Me desperté con un grito que amortiguaba una palma sudorosa sobre mi boca. Un peso aplastante me dejaba sin aire mientras otra mano se movía por debajo de mi camisón, toqueteando y lastimándome. El pánico se apoderó de mí y me sacudí, pataleando frenéticamente.
No… Por favor, no… Ya basta. Otra vez no.
Resollando como un perro, Nathan me separó las piernas. La cosa dura de entre sus piernas hurgaba a ciegas, chocando contra la cara interna de mis muslos. No podía quitármele de encima. No podía huir.
¡Para! ¡Quítate de encima! No me toques. Oh, Dios… por favor, no me hagas eso… no me hagas daño…
¡Mamá!
Nathan me apretaba con fuerza, aplastándome la cabeza contra la almohada. Cuanto más forcejaba yo, más se excitaba él. Diciéndome entrecortadamente horribles y desagradables palabras al oído, encontró el lugar sensible de entre mis piernas y entró en mí, gruñendo. Me quedé paralizada, atrapada en una espiral de dolor.
Ya verás… —gruñó—… te gustará una vez dentro… pequeña zorra… te gustará…
No podía respirar, trémulos los pulmones con los sollozos, los orificios de la nariz tapados con el talón de su mano. Veía puntitos danzando delante de los ojos; me ardía el pecho. Seguí luchando… necesitaba aire… necesitaba aire desesperadamente…
—¡Eva! ¡Despierta!
Abrí los ojos de golpe al oír aquella voz apremiante. Conseguí soltarme de las manos que me sujetaban los bíceps, consiguiendo liberarme.
Pugné a zarpazos con las sábanas que me inmovilizaban las piernas… desplomándome…
El tremendo impacto contra el suelo me despertó por completo, y de mi garganta brotó un terrible sonido de dolor.
—¡Por Dios, Eva! ¡Maldita sea, no te hagas daño!
Aspiré grandes bocanadas de aire y me precipité hacia el baño a cuatro patas.
Gideon me cogió y me sujetó contra su pecho.
—Eva.
—Arcadas —dije con voz entrecortada, poniéndome una mano en la boca al agitárseme el estómago.
—Ya te tengo —dijo con tono grave, llevándome en brazos con enérgicas zancadas. Me llevó al baño y levantó la tapa del inodoro.
Arrodillándose a mi lado, me sujetó el pelo hacia atrás mientras yo vomitaba, acariciándome arriba y abajo la espalda.
—Shh…, cielo —murmuraba una y otra vez—. No pasa nada. Estás a salvo.
Cuando ya no me quedaba nada en el estómago, tiré de la cadena y apoyé la frente, empapada de sudor, en el antebrazo, procurando concentrarme en cualquier cosa menos en los últimos rastros del sueño.
—Nena.
Volví la cabeza y vi a Cary de pie en el umbral del baño, con un ceño que le echaba a perder su hermoso rostro. Estaba completamente vestido con unos vaqueros sueltos y una camiseta henley, lo cual hizo que me diera cuenta de que Gideon también estaba vestido. Se había desprendido del traje con anterioridad, cuando volvimos a mi apartamento, pero no llevaba el chándal que se había puesto entonces. En su lugar, vestía unos vaqueros y una camiseta negra.
Desorientada por el aspecto de los dos, eché un vistazo a mi reloj y vi que era pasada la medianoche. —¿Qué estáis haciendo, chicos?
—Yo acabo de llegar —dijo Cary—. Y me he encontrado con Cross cuando subía.
Miré a Gideon, cuyo gesto de preocupación no tenía nada que envidiar al de mi compañero de piso.
—¿Has salido?
Gideon me ayudó a ponerme en pie.
—Ya te dije que aún tenía cosas que hacer.
¿Hasta medianoche?
—¿Qué cosas?
—Nada importante.
Me desasí de él y me fui al lavabo a cepillarme los dientes. Otro secreto. ¿Cuántos tenía? Cary apareció a mi lado, su mirada se cruzó con la mía en el reflejo de mi espejo de aumento. —Hacía mucho tiempo que no tenías un mal sueño. Al mirar yo sus preocupados ojos verdes, le dejé ver lo agotada que estaba. Me dio un apretón en el hombro para tranquilizarme.
—Nos lo tomaremos con calma este fin de semana. Cargaremos las pilas. A los dos nos hace falta. ¿Estarás bien esta noche?
