____ 03 ____

Cuando Megumi y yo entramos en el ascensor, apreté el botón del último piso.

—Volveré en cinco minutos, por si alguien pregunta —le dije al bajarse ella en la planta de Waters Field & Leaman.

—Dale un beso de mi parte, ¿vale? —me pidió, haciendo como que se abanicaba—. Me acaloro sólo de pensar en experimentarlo indirectamente a través de ti.

Conseguí esbozar una sonrisa antes de que se cerraran las puertas y el ascensor continuara subiendo. Cuando alcanzó el final del trayecto, salí a un vestíbulo inequívocamente masculino y decorado con gusto. Unos cestillos colgantes con helechos y azucenas suavizaban las puertas de seguridad de cristal ahumado en cuyo rótulo se leía:

La pelirroja recepcionista de Gideon se mostró más servicial que de costumbre y apretó el botón del portero automático antes de que yo llegara a la puerta. Luego me sonrió de una manera que me encrespó. Siempre había tenido la sensación de que no le caía bien, así que no me fie de esa sonrisa ni por un momento. Me puso nerviosa. Aun así, levanté una mano y le dije hola, porque yo no era una arpía… a menos que me dieran una buena razón para serlo. Enfilé el largo pasillo que conducía hasta Gideon, deteniéndome en una amplia segunda zona de recepción que Scott, su secretario, atendía.

Al acercarme, Scott se levantó.

—Hola, Eva —me saludó al tiempo que cogía el teléfono—. Le haré saber que estás aquí.

La pared de cristal que separaba la oficina de Gideon del resto de la planta era, por lo general, transparente, pero podía hacerse opaca son sólo apretar un botón. En aquel momento se encontraba escarchada, lo que acrecentó mi desasosiego.

—¿Está solo?

—Sí, pero…

Fuera lo que fuese, lo que dijo se perdió cuando empujé la puerta de cristal y entré en el territorio de Gideon. Era un espacio inmenso, con tres zonas de estar distintas, cada una de ellas más grande que la oficina entera de Mark, mi jefe. En contraste con la elegante calidez del apartamento de Gideon, su oficina estaba decorada con una fría gama de negros, grises y blancos, salvo por los vistosos colores de las licoreras de cristal que adornaban la pared de detrás de un mostrador.

En dos lados había ventanas de suelo a techo desde donde se dominaba la ciudad. La única pared compacta, enfrente del inmenso escritorio, estaba llena de pantallas planas en las que se veían diferentes canales de noticias de todo el mundo.

Paseé la mirada por la habitación y me fijé en el cojín tirado en el suelo. Junto a él, en la superficie alfombrada, se veían las marcas que delataban dónde se apoyaban las patas del sofá normalmente. Al parecer, algo había hecho que el mueble se desplazara unos milímetros. Se me aceleró el corazón y se me humedecieron las palmas de las manos. El tremendo desasosiego que había sentido antes se intensificó.

Acababa de fijarme en que estaba abierta la puerta del baño cuando salió Gideon, dejándome sin respiración ante la belleza de su torso desnudo. Tenía el pelo húmedo, como si se hubiera dado una ducha recientemente, y colorados el cuello y la parte superior del pecho, igual que cuando hacía ejercicio físico. Se quedó paralizado cuando me vio, ensombrecida la mirada durante un instante antes de que su perfecta e implacable máscara volviera sin esfuerzo a su sitio.

—No es un buen momento, Eva —dijo, poniéndose una camisa de vestir que tenía colgada en el respaldo de una banqueta alta de bar… una camisa diferente de la que llevaba a primera hora de aquella mañana—. Llego tarde a una cita.

Apreté mi bolso con fuerza. Al verle de aquella manera tan íntima, me di cuenta de lo mucho que le deseaba. Le quería con locura, le necesitaba como necesitaba el aire para respirar… lo cual sólo hizo que comprendiera mejor cómo se sentían Magdalene y Corinne y que simpatizara con lo que estarían dispuestas a hacer con tal de apartarle de mí.

—¿Por qué estás a medio vestir?

