Justo antes de salir del ascensor al vestíbulo de Waters Field & Leaman, la empresa de publicidad en la que trabajaba en la planta vigésima, Gideon me susurró al oído:
—Piensa en mí todo el día.
Le apreté la mano discretamente en la atestada cabina.
—Siempre lo hago.
Él continuó viaje hasta el último piso, que albergaba la oficina central de Cross Industries. El edificio Crossfire era suyo, una de las muchas propiedades que poseía por toda la ciudad, incluido el complejo de apartamentos en el que vivía yo.
Procuraba no pensar en eso. Mi madre era esposa florero profesional. Había renunciado al amor de mi padre por un estilo de vida opulento, con el que yo no tenía nada que ver en absoluto. Yo prefería el amor antes que la riqueza, dónde va a parar, pero supongo que para mí era fácil decirlo porque tenía dinero —una considerable cartera de valores— propio.
No esque lo hubiera tocado alguna vez. No quería. Había pagado un precio demasiado alto y no imaginaba nada que mereciera semejante coste.
Megumi, la recepcionista, me abrió desde el otro lado la puerta de seguridad acristalada y me saludó con una gran sonrisa. Era una mujer guapa, joven como yo, con una moderna melena de pelo negro brillante que enmarcaba unos bellísimos rasgos asiáticos.
—¡Oye! —dije, deteniéndome junto a su mesa—. ¿Tienes planes para almorzar?
—Ahora sí.
—Estupendo. —Sonreí abierta y genuinamente. Por mucho que quisiera a Cary y disfrutara estando con él, también necesitaba amigas. Cary ya había empezado a crearse una red de conocidos y amigos en nuestra ciudad de adopción, pero yo me había visto absorbida por el torbellino de Gideon casi desde el principio. Prefería pasar todo el tiempo con él, pero sabía que eso no era muy saludable. Las amigas le hablaban a una con franqueza cuando era necesario, e iba a tener que cultivar esas amistades si de verdad las quería.
Enfilé el largo pasillo hasta mi cubículo. Cuando llegué a mi mesa, metí mi bolso y la bolsa en el cajón inferior y dejé fuera el smartphone en silencio. Vi que había un mensaje de Cary: «Lo siento, nena».
—Cary Taylor —suspiré—. Te quiero… incluso cuando me cabreas.
Y últimamente me había cabreado soberanamente. A ninguna mujer le apetece llegar a casa y encontrarse con que en el suelo del salón hay un follón sexual en curso. Y menos cuando se ha peleado con su nuevo novio.
«Guárdame el finde si puedes», le escribí yo a mi vez.
Hubo una larga pausa y me lo imaginé asimilando mi petición.
«¡Caray! —escribió finalmente—. Debe de ser la hostia lo que has planeado».
—Puede que haya algo de eso —mascullé, estremeciéndome al recordar la orgía… con la que me encontré. Pero sobre todo pensaba que a Cary y a mí nos hacía falta pasar un buen rato juntos. No llevábamos mucho tiempo viviendo en Manhattan. Era una ciudad nueva para nosotros, un apartamento nuevo, nuevos trabajos y experiencias, nuevos novios para ambos. Estábamos fuera de nuestro elemento y luchando por salir adelante, y como los dos arrastrábamos un considerable equipaje de nuestro pasado, la lucha no se nos estaba dando muy bien. Por lo general nos apoyábamos el uno en el otro para equilibrarnos, pero últimamente no habíamos tenido mucho tiempo para eso. Necesitábamos encontrar tiempo.
«¿Mola un viaje a Las Vegas? ¿Solos tú y yo?».
«¡Joder, sí!».
«OK… más después».