—Me tiene a mí. —Gideon se levantó de su asiento en el borde de la bañera, donde se había quitado las botas.
—Eso no quiere decir que yo no esté aquí. —Cary me dio un beso rápido en la sien—. Grita si me necesitas.
La mirada que me lanzó antes de salir de la habitación lo decía todo… No se sentía muy cómodo con Gideon durmiendo en casa. La verdad era que yo tenía mis reservas también. Pensaba que el recelo que producía ese trastorno del sueño de Gideon estaba contribuyendo en gran medida a mi descontrol emocional. Como Cary me había dicho recientemente, el hombre al que amaba era una bomba de relojería, y yo dormía con él.
Me enjuagué la boca y volví a poner el cepillo de dientes en su soporte.
—Necesito una ducha.
Había tomado una antes de sufrir el colapso, pero me sentía sucia otra vez. Tenía la piel impregnada de sudor frío y cuando cerraba los ojos, olía a él, a Nathan.
Gideon abrió el agua, luego empezó a desnudarse, distrayéndome felizmente con la visión de su magnífico cuerpo macizo. Tenía los músculos duros y bien definidos, era de constitución delgada pero poderosa y elegante.
Dejé la ropa donde cayó al suelo y me deslicé bajo la lluvia de agua caliente con un quejido. Él entró detrás de mí; empezó a cepillarme pelo hacia un lado y me besó en el hombro.
—¿Qué tal estás?
—Mejor. —Porque estás cerca.
Me rodeó la cintura con los brazos y dejó escapar una trémula exhalación.
—Yo… ¡Por Dios, Eva! ¿Estabas soñando con Nathan?
Respiré hondo.
—Algún día hablaremos de nuestros sueños, ¿eh?
Inspiró con fuerza, tensando los dedos contra mis caderas.
—Es así, ¿verdad?
—Sí —musité—. Es así.
Estuvimos allí durante un buen rato, rodeados de vapor y secretos, físicamente cercanos pero emocionalmente distantes. Lo detestaba. Sentía unas abrumadoras ganas de llorar y no las reprimí. Me sentaba bien desahogarme. Toda la tensión de aquel largo día parecía abandonarme con los sollozos.
—Cielo… —Gideon se apretó contra mi espalda, rodeándome la cintura con los brazos, sosegándome con el escudo protector de su enorme cuerpo—. No llores… ¡Dios! No puedo soportarlo. Dime qué necesitas, cielo. Dime qué puedo hacer.
—Lávamelo —susurré, apoyándome en él, necesitada del consuelo de su tierna actitud posesiva. Entrelazamos los dedos sobre mi estómago—. Límpiame.
—Lo estás.
Tomé aire trémulamente, moviendo la cabeza.
—Escúchame, Eva. Nadie puede tocarte —dijo con fiereza—. Nadie podrá acercarse a ti. Nunca más.
Apreté los dedos sobre los suyos.
—Tendrán que pasar por encima de mí, Eva. Y eso no ocurrirá nunca.
El dolor que me atenazaba la garganta me impedía hablar. La idea de que Gideon hiciera frente a mi pesadilla… de que viera al hombre que me había hecho aquellas cosas… tensaba aún más el gélido nudo que había sentido en el estómago todo el día.
Gideon alcanzó el champú y yo cerré los ojos, tratando de no pensar en nada, excepto en el hombre cuya única preocupación en aquel momento era yo.
Esperaba con ansia el tacto de sus dedos mágicos. Y cuando llegó, tuve que apoyarme en la pared de delante para no perder el equilibrio. Con ambas palmas apretadas contra el frío azulejo, saboreé entre gemidos el tacto de sus dedos masajeándome el cuero cabelludo.
—¿Te gusta? —preguntó, con voz grave y áspera.
—Siempre.
Me entregué por completo a aquella dicha mientras él me lavaba y suavizaba el pelo, temblando ligeramente cuando me pasaba un peine de púa ancha por mis empapados mechones. Lamenté que hubiera terminado y debí de emitir algún sonido de pesar, porque él se inclinó hacia delante.
—Aún no he terminado —me aseguró.
Me llegó el olor de mi gel baño… entonces…
—Gideon.
Me rendí a la suavidad de sus manos enjabonadas. Me masajeó delicadamente los nódulos de mis hombros, ablandándolos con la presión adecuada de sus pulgares. Luego se empleó a fondo con la espalda… las nalgas… las piernas…
—Me voy a caer… —dije, arrastrando las palabras, ebria de placer.
