se sentían atraídos por ella porque era de color blanco. Todo el mundo sabe que los tiburones atacan de preferencia los objetos blancos. El tiburón es miope, de manera que sólo puede ver las cosas blancas o brillantes. Esa era otra recomendación del instructor:

—Hay que esconder las cosas brillantes para no llamar la atención de los tiburones.

Yo no llevaba cosas brillantes. Hasta el cuadrante de mi reloj es oscuro. Pero me habría sentido tranquilo si hubiera tenido cosas blancas para arrojar al agua, lejos de la balsa, en caso de que los tiburones hubieran tratado de saltar por la borda. Por si acaso, desde el cuarto día estuve siempre con el remo listo para defenderme, después de las cinco de la tarde.