Al silenciar el teléfono y dejarlo a un lado, posé brevemente la mirada en los dos collages de fotos enmarcados que tenía junto al monitor, uno con fotos de mis padres y una de Cary, y el otro lleno de fotos de Gideon y yo. Gideon se había encargado de componer este último para que tuviera un recordatorio de él, de la misma forma que él tenía uno mío encima de su mesa. Como si me hiciera falta…
Me encantaba tener esas imágenes de la gente a la que quería: mi madre, con su mata dorada de rizos y su explosiva sonrisa, su figura curvilínea apenas cubierta por un minúsculo biquini, disfrutando de la Riviera francesa en el yate de mi padrastro; éste, Richard Stanton, con su aspecto regio y distinguido, su pelo plateado complementando de manera un tanto extraña el aspecto de su mucho más joven esposa; y Cary, al que captaron en toda su gloria fotogénica, con su brillante pelo castaño y sus chispeantes ojos verdes, la sonrisa amplia y pícara. Esa extraordinaria cara había empezado a aparecer en revistas por todas partes y pronto adornaría carteleras y paradas de autobús anunciando ropa de Grey Isles.
Miré al otro lado del pasillo y por la pared de cristal que rodeaba la muy pequeña oficina de Mark Garrity y vi que tenía la chaqueta colgada en el respaldo de su silla Aeron, aunque a él no se le veía por ningún sitio.
Nome sorprendió encontrarle en la sala de descanso contemplando su taza de café con cara de pocos amigos; él y yo compartíamos una máquina de café.
—Creía que ya te apañabas con ella —dije, refiriéndome a los problemas que tenía con el funcionamiento de la cafetera de una sola taza.
—Y así es, gracias a ti. —Mark alzó la cabeza y me dedicó una encantadora mueca de sonrisa. Tenía una reluciente piel oscura, perilla bien recortada y unos dulces ojos marrones. Además de ser agradable a la vista, era un jefe extraordinario, muy dispuesto a enseñarme la profesión de la publicidad y a confiar rápidamente en que no tenía que decirme dos veces cómo hacer algo. Trabajábamos bien juntos, y yo confiaba en que así fuera durante mucho tiempo.
—Prueba esto —dijo, cogiendo una segunda taza de humeante café que esperaba en la encimera. Me la alcanzó y yo la acepté agradecida, dándome cuenta de que había tenido el detalle de añadir nata y edulcorante, que era como a mí me gustaba.
Tomé un sorbo con cautela, pues estaba caliente, y el inesperado —y poco grato— sabor me hizo toser.
—¿Qué es esto?
—Café con sabor a arándanos.
De repente, era yo la que fruncía el ceño.
—¿Y a quién demonios puede gustarle esto?
—Ah, ¿ves?…, nuestro trabajo consiste en averiguar a quién, y luego vendérselo a ellos. —Levantó su taza para hacer un brindis—. ¡Por nuestro último encargo!
Haciendo un gesto de disgusto, me enderecé y tomé otro sorbo.
Estaba segura de que aún tenía en la boca el sabor dulzón a arándanos artificiales dos horas después. En el rato de descanso, me puse a buscar en internet al doctor Terrence Lucas, quien claramente había irritado a Gideon cuando los vi juntos durante la cena de la noche anterior. No había terminado de escribir el nombre del doctor en el recuadro de búsqueda cuando sonó el teléfono de mi mesa.
—Oficina de Mark Garrity —respondí—. Eva Tramell al habla.
—¿Dices en serio lo de Las Vegas? —preguntó Cary sin preámbulos.
—Completamente.
Hubo una pausa.
—¿Es ahí donde vas a decirme que te mudas con tu novio multimillonario y que tengo que irme?
—¿Qué? No. ¿Se te ha ido la olla? —Apreté los ojos, comprendiendo la inseguridad de Cary, pero pensando que éramos amigos desde hacía demasiado tiempo como para esa clase de dudas—. Tú y yo estamos amarrados de por vida, y lo sabes.
—¿Y sencillamente te has levantado y has decidido que deberíamos ir a Las Vegas?
—Más o menos. Pensé que podíamos tomarnos unos mojitos junto a la piscina y disfrutar unos días de servicio de habitaciones.
—No sé yo si podré contribuir mucho.
—No te preocupes, paga Gideon. El avión y el hotel. Sólo la comida y las bebidas corren de nuestra cuenta. —Mentira, ya que había pensado pagarlo yo todo salvo el billete de avión, pero Cary no tenía por qué saberlo.
—¿Y él no viene?