—Yo te cogeré, cielo. Siempre te cogeré.
El dolor y la humillación de mis recuerdos se evaporaron bajo el reverencial cuidado, desinteresado y paciente, de Gideon. Más que el agua y el jabón, era su tacto el que me liberaba de la pesadilla. Me giré ante su insistencia y contemplé cómo, agachado allí delante, deslizaba las manos por mis pantorrillas, su cuerpo una increíble exhibición de músculo prieto y flexible. Rodeándole la mandíbula con las manos, le alcé la cabeza.
—¡Puedes hacerme tanto bien, Gideon…! —le dije quedamente—. No sé cómo podría olvidarlo. Ni por un minuto siquiera.
Hinchó el pecho al tomar una rápida y profunda bocanada de aire. Se enderezó, deslizando las manos por mis muslos, hasta ponerse a mi altura. Apretó sus labios contra los míos, suavemente. Ligeramente.
—Sé que hoy ha sido un día muy jodido. ¡Mierda!… toda la semana. Ha sido muy difícil para mí también.
—Lo sé. —Le abracé, apretando mi mejilla contra su pecho. Era tan sólido y fuerte… Me encantaba cómo me sentía cuando estaba entre sus brazos.
Notaba su pene grueso y duro entre los dos, y más aún cuando me acurruqué contra él.
—Eva… —carraspeó—. Déjame terminar, cielo.
Le mordisqueé la barbilla y llevé las manos a su perfecto trasero, empujándole hacia mí.
—¿Por qué no empiezas, mejor?
—Esto no iba encaminado hacia ese fin.
Como si pudiera haber terminado de otra manera cuando estábamos desnudos los dos deslizándonos las manos por todas partes. Gideon podía ponerme la mano en la parte inferior de la espalda mientras caminábamos y me excitaba igual que si me la pusiera entre las piernas.
—Bueno… entonces vuelve a repasar, campeón.
Gideon llevó las manos a ambos lados de mi garganta, con los pulgares bajo la barbilla para empujar hacia arriba. Su ceño fruncido le delató, y antes de que pudiera decirme por qué no era buena idea que hiciéramos el amor en ese momento, le cogí la polla con ambas manos.
Emitió un gruñido al tiempo que le daba una sacudida en las caderas.
—Eva…
—Sería una pena desperdiciarlo.
—No puedo fastidiarla contigo. —Sus ojos eran oscuros como zafiros—.
Si alguna te atemorizara al tocarte, me volvería loco.
—Gideon, por favor…
—Yo digo cuándo. —Su voz de mando era inconfundible.
Le solté automáticamente.
Él retrocedió y se alejó, bajando la mano para empuñarse la polla.
Yo me revolvía nerviosa, sin poder apartar la vista de aquella habilidosa mano y sus largos y elegantes dedos. A medida que la distancia entre nosotros se agrandaba, empecé a suspirar, mi cuerpo respondía a la pérdida del suyo. La cálida languidez que él le había infundido con su roce se convirtió en un fuego lento, como si hubiera preparado una hoguera que hubiera sido atizada de repente.
—¿Ves algo que te guste? —ronroneó, masturbándose.
Asombrada de que se burlara de mí después de haberme rechazado, levanté la vista… y me quedé sin respiración.
Gideon ardía también. No se me ocurría otra palabra para describirle. Me miraba con los párpados cargados, como si quisiera comerme viva.
Se pasó la lengua despacio por la costura de sus labios, como si estuviera saboreándome. Cuando se mordió todo el labio inferior, habría jurado que lo sentí entre mis piernas. Conocía tan bien aquella mirada… lo que venía a continuación… lo fiero que podía ser cuando me deseaba de aquella manera.
Era una mirada que pedía SEXO a gritos. Sexo duro, hondo, interminable, de alucinar. Estaba allí, en el otro extremo de mi ducha, separados los pies, con aquel cuerpo de marcados músculos flexionándose rítmicamente mientras se acariciaba su hermosa polla con unos roces largos y lentos.
Nunca había visto nada tan abiertamente sexual, tan audazmente masculino.
—¡Dios mío! —susurré, fascinada—. ¡Joder, qué caliente eres!
El brillo de sus ojos me decía que era consciente de lo que me estaba haciendo. Deslizó la mano que tenía libre hacia su escalonado abdomen y se apretó el pectoral, dándome envidia.
—¿Podrías correrte mientras me miras?