Era irremediable. Mi cuerpo respondía instintivamente a la vista del suyo, lo cual hacía que me fuera aún más difícil refrenar mis sublevadas emociones. Su camisa desabrochada y bien planchada dejaba ver la tersura de su piel morena sobre unos abdominales como una tableta de chocolate y unos pectorales perfectamente definidos. Su delicado y oscuro vello del pecho descendía, en una fina línea más oscura, en dirección a una verga en aquel momento encerrada en unos calzoncillos bóxer y unos pantalones. Sólo pensar en la sensación de tenerle dentro de mí me llenaba de dolorosa nostalgia.

—Tenía algo en la camisa. —Empezó a abrocharse, tensándosele los abdominales con sus movimientos al dirigirse hacia la barra del bar, donde vi que le esperaban sus gemelos—. Debo darme prisa. Si necesitas algo, díselo a Scott, que él se ocupará. O lo haré yo cuando regrese. No tardaré más de dos horas.

—¿Por qué tienes tanta prisa?

No me miró cuando respondió.

—He tenido que hacer hueco para una reunión de última hora.

No me digas.

—Te duchaste esta mañana. —Después de hacerme el amor durante una hora—. ¿Por qué te has duchado otra vez?

—¿A qué viene este interrogatorio? —soltó él.

Necesitada de respuestas, fui al baño. La humedad persistente era sofocante. Haciendo caso omiso de la voz interior que me decía que no buscara problemas que no soportaría encontrar, saqué su camisa del cesto de la ropa sucia… y vi que uno de los puños tenía una mancha de carmín rojo que parecía sangre. Sentí una punzada de dolor en el pecho.

Dejando caer la prenda en el suelo, di la vuelta y salí, deseando alejarme de Gideon todo lo posible. Antes de que vomitara o empezara a sollozar.

—Eva —dijo bruscamente cuando pasé a su lado a toda prisa—. ¿Qué demonios te pasa?

—Que te jodan, mamón.

—¿Perdona?

Ya tenía la mano en el picaporte cuando él me alcanzó y se puso a tirarme del codo. Me giré y le di una bofetada con la suficiente fuerza como para hacer que volviera la cabeza y a mí me ardiera la palma de la mano.

—Maldita sea —bramó, agarrándome de los brazos y sacudiéndome—. ¡No me pegues, joder!

—¡No me toques! —El tacto de sus manos en la piel desnuda de mis brazos era demasiado.

Retrocedió y se apartó de mí.

—¿Qué puta mosca te ha picado?

—La he visto, Gideon.

—¿Que has visto a quién?

—¡A Corinne!

Él frunció el ceño.

—¿De qué estás hablando?

Saqué mi smartphone y le planté la foto delante de las narices.

—Pillado.

Gideon aguzó la vista sobre la pantalla, luego relajó el ceño.

—¿Pillado haciendo qué exactamente? —preguntó muy suavemente.

—Oh, que te den. —Me giré en dirección a la puerta, mientras me guardaba el teléfono en el bolso—. No pienso explicártelo.

Estampó la mano contra el cristal y mantuvo la puerta cerrada. Encajonándome con su cuerpo, se inclinó y me susurró al oído.

—Sí, claro que vas a explicármelo.

Cerré los ojos con fuerza, pues la postura en la que estábamos me trajo a la memoria ardientes recuerdos de la primera vez que había estado en la oficina de Gideon. Me había inmovilizado de la misma manera, seduciéndome hábilmente, arrastrándonos a un apasionado abrazo en el mismo sofá que hacía poco había presenciado alguna clase de acción lo bastante enérgica como para moverlo de sitio.

—¿No dice una imagen más que mil palabras? —mascullé con los dientes apretados.

—Así que han maltratado a Corinne. ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—¿Te burlas de mí? Déjame salir.

—No encuentro nada ni remotamente gracioso en todo esto. En realidad, creo que nunca he estado tan cabreado con una mujer. Vienes aquí con tus vulgares acusaciones y gilipolleces de niña buena…

—¡Porque lo soy! —Me retorcí y me escabullí por debajo de su brazo, poniendo una distancia muy necesaria entre nosotros. Estar cerca de él dolía demasiado—. ¡Yo nunca te engañaría! Si quisiera follar con otros, primero rompería contigo.

Gideon se apoyó en la puerta y cruzó los brazos. Seguía con la camisa sin meter por dentro de los pantalones y el cuello abierto; le encontraba de lo más sexy y atractivo, lo cual no hizo sino enfurecerme más.

