Casi a las dos me sentí completamente agotado. Crucé los remos y traté de dormir. En ese momento había aumentado la sed. El hambre no me molestaba. Me molestaba la sed. Me sentí tan cansado que apoyé la cabeza en el remo y me dispuse a morir. Entonces fue cuando vi, sentado en la cubierta del destructor al marinero Jaime Manjarrés, que me mostraba con el índice la dirección del puerto. Jaime Manjarrés, bogotano, es uno de mis amigos más antiguos en la marina. Con frecuencia pensaba en los compañeros que trataron de abordar la balsa. Me preguntaba si habrían alcanzado la otra balsa, si el destructor los había recogido o si los habían localizado los aviones. Pero nunca había pensado en Jaime Manjarrés. Sin embargo, tan pronto como cerraba los ojos aparecía Jaime Manjarrés, sonriente, primero señalándome la dirección del puerto y luego sentado en el comedor, frente a mí, con un plato de frutas y huevos revueltos en la mano.
Al principio fue un sueño. Cerraba los ojos, dormía durante breves minutos y aparecía siempre, puntual y en la misma posición, Jaime Manjarrés. Por fin decidí hablarle.
No recuerdo qué le pregunté en esa primera ocasión. No recuerdo tampoco qué me respondió. Pero sé que estábamos conversando en la cubierta y de pronto vino el golpe de la ola, la ola fatal de las 11.55, y desperté sobresaltado, agarrándome con todas mis fuerzas al enjaretado para no caer al mar.
Pero antes del amanecer se oscureció el cielo. No pude dormir más porque me sentía agotado, incluso para dormir. En medio de las tinieblas dejé de ver el otro extremo de la balsa. Pero seguí mirando hacia la oscuridad, tratando de penetrarla. Entonces fue cuando vi perfectamente, en el extremo de la borda, a Jaime Manjarrés, sentado, con su uniforme de trabajo: pantalón y camisa azules, y la gorra ligeramente inclinada sobre la oreja derecha, en la que se leía claramente, a pesar de la oscuridad: «A.R.C. Caldas».
—Hola —le dije sin sobresaltarme. Seguro de que Jaime Manjarrés estaba allí. Seguro de que allí había estado siempre.
Sí esto hubiera sido un sueño no tendría ninguna importancia. Sé que estaba completamente despierto, completamente lúcido, y que oía el silbido del viento y el ruido del mar sobre mi cabeza. Sentía el hambre y la sed. Y no me cabía la menor duda de que Jaime Manjarrés viajaba conmigo en la balsa.
—¿Por qué no tomaste bastante agua en el buque? —me preguntó.
—Porque estábamos llegando a Cartagena —le respondí. Estaba acostado en la popa con Ramón Herrera.
No era una aparición. Yo no sentía miedo. Me parecía una tontería que antes me hubiera sentido solo en la balsa, sin saber que otro marinero estaba conmigo.
—¿Por qué no comiste? —me preguntó Jaime Manjarrés.
Recuerdo perfectamente que le dije:
—Porque no quisieron darme comida. Pedí manzanas y helados y no quisieron dármelos. No sé dónde los tenían escondidos.
Jaime Manjarrés no respondió nada. Estuvo silencioso un momento. Volvió a señalarme hacia donde quedaba Cartagena. Yo seguí la dirección de su mano y vi las luces del puerto, las boyas de la bahía bailando sobre el agua. «Ya llegamos», dije, y seguí mirando intensamente las luces del puerto, sin emoción, sin alegría, como si estuviera llegando después de un viaje normal. Le pedí a Jaime Manjarrés que remáramos un poco. Pero ya no estaba ahí. Se había ido. Yo estaba solo en la balsa y las luces del puerto eran los primeros rayos del sol. Los primeros rayos de mi tercer día de soledad en el mar.