Entonces caí en la cuenta. Temía tocarme de un modo sexual cuando había pasado tan poco tiempo desde mi pesadilla, temía lo que pudiera ocurrir entre nosotros si me incitaba. Pero estaba dispuesto a montar todo un número para mí —para inspirarme—, de manera que pudiera tocarme a mí misma. La oleada de emoción que sentí en ese momento fue tremenda. Gratitud y afecto, deseo y ternura.
—Te quiero, Gideon.
Cerró los ojos, apretándolos, como si aquellas palabras fueran demasiado para él. Cuando volvió a abrirlos, la fuerza de su voluntad me produjo un estremecimiento de deseo.
—Demuéstramelo.
Rodeaba con la palma de la mano la ancha cabeza de su polla. Apretó, y el arrebol que le cruzó el rostro me llevó a mí a juntar los muslos con fuerza. Se frotó el círculo plano de un pezón. Una, dos veces. Emitió un áspero sonido de placer que me hizo salivar.
El agua que me daba en la espalda y la nube de vapor que se alzaba entre nosotros no hacía sino añadir erotismo a la imagen que él ofrecía. Aceleró el movimiento de la mano, deslizándola rítmicamente arriba y abajo. Era tan larga y gruesa… Indudablemente viril.
Incapaz de aguantar el dolor de mis pezones endurecidos, me llevé ambas manos a los pechos y apreté.
—Eso es, cielo. Muéstrame lo que te hago.
Hubo un momento en el que me pregunté si podría. No hacía mucho que me había sentido avergonzada al hablar cara a cara con Gideon de mi vibrador.
—Mírame, Eva. —Se cogió las pelotas con una mano y la polla con la otra. Estaba descaradamente empalmado.
—No quiero correrme sin ti. Quiero que me acompañes.
Quería estar igual de excitada para él. Quería que suspirara y se sintiera tan necesitado como me sentía yo. Quería que mi cuerpo —mi deseo— se le grabara a fuego en el cerebro como aquella imagen de él quedaría grabada en el mío. Con los ojos clavados en los suyos, deslicé las manos por mi cuerpo.
Observaba sus movimientos… estaba atenta por si le oía quedarse sin aliento… me servía de sus pistas para saber qué le volvía loco. De algún modo era tan íntimo como cuando estaba dentro de mí, quizá más, puesto que estábamos separados y expuestos del todo. Completamente desnudos. Nuestro placer se reflejaba en el otro.
Empezó a decirme lo que quería con esa áspera voz de dios del sexo: —Tírate de los pezones, cielo… Tócate… ¿estás húmeda? Métete los dedos… ¿Notas lo prieta que estás? Un pequeño cielo, apretado y suave, para mi verga… Eres tan jodidamente guapa… tan sexy. La tengo tan dura que me duele… ¿Ves lo que haces conmigo? Voy a correrme entero para ti…
—Gideon —susurré, masajeándome el clítoris en rápidos círculos con la yema de los dedos, ayudándome con el movimiento de las caderas.
—Estoy ahí contigo —dijo con voz ronca, pelándosela con rápidos y brutales movimientos de la mano en su carrera hacia el orgasmo.
A la primera sacudida de mi vagina, grité, temblándome las piernas.
Apoyé una palma contra el cristal de la cabina para no caerme, pues el orgasmo me había dejado sin fuerzas en los músculos. Gideon vino a mí un segundo después, aferrándose a mis caderas de una forma que expresaba avidez y posesión, tensando los dedos con impaciente agitación.
—¡Eva! —bramó, al tiempo que la primera ráfaga de espeso semen se estrellaba en mi vientre—. Joder.
Encorvándose sobre mí, me hundió los dientes en esa zona sensible entre el cuello y el hombro, un sencillo asidero que revelaba la crudeza de su placer. Los bramidos que profería retumbaban en mí, entonces se corrió con todas sus fuerzas, a borbotones, contra mi estómago.
Era poco después de las seis de la mañana cuando salí del dormitorio sigilosamente. Llevaba un rato levantada, viendo dormir a Gideon. Era todo un lujo, pues rara vez conseguía despertarme antes que él. Podía contemplarle sin ninguna preocupación de que se molestara.
Sin hacer ruido recorrí el pasillo hasta llegar al espacio diáfano de la principal zona de estar. Era ridículo que Cary y yo viviéramos en el Upper West Side en un apartamento lo bastante grande como para una familia, pero hacía tiempo que había aprendido a no librar todas las batallas en lo que se refería a discutir con mi madre y mi padrastro sobre mi seguridad.