Me eché hacia atrás en la silla y contemplé una de las fotos de Gideon. Ya le echaba de menos y hacía tan sólo unas dos horas que habíamos estado juntos.
—Tiene asuntos de trabajo en Arizona, así que tomaremos el mismo vuelo tanto a la ida como a la vuelta, pero sólo tú y yo nos quedaremos en Las Vegas. Creo que nos hace falta.
—Sí. —Exhaló ásperamente—. Me vendría bien un cambio de aires y pasar un tiempo disfrutando con mi mejor chica.
—De acuerdo, entonces. Él quiere salir mañana a las ocho de la tarde.
—Me pondré con el equipaje. ¿Quieres que prepare tus cosas también?
—¿Lo harías? ¡Sería estupendo! —Cary podría haber sido estilista o personal shopper. Tenía mucho talento en lo que a la ropa se refería.
—¿Eva?
—¿Sí?
Suspiró.
—Gracias por aguantar mis gilipolleces.
—Cállate.
Cuando colgamos, me quedé mirando el teléfono durante un minuto largo, lamentando que Cary fuera tan desgraciado cuando todo en su vida iba tan bien. Experto en sabotearse a sí mismo, no terminaba de creerse que fuera digno de ser feliz.
Cuando volví a centrar la atención en el trabajo, la barra de búsqueda de Google me recordó el interés que tenía yo en el doctor Terry Lucas. En la Web había varios artículos sobre él, con fotografías que cimentaron la comprobación.
Pediatra. Cuarenta y cinco años de edad. Casado desde hacía veinte años. Nerviosa, busqué «Doctor Terrence Lucas y esposa», temblando por dentro ante la idea de ver a una morena de pelo largo y castaño.
Respiré aliviada cuando vi que la señora Lucas era una mujer de piel clara con el pelo corto y rojizo.
Pero aquello me dejó con dos interrogantes más. Me había figurado que era una mujer la que había causado los problemas entre los dos hombres.
El hecho era que Gideon y yo realmente no sabíamos mucho el uno del otro. Sabíamos las cosas feas; al menos, él sabía las mías; yo sobre todo había adivinado las suyas a partir de algunas pistas obvias. Después de pasar muchas noches durmiendo en nuestros respectivos apartamentos, conocíamos de cada uno los aspectos básicos de la convivencia. Él había conocido a la mitad de mi familia y yo a toda la suya. Pero no habíamos pasado juntos el tiempo suficiente para tocar muchos de los asuntos periféricos. Y francamente, creo que no fuimos todo lo comunicativos o inquisitivos que podríamos haber sido, como si temiéramos acumular más porquería sobre nuestra ya de por sí difícil relación.
Estábamos juntos porque éramos adictos el uno al otro. Nunca me había sentido tan embriagada como cuando éramos felices juntos, y sabía que a él le ocurría otro tanto. Nos exigíamos mucho el uno al otro por esos momentos de perfección entre nosotros, pero eran tan endebles que sólo nuestra cabezonería, nuestra determinación y nuestro amor nos mantenían luchando por ellos.
Ya vale de volverte loca tú misma.
Revisé el correo electrónico, y vi que había recibido la alerta diaria de Google sobre Gideon Cross. El resumen de vínculos del día llevaba en su mayor parte a fotos de Gideon, de etiqueta sin corbata, y de mí en la cena de beneficencia en el Waldorf-Astoria la noche anterior.
—¡Dios! —No pude evitar acordarme de mi madre cuando me vi en las fotos con aquel vestido de noche color champán de Vera Wang. No sólo por lo mucho que me parecía a mi madre— excepto por el pelo, más largo y liso el mío, —sino también por el megamagnate cuyo brazo adornaba yo.
A Mónica Tramell Barker Mitchell Stanton se le daba muy, muy bien ser esposa florero. Sabía exactamente lo que se esperaba de ella y cumplía sin falta. Aunque se había divorciado dos veces, en ambos casos fue ella quién tomó la decisión, y a sus exmaridos les dolió perderla. No tenía mal concepto de mi madre, porque ella pagaba con la misma moneda y nunca subestimaba a nadie, pero yo crecí luchando por ser independiente. El derecho a decir no era lo más importante para mí.
