La última vez que Luis Rengifo me preguntó la hora, en el destructor, eran las once y media. Vi nuevamente la hora a las once y cincuenta, y todavía no había ocurrido la catástrofe. Cuando miré el reloj en la balsa, eran las doce en punto. Me pareció que hacía mucho tiempo que todo había ocurrido, pero en realidad sólo habían transcurrido diez minutos desde el instante en que vi por última vez el reloj, en la popa del destructor, y el instante en que alcancé la balsa, y traté de salvar a mis compañeros, y me quedé allí, inmóvil, de pie en la balsa, viendo el mar vacío, oyendo el cortante aullido del viento y pensando que transcurrirían por lo menos dos o tres horas antes de que vinieran a rescatarme.
«Dos o tres horas», calculé. Me pareció un tiempo desproporcionadamente largo para estar solo en el mar. Pero traté de resignarme. No tenía alimentos ni agua y pensaba que antes de las tres de la tarde la sed sería abrasadora. El sol me ardía en la cabeza, me empezaba a quemar la piel, seca y endurecida por la sal. Como en la caída había perdido la gorra, volví a mojarme la cabeza y me senté al borde de la balsa, mientras venían a rescatarme.
Sólo entonces sentí el dolor en la rodilla derecha. Mi grueso pantalón de dril azul estaba mojado, de manera que me costó trabajo enrollarlo hasta más arriba de la rodilla. Pero cuando lo logré me sentí sobresaltado: tenía una herida honda, en forma de medialuna, en la parte inferior de la rodilla. No sé sí tropecé con el borde del barco. No sé si me hice la herida al caer al agua. Sólo sé que no me di cuenta de ella sino cuando ya estaba sentado en la balsa, y que a pesar de que me ardía un poco, había dejado de sangrar y estaba perfectamente seca, me imagino que a causa de la sal marina. Sin saber en qué pensar, me puse a hacer un inventario de mis cosas. Quería saber con qué contaba en la soledad del mar. En primer término, contaba con mi reloj, que funcionaba a precisión y que no podía dejar de mirar a cada dos, tres minutos. Tenía, además de mi anillo de oro, comprado en Cartagena el año pasado, mi cadena con la medalla de la Virgen del Carmen, también comprada en Cartagena a otro marino por treinta y cinco pesos. En los bolsillos no tenía más que las llaves de mi armario del destructor, y tres tarjetas que me dieron en un almacén de Mobile, un día del mes de enero en que fui de compras con Mary Address. Como no tenía nada que hacer, me puse a leer las tarjetas para distraerme mientras me rescataban. No sé por qué me pareció que eran como un mensaje en clave que los náufragos echan al mar dentro de una botella. Y creo que si en ese instante hubiera tenido una botella, hubiera metido dentro una de las tarjetas, jugando al náufrago, para tener esa noche algo divertido que contarles a mis amigos en Cartagena.