Yo tuve un compañero a bordo de la balsa

Agité la camisa desesperadamente, durante cinco minutos por lo menos. Pero pronto me di cuenta de que me había equivocado: el avión no venía hacia la balsa. Cuando vi crecer el punto negro me pareció que pasaría por encima de mi cabeza. Pero pasó muy distante y a una altura desde la cual era imposible que me vieran. Luego dio una larga vuelta, tomó la dirección de regreso y empezó a perderse en el mismo lugar del cielo por donde había aparecido. De pie en la balsa, expuesto al sol ardiente, estuve mirando el punto negro sin pensar en nada, hasta cuando se borró por completo en el horizonte. Entonces volví a sentarme. Me sentí desgraciado, pero como aún no había perdido la esperanza, decidí tomar precauciones para protegerme del sol. En primer término no debía exponer los pulmones a los rayos solares. Eran las doce del día. Llevaba exactamente 24 horas en la balsa. Me acosté de cara al cielo en la borda y me puse sobre el rostro la camisa húmeda. No traté de dormir porque sabía el peligro que me amenazaba si me quedaba dormido en la borda. Pensé en el avión: no estaba muy seguro de que me estuviera buscando. No me fue posible identificarlo.

Allí, acostado en la borda, sentí por primera vez la tortura de la sed. Al principio fue la saliva espesa y la sequedad en la garganta. Me provocó tomar agua del mar, pero sabía que me perjudicaba. Podría tomar un poco, más tarde. De pronto me olvidé de la sed. Allí mismo, sobre mi cabeza, más fuerte que el ruido de las olas, oí el ruido de otro avión. Emocionado, me incorporé en la balsa. El avión se acercaba, por donde había llegado el otro, pero este venía directamente hacia la balsa. En el instante en que pasó sobre mi cabeza volví a agitar la camisa. Pero iba demasiado alto. Pasó de largo; se fue; desapareció. Luego dio la vuelta y lo vi de perfil sobre el horizonte, volando en la dirección en que había llegado. «Ahora me están buscando», pensé. Y esperé en la borda, con la camisa en la mano, a que llegaran nuevos aviones.

Algo había sacado en claro de los aviones: aparecían y desaparecían por un mismo punto. Eso significaba que allí estaba la tierra. Ahora sabía hacía dónde debía dírigirme. ¿Pero cómo? Por mucho que la balsa hubiera avanzado durante la noche, debía estar aún muy lejos de la costa. Sabía en qué dirección encontrarla, pero ignoraba en absoluto cuánto tiempo debía remar, con aquel sol que empezaba a ampollarme la piel y con aquella hambre que me dolía en el estómago. Y sobre todo, con aquella sed. Cada vez me resultaba más difícil respirar.

A las 12.35, sin que yo hubiera advertido en qué momento, llegó un enorme avión negro, con pontones de acuatizaje, pasó bramando por encima de mi cabeza. El corazón me dio un salto. Lo vi perfectamente. El día era muy claro, de manera que pude ver nítidamente la cabeza de un hombre asomado a la cabina, examinando el mar con un par de binóculos negros. Pasó tan bajo, tan cerca de mi, que me pareció sentir en el rostro el fuerte aletazo de sus motores. Lo identifiqué perfectamente por las letras de sus alas: era un avión del servicio de guardacostas de la Zona del Canal.

Cuando se alejó trepidando hacia el interior del Caribe no dudé un solo instante de que el hombre de los binóculos me había visto agitar la camisa. —«¡Me han descubierto!»—, grité, dichoso, todavía agitando la camisa. Loco de emoción, me puse a dar saltos en la balsa.