¡Me habían visto!

Antes de cinco minutos, el mismo avión negro volvió a pasar en la dirección contraria, a igual altura que la primera vez. Volaba inclinado sobre el ala izquierda y en la ventanilla de ese lado vi de nuevo, perfectamente, al hombre que examinaba el mar con los binóculos. Volví a agitar la camisa. Ahora no la agitaba desesperadamente. La agitaba con calma, no como sí estuviera pidiendo auxilio, sino como lanzando un emocionado saludo de agradecimiento a mis descubridores.

A medida que avanzaba me pareció que iba perdiendo altura. Por un momento estuvo volando en línea recta, casi al nivel del agua. Pensé que estaba acuatizando y me preparé a remar hacía el lugar en que descendiera. Pero un instante después volvió a tomar altura, dio la vuelta y pasó por tercera vez sobre mi cabeza. Entonces no agité la camisa con desesperación. Aguardé que estuviera exactamente sobre la balsa. Le hice una breve señal y esperé que pasara de nuevo, cada vez más bajo. Pero ocurrió todo lo contrarío: tomó altura rápidamente y se perdió por donde había aparecido. Sin embargo, no tenía por qué preocuparme. Estaba seguro de que me habían visto. Era imposible que no me hubieran visto, volando tan bajo y exactamente sobre la balsa. Tranquilo, despreocupado y feliz, me senté a esperar.

Esperé una hora. Había sacado una conclusión muy importante: el punto donde aparecieron los primeros aviones estaba sin duda sobre Cartagena. El punto por donde desapareció el avión negro estaba sobre Panamá. Calculé que remando en línea recta, desviándome un poco de la dirección de la brisa llegaría aproximadamente al balneario de Tolú. Ese era más o menos el punto intermedio entre los dos puntos por donde desaparecieron los aviones.

Había calculado que en una hora estarían rescatándome. Pero la hora pasó sin que nada ocurriera en el mar azul, limpio y perfectamente tranquilo. Pasaron dos horas más. Y otra y otra, durante las cuales no me moví un segundo de la borda. Estuve tenso, escrutando el horizonte sin pestañear. El sol empezó a descender a las cinco de la tarde. Aún no perdía las esperanzas, pero comencé a sentirme intranquilo. Estaba seguro de que me habían visto desde el avión negro, pero no me explicaba cómo había transcurrido tanto tiempo sin que vinieran a rescatarme. Sentía la garganta seca. Cada vez me resultaba más difícil respirar. Estaba distraído, mirando el horizonte, cuando, sin saber por qué, di un salto y caí en el centro de la balsa. Lentamente, como cazando una presa, la aleta dé un tiburón se deslizaba a lo largo de la borda.