—¿Crees que te he engañado? —Su tono era cortante y gélido.

Respiré hondo para superar el dolor de imaginarle con Corinne en el sofá que tenía a mis espaldas.

—Explícame qué hacía ella, con ese aspecto, en el Crossfire. Por qué está así tu oficina. Qué haces tú así.

Dirigió la mirada al sofá, luego al cojín que estaba en el suelo, luego a mí otra vez.

—No sé qué hacía aquí Corinne ni por qué tenía ese aspecto. No he vuelto a verla desde anoche, cuando estabas conmigo.

Anoche parecía haber ocurrido hacía una eternidad, y deseé que no hubiera ocurrido nunca.

—Pero yo no estaba contigo —señalé—. Te miró con ojos tiernos, te dijo que quería presentarte a alguien y me dejaste allí plantada.

—¡Joder! —Le centelleaban los ojos—. ¡Y dale!

Me enjugué con furia una lágrima que me resbalaba por la mejilla.

Él rezongó.

—¿Crees que la acompañé porque me dominaban las ganas de estar con ella y de alejarme de ti?

—No lo sé, Gideon. Te deshiciste de mí. Tú eres quien tiene que responder.

—Tú te deshiciste de mí primero.

Me quedé boquiabierta.

—¡Mentira!

—¡Y una mierda! Te largaste casi nada más llegar. Tuve que buscarte y, cuando te encontré, resulta que estabas bailando con ese gilipollas.

—¡Martin es sobrino de Stanton! Y dado que Richard Stanton es mi padrastro, considero a Martin de la familia.

—Por mí, como si es un puñetero cura. Ése quiere engancharte.

—¡Santo Dios! ¡Eso es absurdo! Deja ya de desviar la conversación. Estabas hablando de negocios con tus colegas. Era una situación incómoda. Para ellos y para mí.

—Ése es tu sitio, incómodo o no.

Eché la cabeza hacia atrás como si me hubiera dado una bofetada.

—¿Qué has dicho?

—¿Cómo te sentirías tú si yo te dejara de repente en una fiesta de Waters Field & Leaman porque tú te pusieras a hablar de una campaña? ¿Y luego, cuando te pusieras a buscarme, me encontraras bailando lentamente con Magdalene?

—Yo… —Dios. No se me había ocurrido verlo de esa manera.

Gideon parecía tranquilo e imperturbable con su poderoso cuerpo apoyado en la pared, pero yo notaba la ira que palpitaba bajo aquella calmada superficie. Estaba siempre fascinante, pero especialmente cuando hervía de pasión.

—Lo mío es estar a tu lado, apoyarte, y sí, a veces quedar puñeteramente guapo de tu brazo. Es un derecho, un deber y un privilegio para mí, Eva, como lo es para ti al revés.

—Pensé que te hacía un favor quitándome de en medio.

Arqueó una ceja a modo de sarcástica y silenciosa respuesta.

Crucé los brazos sobre el pecho.

—¿Por eso te fuiste con Corinne? ¿Querías castigarme?

—Si quisiera castigarte, Eva, te daría unos azotes.

Agucé los ojos.

—Eso no sucederá nunca.

—Sé cómo te pones —dijo secamente—. No te quería celosa de Corinne antes de tener la posibilidad de explicarme. Necesitaba unos minutos para asegurarme de que entendiera que tú y yo vamos muy en serio, y lo importante que era para mí que tú disfrutaras de la velada. Ésa es la única razón por la que me aparté con ella.

—Le pediste que no dijera nada sobre vosotros dos, ¿verdad? Le pediste que guardara silencio sobre lo que significa ella para ti. Una lástima que Magdalene lo fastidiara todo.

A lo mejor lo habían planeado Corinne y Magdalene. Aquélla conocía a Gideon lo bastante bien como para prever sus movimientos; le habría resultado fácil hacer planes imaginando la reacción de Gideon a su inesperada presencia en Nueva York.

Y eso arrojaba nueva luz sobre por qué me había llamado Magdalene por la mañana. Corinne y ella estaban hablando en el Waldorf cuando Gideon y yo las vimos. Dos mujeres que querían a un hombre que estaba con otra mujer. No tenían nada que hacer mientras yo estuviera en el medio, y por esa razón no podía descartar la posibilidad de que estuvieran maquinando algo juntas.