De ninguna manera iban a cambiar de opinión sobre la ubicación o ciertos aspectos de seguridad como un conserje y una zona de recepción, pero podía aprovecharme de mi colaboración en el tipo de vivienda para conseguir que ellos cedieran en otros puntos.
Estaba en la cocina esperando a que se terminara de hacer el café cuando apareció Cary. Estaba increíble con un chándal gris de la Universidad Estatal de San Diego, el pelo marrón chocolate todo despeinado tras una noche de sueño, y la barba de un día.
—Buenos días, nena —murmuró, plantándome un beso en la sien al pasar.
—Te has levantado pronto.
—Mira quién habla. —Sacó dos tazas del armario, luego la leche semidesnatada del frigorífico. Me acercó las dos cosas y se me quedó mirando—. ¿Qué tal estás?
—Estoy bien. En serio —insistí ante su escéptica mirada—. Gideon me cuidó.
—Vale, ¿pero realmente es tan buena idea si resulta que él es la razón de que estés lo bastante estresada como para tener pesadillas?
Llené dos tazas, añadiendo azúcar a la mía y leche a ambas.
Mientras lo hacía, le hablé de Corinne y la cena en el Waldorf, y la discusión que había tenido con Gideon a propósito de la presencia de aquélla en el Crossfire.
Cary permaneció con la cadera apoyada en el mostrador, las piernas cruzadas en los tobillos y un brazo cruzado en el pecho. Daba sorbos a su café.
—Sin más explicaciones, ¿eh?
Negué con la cabeza, sintiendo el peso del silencio de Gideon.
—¿Y a ti? ¿Qué tal te va?
—¿Vas a cambiar de tema?
—No hay nada más que contar. Es una versión parcial.
—¿Alguna vez dejas de pensar en que quizá siempre tenga secretos?
Frunciendo el ceño, bajé la taza.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que es el hijo de veintiocho años de un estafador suicida, seguidor del esquema Ponzi, y que casualmente es el propietario de un buen pedazo de Manhattan. —Alzó una ceja desafiante—. Piénsalo. ¿Realmente son cosas que puedan excluirse mutuamente?
Bajando la mirada a mi taza, tomé un sorbo y no le confesé que yo me había preguntado eso mismo una o dos veces. La magnitud de la fortuna y del imperio de Gideon era asombrosa, sobre todo teniendo en cuenta su edad.
—No imagino a Gideon timando a gente, no cuando resulta que es un desafío mayor lograr lo que tiene legítimamente.
—Con todos los secretos que tiene, ¿puedes estar segura de que le conoces lo suficiente como para emitir ese juicio subjetivo?
Pensé en el hombre que había pasado la noche conmigo y me sentí tranquila de lo segura que estaba de mi respuesta… al menos de momento.
—Sí.
—De acuerdo, entonces. —Cary se encogió de hombros—. Ayer hablé con el doctor Travis.
Inmediatamente mis pensamientos dieron un giro cuando mencionó a nuestro terapeuta de San Diego.
—¿Ah, sí?
—Sí. La otra noche la cagué de verdad.
Por la agitada forma en que se apartaba el flequillo de la frente, supe que se refería a la orgía con la que me había encontrado.
—Cross le rompió a Ian la nariz y le partió el labio —dijo, recordándome lo violentamente que había respondido Gideon a la grosera proposición del amigo de Cary de que me uniera a ellos—. Ayer vi a Ian y parece como si le hubieran dado en la cara con un ladrillo. Me preguntó quién le había zurrado, para poder presentar cargos.
—Oh. —Por unos instantes me falló la respiración—. ¡Mierda!
—Lo sé. Multimillonarios más demandas judiciales es igual a beaucoup pavos. ¿En qué cojones estaba yo pensando? —Cary cerró los ojos y se los frotó—. Le dije que no sabía quién era tu acompañante, que debía de tratarse de algún tío que te habías ligado y llevado a casa. Cross le atacó por el lado ciego, así que Ian no vio una mierda.
—Las dos chicas que estaban contigo vieron a Gideon perfectamente —repliqué en tono grave.
—Salieron volando por esa puerta. —Cary apuntó hacia el otro lado del salón como si la puerta siguiera reverberando por el portazo— como almas que lleva el diablo. No vinieron a urgencias con nosotros, y ninguno de los dos sabemos quiénes son. Si Ian no se las encuentra, no hay problema.
