Cuando un buque zarpa se le da la orden: «Servicio personal a sus puestos de buque». Cada uno permanece en su puesto hasta cuando la nave sale del puerto. Silencioso en mi puesto, frente a la torre de los torpedos, yo veía perderse en la niebla las luces de Mobile, pero no pensaba en Mary. Pensaba en el mar. Sabía que al día siguiente estaríamos en el golfo de México y que por esta época del año es una ruta peligrosa. Hasta el amanecer no vi al teniente de fragata Jaime Martínez Diago, segundo oficial de operaciones, que fue el único oficial muerto en la catástrofe. Era un hombre alto, fornido y silencioso, a quien vi en muy pocas ocasiones. Sabía que era natural del Tolíma y una excelente persona.
En cambio, esa madrugada vi al suboficial primero Julio Amador Caraballo, segundo contramaestre, alto y bien plantado, que pasó junto a mí, contempló por un instante las últimas luces de Mobile y se dirigió a su puesto. Creo que fue la última vez que lo vi en el buque.
Ninguno de los tripulantes del «Caldas» manifestaba su alegría del regreso más estrepitosamente que el suboficial Elías Sabogal, jefe de maquinistas. Era un lobo de mar. Pequeño, de piel curtida, robusto y conversador. Tenía alrededor de 40 años y creo que la mayoría de ellos los pasó conversando.
El suboficial Sabogal tenía motivos para estar más contento que nadie. En Cartagena lo esperaban su esposa y sus seis hijos. Pero sólo conocía cinco: el menor había nacido mientras nos encontrábamos en Mobile.
Hasta el amanecer el viaje fue perfectamente tranquilo. En una hora me había acostumbrado nuevamente a la navegación. Las luces de Mobile se perdían en la distancia entre la niebla de un día tranquilo y por el oriente se veía el sol, que empezaba a levantarse.
Ahora no me sentía inquieto, sino fatigado. No había dormido en toda la noche. Tenía sed. Y un mal recuerdo del whisky.
A las seis de la mañana salimos del puerto.
Entonces se dio la orden: «Servicio personal, retirarse. Guardias de mar, a sus puestos».
Tan pronto como oí la orden me dirigí al dormitorio. Debajo de mi litera, sentado, estaba Luis Rengifo, frotándose los ojitos para acabar de despertar.
—¿Por dónde vamos? —me preguntó Luis Rengifo.
Le dije que acabábamos de salir del puerto. Luego subí a mi litera y traté de dormir.
Luis Rengifo era un marino completo. Había nacido en Chocó, lejos del mar, pero llevaba el mar en la sangre. Cuando el «Caldas» entró en reparación en Mobile, Luis Rengifo no formaba parte de su tripulación. Se encontraba en Washington, haciendo un curso de armería. Era serio, estudioso y hablaba el inglés tan correctamente como el castellano.
El 15 de marzo se graduó de ingeniero civil en Washington. Allí se casó, con una dama dominicana, en 1952. Cuando el destructor «Caldas» fue reparado, Luis Rengifo viajó de Washington y fue incorporado a la tripulación. Me había dicho, pocos días antes de salir de Mobile, que lo primero que haría al llegar a Colombia sería adelantar las gestiones para trasladar a su esposa a Cartagena.
Como tenía tanto tiempo de no viajar, yo estaba seguro de que Luis Rengifo sufriría de mareos. Esa primera madrugada de nuestro viaje, mientras se vestía, me preguntó:
—¿Todavía no te has mareado?
Le respondí que no. Rengifo dijo, entonces:
—Dentro de dos o tres horas te veré con la lengua afuera.
—Así te veré yo a ti —le dije. Y él respondió:
—El día que yo me maree, ese día se marea el mar.
Acostado en mi litera, tratando de conciliar el sueño, yo volví a acordarme de la tempestad.
Renacieron mis temores de la noche anterior. Otra vez preocupado, me volví hacía donde Luis Rengifo acababa de vestirse y le dije:
—Ten cuidado. No vaya y sea que la lengua te castigue.