—Quería que te enteraras por mí —dijo con tensión.

Con un gesto de la mano, resté importancia a esa cuestión, más preocupada por lo que estaba sucediendo ahora.

—He visto a Corinne subirse al Bentley, Gideon. Justo antes de subir aquí.

Enarcó la otra ceja a juego con la primera.

—¿Ah, sí?

—Sí. ¿Puedes explicármelo?

—No, no puedo.

La rabia me quemaba por dentro. De pronto no soportaba ni mirarle siquiera.

—Entonces apártate de mi camino, tengo que volver a trabajar.

No se movió.

—Sólo quiero estar seguro de algo antes de que te vayas: ¿crees que he follado con ella?

Me estremeció oírselo decir en voz alta.

—No sé qué creer. Las pruebas…

—Me daría igual que entre las «pruebas» figurase el que nos hubieras encontrado a ella y a mí desnudos en la cama. —Se separó tan deprisa, que me tambaleé hacia atrás por la sorpresa. Se acercó amenazadoramente—. Quiero saber si crees que he follado con ella. Si crees que lo haría. O podría. ¿Lo crees?

Empecé a dar golpecitos con el pie, pero no retrocedí.

—Explícame por qué tenías carmín en la camisa, Gideon.

Tensó la mandíbula.

—No.

—¿Qué? —Su tajante negativa me puso en el disparadero.

—Responde a mi pregunta.

Le miré el rostro detenidamente y vi la máscara que llevaba con otra gente, pero que nunca había llevado conmigo. Alargó la mano hacia mí como para acariciarme la mejilla con la punta de los dedos, pero la retiró en el último momento. En el breve instante en que se apartó bruscamente, oí que le rechinaron los dientes, como si no tocarme fuera un esfuerzo.

Acongojada, agradecí que no lo hiciera.

—Necesito que me lo expliques —susurré, preguntándome si había imaginado el gesto de dolor que le cruzó el rostro. A veces quería creer tanto en algo que inventaba excusas deliberadamente e ignoraba la dolorosa realidad.

—No te he dado ninguna razón para que dudes de mí.

—Me la estás dando ahora, Gideon. —Espiré deprisa, desinflándome.

Retrayéndome. Él estaba delante de mí, pero parecía a kilómetros de distancia. —Entiendo que necesitas tiempo para compartir secretos que te son dolorosos. A mí también me ha pasado, saber que necesitaba hablar de lo que me había sucedido y darme cuenta de que aún no estaba preparada. Por eso no he querido forzarte ni meterte prisa. Pero este secreto me hace daño, y eso es diferente. ¿Acaso no lo ves?

Maldiciendo entre dientes, me rodeó la cara con manos frías.

—Me tomo la molestia de asegurarme de que no tengas ninguna razón para sentirte celosa, pero cuando te muestras posesiva, me gusta. Quiero que luches por mí. Quiero importarte hasta ese punto. Te quiero loca por mí. Pero la actitud posesiva sin confianza es un infierno. Si no confías en mí, no tenemos nada.

—La confianza debe ser mutua, Gideon.

Respiró hondo.

—¡Maldita sea! No me mires así.

—Trato de entender quién eres. ¿Dónde está el hombre que vino directamente y me dijo que quería follar conmigo? ¿El hombre que no dudó en decirme que le desconcertaba, en el mismo momento en que estaba rompiendo con él? Creía que siempre serías así de claro y sincero. Contaba con ello. Pero ahora… —Moví la cabeza, con un nudo en la garganta que me impedía seguir hablando.

Sus labios eran una severa línea, pero siguió sin despegarlos.

Le cogí de las muñecas y aparté sus manos. Estaba resquebrajándome por dentro, rompiéndome.

—Esta vez no echaré a correr, pero puedes hacer que me vaya. Quizá quieras pensar en ello.

Me marché. Gideon no me lo impidió.

Pasé el resto de la tarde concentrada en el trabajo. A Mark le encantaba devanarse los sesos en voz alta, lo cual era un magnífico ejercicio de aprendizaje para mí, y su modo confiado y amable de tratar con sus clientes era ejemplar. Observé cómo enfocaba dos reuniones con un aire de autoridad que resultaba tranquilizador y nada intimidatorio.

