La proximidad del mediodía me hizo pensar otra vez en Cartagena. Pensé que era imposible que no hubieran advertido mi desaparición. Hasta llegué a lamentar el haber alcanzado la balsa, pues me imaginé por un instante que mis compañeros habían sido rescatados, y que el único que andaba a la deriva era yo, porque la balsa había sido empujada por la brisa.
Incluso atribuí a la mala suerte el haber alcanzado la balsa.
No había acabado de madurar esa idea cuando creí ver un punto en el horizonte. Me incorporé con la vista fija en aquel punto negro que avanzaba. Eran las once y cincuenta. Miré con tanta intensidad, que en un momento el cielo se llenó de puntos luminosos. Pero el punto negro seguía avanzando, directamente hacia la balsa. Dos minutos después de haberlo descubierto empecé a ver perfectamente su forma. A medida que se acercaba por el cielo, luminoso y azul, lanzaba cegadores destellos metálicos. Poco a poco se fue definiendo entre los otros puntos luminosos. Me dolía el cuello y ya no soportaba el resplandor del cielo en los ojos. Pero seguía mirándolo: era brillante, veloz, y venía directamente hacia la balsa. En ese instante no me sentí feliz. No sentí una emoción desbordada. Sentí una gran lucidez y una serenidad extraordinaria, de pie en la balsa, mientras el avión se acercaba. Calmadamente me quité la camisa. Tenía la sensación de que sabía cuál era el instante preciso en que debía empezar a hacer señas con la camisa.
Permanecí un minuto, dos minutos, con la camisa en la mano, esperando a que el avión se acercara un poco más. Venía directamente hacia la balsa. Cuando levanté el brazo y empecé a agitar la camisa, oía perfectamente, por encima del ruido de las olas, el creciente y vibrante ruido de sus motores.