Viendo, ahogarse a cuatro de mis compañeros

Mí primera impresión fue la de estar absolutamente solo en la mitad del mar. Sosteniéndome a flote vi que otra ola reventaba contra el destructor, y que éste, como a 200 metros del lugar en que me encontraba, se precipitaba en un abismo y desaparecía de mi vista. Pensé que se había hundido. Y un momento después, confirmando mi pensamiento, surgieron en torno a mi numerosas cajas de la mercancía con que el destructor había sido cargado en Mobile. Me sostuve a flote entre cajas de ropa, radios, neveras y toda clase de utensilios domésticos que saltaban confusamente, batidos por las olas. No tuve en ese instante ninguna idea precisa de lo que estaba sucediendo. Un poco atolondrado, me aferré a una de las cajas flotantes y estúpidamente me puse a contemplar el mar.

El día era de una claridad perfecta. Salvo el fuerte oleaje producido por la brisa y la mercancía dispersa en la superficie, no había nada en ese lugar que pareciera un naufragio.

De pronto comencé a oír gritos cercanos. A través del cortante silbido del viento reconocí perfectamente la voz de Julio Amador Caraballo, el alto y bien plantado segundo contramaestre, que le gritaba a alguien:

—Agárrese de ahí, por debajo del salvavidas.

Fue como si en ese instante hubiera despertado de un profundo sueño de un minuto. Me di cuenta de que no estaba solo en el mar. Allí, a pocos metros de distancia, mis compañeros se gritaban unos a otros, manteniéndose a flote. Rápidamente comencé a pensar. No podía nadar hacia ningún lado. Sabía que estábamos a casi 200 millas de Cartagena, pero tenía confundido el sentido de la orientación. Sin embargo, todavía no sentía miedo. Por un momento pensé que podría estar aferrado a la caja indefinidamente, hasta cuando vinieran en nuestro auxilio. Me tranquilizaba saber que alrededor de mi otros marinos se encontraban en iguales circunstancias. Entonces fue cuando vi la balsa.

Eran dos, aparejadas, como a siete metros de distancia la una de la otra. Aparecieron inesperadamente en la cresta de una ola, del lado donde gritaban mis compañeros. Me pareció extraño que ninguno de ellos hubiera podido alcanzarlas. En un segundo, una de las balsas desaparecía de mi vista. Vacilé entre correr el riesgo de nadar hacia la otra o permanecer seguro, agarrado a la caja. Pero antes de que hubiera tenido tiempo de tomar una determinación, me encontré nadando hacia la última balsa visible, cada vez más lejana. Nadé por espacio de tres minutos. Por un instante dejé de ver la balsa, pero procuré no perder la dirección. Bruscamente, un golpe de la ola la puso al lado mío, blanca, enorme y vacía. Me agarré con fuerza al enjaretado y traté de saltar al interior. Sólo lo logré a la tercera tentativa. Ya dentro de la balsa, jadeante, azotado por la brisa, implacable y helada, me incorporé trabajosamente. Entonces vi a tres de mis compañeros alrededor de la balsa, tratando de alcanzarla.

Los reconocí al instante. Eduardo Castillo, el almacenista, se agarraba fuertemente al cuello de Julio Amador Caraballo. Este, que estaba de guardia efectiva cuando ocurrió el accidente, tenía puesto el salvavidas. Gritaba: «Agárrese duro, Castillo». Flotaban entre la mercancía dispersa, como a diez metros de distancia.

Del otro lado estaba Luis Rengifo. Pocos minutos antes lo había visto en el destructor, tratando de sobresalir con los auriculares levantados en la mano derecha. Con su serenidad habitual, con esa confianza de buen marinero con que decía que antes que él se marearía el mar, se había quitado la camisa para nadar mejor, pero había perdido el salvavidas. Aunque no lo hubiera visto, lo habría reconocido por su grito:

—Gordo, rema para este lado.

Rápidamente agarré los remos y traté de acercarme a ellos. Julio Amador, con Eduardo Castillo fuertemente colgado del cuello, se aproximaba a la balsa. Mucho más allá, pequeño y desolado, vi al cuarto de mis compañeros: Ramón Herrera, que me hacía señas con la mano, agarrado a una caja.