Luego abordamos el análisis de las necesidades de una empresa de juguetes infantiles, centrándonos en los rendimientos de capital así como en nuevas vías de negocio, como la publicidad en blogs de madres. Daba gracias por que el trabajo fuera una distracción de mi vida personal, y estaba deseando irme después a la clase de Krav Maga, y así quemar un poco de aquel desasosiego que me invadía.

Eran las cuatro pasadas cuando sonó el teléfono de mi mesa.

Descolgué inmediatamente, y el corazón me dio un vuelco al oír la voz de Gideon.

—Tenemos que irnos a las cinco —dijo—, para llegar puntuales a la consulta del doctor Petersen.

—Oh. —Se me había olvidado que nuestras sesiones de terapia de pareja eran los jueves a las seis de la tarde. Ésta iba a ser la primera.

De repente me pregunté si no sería también la última.

—Pasaré a buscarte —continuó bruscamente—, cuando sea la hora.

Suspiré; no me veía en condiciones para ello. Estaba dolida e irritable por la pelea que habíamos tenido.

—Siento haberte pegado. No debería haberlo hecho. Lo lamento de verdad.

Cielo. —Gideon resopló con aspereza—. No me hiciste la única pregunta que importa.

Cerré los ojos. Era irritante la facilidad con que me leía el pensamiento.

—Da igual, eso no cambia el hecho de que te guardas secretos.

—Los secretos son algo que podemos tratar de resolver; el engaño, no.

Me froté el dolor que notaba en la frente.

—En eso tienes razón.

—No hay nadie más que tú, Eva. —El tono de su voz era duro y cortante.

Me estremecí ante la furia latente en sus palabras. Seguía enfadado porque había dudado de él. Bueno, yo también estaba enfadada.

—Estaré lista a las cinco.

* * *

Llegó puntual, como siempre. Mientras yo apagaba el ordenador y cogía mis cosas, él habló con Mark sobre cómo iba el trabajo de Kingsman Vodka. Yo observaba a Gideon a hurtadillas. Daba una imagen imponente con aquel cuerpo alto, musculoso pero delgado, vestido con traje oscuro y comportándose de una manera que proyectaba impenetrabilidad, si bien yo le había visto muy vulnerable. Estaba enamorada de aquel hombre tierno y profundamente emotivo. Y me disgustaba aquella fachada y que tratara de esconderse de mí.

En aquel momento, giró la cabeza y me sorprendió observándole. Vi un destello de mi querido Gideon en su tormentosa mirada azul, que dejó entrever brevemente un desamparado anhelo. Pero desapareció enseguida, sustituido por la fría máscara.

—¿Lista?

Era muy evidente que ocultaba algo, y me dolía que hubiera ese abismo entre nosotros. Saber que había cosas que no me confiaba.

Cuando salíamos por recepción, Megumi apoyó la barbilla en una mano y dejó escapar un aparatoso suspiro.

—Está chiflada por ti, Cross —murmuré, mientras salíamos y apretábamos el botón de llamada del ascensor.

—Pues qué bien —bufó—. ¿Y qué sabe de mí?

—Yo llevo todo el día haciéndome la misma pregunta —dije con voz queda. Esta vez tuve la certeza de que se había estremecido.

El doctor Lyle Petersen era alto, con un pelo gris bien cuidado y unos ojos azules avispados pero afables. Su oficina estaba decorada con gusto, en tonos neutros, y los muebles eran muy cómodos, algo en lo que me había fijado todas las veces que había ido allí. Me resultaba un poco extraño verle ahora como mi terapeuta. En el pasado, él me había recibido como hija de mi madre. Era el loquero de mi madre desde hacía varios años.

Se sentó en el sillón orejero gris frente al sofá en el que estábamos Gideon y yo. Su perspicaz mirada alternaba entre nosotros, fijándose en que nos habíamos sentado cada uno en un extremo del sofá y en cómo nuestras rígidas posturas revelaban que estábamos a la defensiva. Habíamos hecho el viaje hasta allí de la misma manera.

El doctor Petersen abrió la funda de su tableta y cogió el lápiz electrónico.

—¿Os parece que empecemos por la causa de la tensión que hay entre vosotros? —preguntó.

Esperé unos instantes para darle a Gideon la oportunidad de hablar primero. No me sorprendió mucho que se quedara allí sentado sin decir una palabra.

