A las cuatro de la tarde se calmó la brisa. Como no veía nada más que agua y cielo, como no tenía puntos de referencia, transcurrieron más de dos horas antes de que me diera cuenta de que la balsa estaba avanzando. Pero en realidad, desde el momento en que me encontré dentro de ella, empezó a moverse en línea recta, empujada por la brisa, a una velocidad mayor de la que yo habría podido imprimirle con los remos. Sin embargo, no tenía la menor idea sobre mi dirección ni posición. No sabia sí la balsa avanzaba hacia la costa o hacia el interior del Caribe. Esto último me parecía lo más probable, pues siempre había considerado imposible que el mar arrojara a la tierra alguna cosa que hubiera penetrado 200 millas, y menos sí esa cosa era algo tan pesado como un hombre en una balsa.
Durante mis primeras dos horas seguí mentalmente, minuto a minuto, el viaje del destructor. Pensé que si habían telegrafiado a Cartagena, habían dado la posición exacta del lugar en que ocurrió el accidente, y que desde ese momento habían enviado aviones y helicópteros a rescatarnos. Hice mis cálculos: antes de una hora los aviones estarían allí, dando vueltas sobre mi cabeza.
A la una de la tarde me senté en la balsa a escrutar el horizonte. Solté los tres remos y los puse en el interior, listo a remar en la dirección en que aparecieran los aviones. Los minutos eran largos e intensos. El sol me abrasaba el rostro y las espaldas y los labios me ardían, cuarteados por la sal. Pero en ese momento no sentía sed ni hambre. La única necesidad que sentía era la de que aparecieran los aviones. Ya tenía mi plan: cuando los viera aparecer trataría de remar hacia ellos, luego, cuando estuvieran sobre mí, me pondría de pie en la balsa y les haría señales con la camisa. Para estar preparado, para no perder un minuto, me desabotoné la camisa y seguí sentado en la borda, escrutando el horizonte por todos lados, pues no tenía la menor idea de la dirección en que aparecerían los aviones.
Así llegaron las dos. La brisa seguía aullando, y por encima del aullido de la brisa yo seguía oyendo la voz de Luis Rengifo: «Gordo, rema para este lado». La oía con perfecta claridad, como si estuviera allí, a dos metros de distancia, tratando de alcanzar el remo. Pero yo sabía que cuando el viento aúlla en el mar, cuando las olas se rompen contra los acantilados, uno sigue oyendo las voces que recuerda. Y las sigue oyendo con enloquecedora persistencia: «Gordo, rema para este lado».
A las tres empecé a desesperarme. Sabía que a esa hora el destructor estaba en los muelles de Cartagena. Mis compañeros, felices por el regreso, se dispersarían dentro de pocos momentos por la ciudad. Tuve la sensación de que todos estaban pensando en mí, y esa idea me infundió ánimo y paciencia para esperar hasta las cuatro. Aunque no hubieran telegrafiado, aunque no se hubieran dado cuenta de que caímos al agua, lo habrían advertido en el momento de atracar, cuando toda la tripulación debía de estar en cubierta.
Eso pudo ser a las tres, a más tardar; inmediatamente habrían dado el aviso. Por mucho que hubieran demorado los aviones en despegar, antes de media hora estarían volando hacía el lugar del accidente. Así que a las cuatro —a más tardar a las cuatro y media— estarían volando sobre mi cabeza. Seguí escrutando el horizonte, hasta cuando cesó la brisa y me sentí envuelto en un inmenso y sordo rumor. Sólo entonces dejé de oír el grito de Luis Rengifo.