Noté un escalofrío y me froté el estómago, me encontraba mal otra vez.
—Estaré al tanto de la situación —me aseguró—. La noche entera fue una seria llamada de atención, y hablar sobre ella en psicoterapia me dio cierta perspectiva. Después, fui a ver a Trey. Para disculparme.
Oír el nombre de Trey me entristeció. Yo confiaba en que la prometedora relación de Cary con el estudiante de veterinaria funcionase, pero Cary se había encargado de sabotearla. Como siempre.
—¿Qué tal te fue?
Se encogió de hombros otra vez, pero el movimiento fue incómodo.
—Le hice daño la otra noche porque soy gilipollas. Y ayer volví a hacérselo tratando de hacer lo correcto.
—¿Rompiste la relación? —Le tendí una mano y le apreté la suya cuando la colocó sobre la mía.
—Se ha enfriado bastante. Como el hielo. Quiere que sea gay, y no lo soy.
Resultaba doloroso oír que alguien quería que Cary fuera diferente a como era, porque siempre le había pasado lo mismo. Me costaba entender cuál era la razón. Para mí, era maravilloso tal cual.
—Lo siento mucho, Cary.
—Yo también, porque es un tipo estupendo. Sencillamente ahora mismo no estoy preparado para las exigencias de una relación complicada. Tengo mucho trabajo. Aún no soy lo bastante estable como para que me joroben la cabeza. —Se le fruncieron los labios—. Quizá tú también deberías pensarlo. Acabamos de mudarnos aquí. Los dos aún tenemos cosas que resolver.
Asentí con la cabeza, entendiendo sus razones y sin discrepar, pero decidida a luchar por mi relación con Gideon.
—¿También has hablado con Tatiana?
—No hace falta. —Me pasó un pulgar por los nudillos—. Ella es fácil.
Resoplando, tomé un buen trago del café que se me estaba enfriando.
—No sólo en ese sentido —me reprendió, esbozando una pícara sonrisa—. Quiero decir que no espera nada ni exige nada. Mientras me vista bien y llegue al orgasmo al menos tantas veces como yo, todo va bien. Y yo estoy a gusto con ella, y no sólo porque sea capaz de succionar el acerocromo de un parachoques. Es relajante estar con alguien que simplemente quiere divertirse y no provoca estrés.
—Gideon me conoce. Comprende mis problemas e intenta ayudarme con ellos. Él está intentándolo también, Cary. Tampoco es fácil para él.
—¿Crees que Cross echó un polvo de mediodía con su ex? —preguntó sin rodeos.
—No.
—¿Estás segura?
Respiré hondo y tomé un tonificante trago de café.
—Prácticamente —admití—. Creo que bebe los vientos por mí. La cosa está de lo más ardiente entre nosotros, ¿sabes? Pero su ex tiene algún poder sobre él. Él dice que es culpabilidad, pero eso no explica su fascinación con las morenas.
—Explica por qué perdiste los estribos y le pegaste; el que ella le ronde otra vez te reconcome. Pero él sigue sin decirte qué pasa. ¿Te parece bien?
No. Ya lo sabía. Lo detestaba.
—Ayer por la tarde vimos al doctor Petersen.
Cary enarcó las cejas.
—¿Y qué tal fue?
—No nos dijo que echáramos a correr, que nos alejáramos el uno del otro rápidamente.
—¿Y si os lo dijera? ¿Le harías caso?
—No pienso achicarme esta vez cuando las cosas se pongan difíciles. En serio, Cary —le sostuve la mirada—, ¿realmente he adelantado algo si no soy capaz de hacer frente al oleaje?
—Nena, Cross es un tsunami.
—¡Ja! —Sonreí, incapaz de evitarlo. Cary podía hacerme sonreír entre lágrimas—. Si te digo la verdad, si no soluciono esto con Gideon, dudo que pueda hacerlo con nadie más.
—¡Ahí está tu autoestima de mierda!
—Conoce lo que llevo conmigo.
—Vale.
Alcé las cejas, sorprendida.
—¿Vale? —Demasiado fácil.
—No me lo trago, pero estoy dispuesto a hacerlo. —Me cogió de la mano—. Vamos, ven que te peino.
Sonreí, agradecida.
—Eres el mejor.
Chocó su cadera contra la mía.
—Y no dejaré que lo olvides.