—Bueno… en las últimas veinticuatro horas he conocido a la novia que no sabía que tuviera Gideon…

—Exnovia —gruñó Gideon.

—… He averiguado que ella es la razón de que sólo tenga citas con morenas…

—No era una cita.

—… y la he pillado con este aspecto saliendo de su oficina después de almorzar… —Saqué mi teléfono.

—Salía del edificio —intervino Gideon—, no de mi oficina.

Busqué la foto y le pasé el teléfono al doctor Petersen.

—¡Y entrando en tu coche, Gideon!

—Angus acaba de decirte antes de que entráramos aquí que la vio allí de pie, la reconoció y simplemente fue amable.

—¡Y qué otra cosa iba a decir! —solté yo—. Es tu chófer desde que eras pequeño. ¡Cómo no te va a guardar las espaldas!

—¡Vaya!, así que ahora se trata de una conspiración.

—¿Qué hacía ahí él entonces? —le cuestioné.

—Llevarme a almorzar.

—¿Adónde? Comprobaré que tú estabas allí y ella no, y pasaremos a otra cosa.

Gideon se quedó boquiabierto.

—Ya te lo he dicho. Tuve una cita imprevista y no pude ir a almorzar.

—¿Con quién era la cita?

—Con Corinne, no.

—¡Eso no es una respuesta! —Me volví hacía el doctor Petersen, quien, con calma, me devolvió el teléfono—. Cuando subí a su oficina para preguntarle qué demonios pasaba, me lo encontré a medio vestir y recién salido de la ducha, con uno de los sofás movidos y los cojines tirados por el suelo…

—¡Un puñetero cojín!

—… y la camisa manchada de carmín.

—Hay decenas de oficinas en el Crossfire —dijo Gideon fríamente—. Corinne podría haber estado en cualquiera de ellas.

—¡Ya! —respondí yo arrastrando la palabra, con una voz que destilaba sarcasmo—. Por supuesto.

—¿No la habría llevado yo al hotel?

Tomé una profunda bocanada de aire; me sentí mareada.

—¿Aún tienes esa habitación?

Se le cayó la máscara, y en su rostro vi un destello de pánico.

Darme cuenta de que aún tenía el picadero —una habitación de hotel que usaba exclusivamente para follar y un lugar al que yo nunca volvería— me impactó como una bofetada y me produjo un intenso dolor en el pecho. Dejé escapar un leve sonido, un apenado gemido que me obligó a cerrar los ojos.

—Vamos a calmarnos un poco —interrumpió el doctor Petersen, garabateando rápidamente—. Me gustaría retroceder un poco. Gideon, ¿por qué no le hablaste a Eva de Corinne?

—Tenía plena intención de hacerlo —respondió Gideon con firmeza.

—Él no me cuenta nada —susurré, buscando un pañuelo de papel en mi bolso para que no se me corriera el rímel por la cara. ¿Por qué seguía manteniendo esa habitación? La única explicación era que pensaba usarla con alguien que no era yo.

—¿De qué habláis? —preguntó el doctor Petersen, dirigiendo la pregunta a los dos.

—Por lo general, yo me disculpo —musitó Gideon.

El doctor Petersen levantó la vista.

—¿Por qué?

—Por todo. —Se pasó una mano por el pelo.

—¿Tienes la impresión de que Eva es demasiado exigente o de que espera demasiado de ti?

Noté que Gideon me miraba.

—No. Ella no me pide nada.

—Salvo la verdad —le corregí, volviéndome hacia él.

Le centelleaban los ojos, que me abrasaban con el calor.

—Nunca te he mentido.

—¿Te gustaría que te pidiera cosas, Gideon? —inquirió el doctor Petersen.

Gideon frunció el ceño.

—Piénsalo. Volveremos a ello. —El doctor Petersen se dirigió a mí—. Me intriga la foto que tomaste, Eva. Te viste frente a una situación que afectaría profundamente a muchas mujeres…

—No existió ninguna situación —reiteró Gideon fríamente.

—Su percepción de una situación —matizó el doctor Petersen.

—Una percepción ridícula a todas luces, teniendo en cuenta el aspecto físico de nuestra relación.

—De acuerdo. Hablemos de eso. ¿Cuántas veces a la semana mantenéis relaciones sexuales? Por término medio.

Noté que me acaloraba. Miré a Gideon, que me devolvió la mirada con una sonrisa de complicidad.

—Hmm… —Torcí los labios, compungida—. Muchas.

—¿Diariamente? —El doctor Petersen enarcó las cejas cuando crucé y volví a cruzar las piernas, asintiendo con la cabeza—. ¿Varias veces a diario?

—Por término medio —terció Gideon.

Apoyándose la tableta en el regazo, el doctor Petersen cruzó la mirada con Gideon.

—¿Este nivel de actividad sexual es habitual?

—Nada en mi relación con Eva es habitual, doctor.

—¿Con qué frecuencia mantenías relaciones sexuales antes de conocer a Eva?

Gideon tensó la mandíbula y me miró.

—No importa —le dije, al tiempo que reconocía que yo tampoco querría contestar a esa pregunta delante de él.

Gideon me tendió la mano, cubriendo la distancia que había entre nosotros. Yo le puse la mía encima y agradecí el apretón tranquilizador que me dio.

—Dos veces a la semana —dijo con tirantez—. Por término medio.

Enseguida se me vino a la cabeza el número de mujeres a que eso ascendía. Cerré con fuerza la mano, que él ya me había soltado, sobre el regazo.

El doctor Petersen se reclinó hacia atrás.

—Eva ha expresado su preocupación por la infidelidad y la ausencia de comunicación en vuestra relación. ¿Con qué frecuencia se utiliza el sexo para resolver desavenencias?

Gideon enarcó las cejas.

—Antes de que dé por sentado que Eva sufre con las exigencias de mi libido hiperactiva, debe saber que ella toma la iniciativa en el sexo por lo menos con la misma frecuencia que yo. Y de preocuparse alguien por mantener el ritmo, sería yo por el mero hecho de tener anatomía masculina.

El doctor Petersen me miró esperando confirmación.

—La mayoría de las interacciones nos llevan al sexo —reconocí—, incluso las peleas.

—¿Antes o después de que los dos deis por resuelto el conflicto?

Suspiré.

—Antes.

El doctor dejó el lápiz electrónico y se puso a teclear. Se me ocurrió que al final acabaría teniendo una novela.

—¿Vuestra relación ha sido tan sexual desde el principio? —preguntó.

Asentí con la cabeza, pese a que él no estaba mirando.

—Sentimos una fuerte atracción mutua.

—Obviamente. —Levantó la vista y nos dedicó una amable sonrisa—. No obstante, me gustaría proponeros la posibilidad de una abstinencia mientras…

—No hay ninguna posibilidad —terció Gideon—. Eso es imposible. Sugiero que nos centremos en lo que no funciona sin suprimir una de las pocas cosas que sí lo hacen.

—No estoy seguro de que esté funcionando, Gideon —dijo el doctor Petersen sin alterarse—. No como debería.

—Doctor. —Gideon apoyó un tobillo en la rodilla contraria y se echó hacia atrás, dando la imagen de quien ha tomado una decisión irrevocable—. Sólo muerto podría mantener las manos lejos de ella. Encuentre otra forma de arreglarnos.

* * *

—No tengo experiencia en esto de la terapia —dijo Gideon después, cuando estábamos ya en el Bentley camino de casa—. Así que no estoy seguro. ¿Ha sido tan desastroso como parecía?

—No podría haber ido mejor —respondí yo, desfallecida, apoyando la cabeza en el respaldo y cerrando los ojos. Estaba muy cansada. Demasiado cansada para pensar siquiera en asistir a la clase de Krav Maga de las ocho—. Mataría por una ducha rápida y mi cama.

—Yo aún tengo cosas que hacer.

—Muy bien. —Bostecé—. ¿Qué tal si nos tomamos la noche libre y nos vemos mañana?

Mi sugerencia fue recibida con un espeso silencio. Tras unos instantes, se hizo tan tenso que me llevó a levantar tanto la cabeza como mis pesados párpados para mirarle.

Tenía los ojos clavados en mí, apretados los labios en una delgada línea que expresaba frustración.

—Me estás rehuyendo.

—No, qué va…

—¡Y una mierda que no! Me has juzgado y condenado, y ahora me eludes.

—Estoy exhausta, Gideon. Y aguanto sandeces hasta cierto punto. Necesito dormir y…

—Y yo te necesito a ti —soltó—. ¿Qué voy a tener que hacer para que me creas?

—No creo que estés engañándome, ¿vale? Por muy sospechoso que parezca todo, no logro convencerme a mí misma de que serías capaz. Es tanto secreto lo que empieza a superarme. Yo estoy poniendo toda la carne en el asador, y tú…

—¿Crees que yo no? —Se removió en el asiento, colocando una pierna doblada entre los dos para mirarme cara a cara—. Nunca había luchado tanto por algo en la vida como lo hago por ti.

—No puedes hacer ese esfuerzo por mí. Tienes que hacerlo por ti mismo.

—No me vengas con esas gilipolleces. No necesitaría trabajar en mis habilidades de relación con nadie más.

Con un tenue gemido, apoyé la mejilla en el asiento y cerré los ojos otra vez.

—Estoy cansada de pelear, Gideon. Sólo quiero un poco de paz y tranquilidad por una noche. Me he encontrado mal todo el día.

—¿Estás enferma? —Cambiando de postura, me rodeó la nuca con delicadeza y me puso los labios en la frente—. No parece que tengas fiebre. ¿Tienes el estómago revuelto?

Aspiré hondo, absorbiendo el delicioso aroma de su piel. El deseo de hundir la cara en el hueco de su cuello era casi irresistible.

—No. —Y entonces caí en la cuenta. Emití un gemido.

—¿Qué ocurre? —Me acercó a su regazo, meciéndome—. ¿Qué te pasa? ¿Necesitas un médico?

—Es el periodo —susurré, no queriendo que Angus lo oyera—. Tiene que bajarme un día de éstos. No sé cómo no me he dado cuenta antes. Ahora entiendo por qué estoy tan cansada y de mal humor; soy muy sensible a las hormonas.

Se quedó callado. Tras unos instantes, incliné la cabeza hacia atrás para verle la cara.

—Eso es nuevo para mí. No es algo que se te presente cuando llevas una vida sexual irregular —reconoció, con gesto compungido.

—Tienes suerte. Vas a experimentar el inconveniente reservado a los hombres con novia o esposa.

—Sí que tengo suerte. —Gideon me apartó de las sienes unos mechones de pelo suelto, enmarcado su esculpido rostro por su frondoso cabello—. Y quizá, si de verdad tengo suerte, tú te sientas mejor mañana y vuelva a gustarte de nuevo.

Oh, Dios. Sentí que me dolía el corazón.

—Me gustas, Gideon. Lo único que no me gusta es que te guardes secretos. Terminarán por separarnos.

—No lo permitas —murmuró, recorriéndome las cejas con la yema del dedo—. Confía en mí.

—Haz tú otro tanto conmigo.

Encorvándose hacia mí, apretó sus labios contra los míos.

—¿Es que no lo sabes, cielo? —dijo en voz baja—. No hay nadie en quien confíe más.

Deslizando los brazos por debajo de su chaqueta, le abracé, empapándome de la calidez de su cuerpo macizo. No podía evitar la preocupación de que estuviéramos empezando a alejarnos el uno del otro.

Gideon aprovechó la situación y hundió la lengua en mi boca, tocando e incitando ligeramente a la mía con aterciopeladas lamidas. Engañosamente pausadas. Busqué un contacto más profundo, necesitada de más. Siempre más, aborreciendo el que, aparte de esto, me ofreciera tan poco de sí mismo.

Gimió dentro de mi boca, un erótico sonido de placer y necesidad que me recorrió entera. Ladeando la cabeza, apretó sus labios bellamente esculpidos contra los míos. Ese beso profundizó aún más, rozándose las lenguas, acelerándose la respiración de ambos. Tensó el brazo con el que me rodeaba la espalda, acercándome más a él.

Flexionó las yemas de los dedos, amansándome aun cuando su beso crecía en intensidad. Me plegué a la caricia, necesitada del consuelo de su roce en mi piel desnuda.

—Gideon… —Por primera vez, la cercanía física no fue suficiente para calmar el desesperado anhelo que me invadía.

—Shh —me tranquilizó—. Estoy aquí. No me voy a ningún sitio.

Cerré los ojos y hundí la cara en su cuello, preguntándome si no seríamos los dos demasiado testarudos y por eso seguiríamos juntos, aunque resultara que sería mejor terminar con aquella relación.