Minimicé la ventana del correo electrónico y, dejando a un lado mi vida personal, seguí buscando comparaciones de mercado sobre el café afrutado. Coordiné varias reuniones iniciales entre los analistas y Mark y ayudé a Mark a organizar una campaña para un restaurante de cocina sin gluten. Era casi mediodía y empezaba a tener verdadera hambre cuando sonó el teléfono. Respondí con mi saludo habitual.
—¿Eva? —me saludó una voz femenina—. Soy Magdalene. ¿Tienes un minuto?
Me recliné en la silla, alerta. En una ocasión Magdalene y yo compartimos un momento de solidaridad a propósito de la inesperada e indeseada reaparición de Corinne en la vida de Gideon, pero nunca olvidaría la crueldad con que me acogió Magdalene cuando nos conocimos.
—A ver, ¿qué pasa?
Suspiró, luego habló rápidamente, sus palabras fluían como un torrente.
—Anoche estuve sentada a la mesa detrás de Corinne. Oí parte de lo que se decían Gideon y ella durante la cena.
Se me tensó el estómago, preparándome para el golpe emocional.
Magdalene sabía cómo aprovecharse de mis inseguridades respecto a Gideon.
—Remover la mierda mientras trabajo es una nueva bajeza —dije fríamente—. No quiero…
—Él no te estaba ignorando.
Me quedé boquiabierta durante unos instantes, pero ella enseguida llenó el silencio.
—Estaba controlándola, Eva. Ella le sugería sitios a los que llevarte en Nueva York, dado que eres nueva en la ciudad, pero lo estaba haciendo jugando al viejo juego de acuérdate-de-cuando-tú-y-yo-fuimos-allí.
—Rememorando el pasado —musité, agradecida por no haber podido oír gran cosa de la conversación que Gideon mantuvo en voz baja con su ex.
—Sí. —Magdalene respiró hondo—. Te marchaste porque creías que te estaba ignorando por ella. Y quiero que sepas que parecía estar pensando en ti, tratando de evitar que Corinne te disgustara.
—¿Y a ti por qué te preocupa?
—¿Quién dice que lo haga? Te debo una, Eva, por cómo me presenté cuando nos conocimos.
Me quedé pensándolo. Exacto, me debía una por la vez en que me tendió una emboscada en el cuarto de baño con su malicioso arrebato de celos. No es que me tragara que fuera su única motivación. Quizá era el mal menor. Quizá quería mantener a sus enemigos cerca.
—Vale. Gracias.
No puedo negar que me sentí mejor. Se me había quitado de encima un peso que no me había dado cuenta que llevara.
—Una cosa más —siguió Magdalene—. Salió detrás de ti.
Apreté el auricular. Gideon siempre venía detrás de mí… porque yo siempre salía corriendo. Mi recuperación era tan frágil que había aprendido a protegerme a toda costa. Cuando algo amenazaba mi estabilidad, me deshacía de ello.
—Ha habido otras mujeres en su vida que han probado con esa clase de ultimátum, Eva. Se aburrían o deseaban que les prestara atención o alguna clase de gesto grandilocuente… Así que se marchaban y esperaban que él saliera tras ellas. ¿Sabes lo que hacía él?
—Nada —respondí suavemente, conociendo a mi hombre. Un hombre que no socializaba con las mujeres con las que se acostaba y que no se acostaba con las que sí socializaba. Corinne y yo éramos las únicas excepciones a esa regla, que era otra razón por la que me daban ataques de celos de su ex.
—Nada salvo asegurarse de que Angus las dejara en su casa sin ningún percance —confirmó, haciéndome pensar que ella había intentado esa táctica en algún momento—. Pero cuando tú te marchaste, él no pudo salir detrás de ti con la suficiente rapidez. Y estaba muy alterado cuando se despidió. Parecía… ido.
Porque le había entrado miedo. Cerré los ojos y me pateé mentalmente.
Con fuerza.
Gideon me había dicho más de una vez que le aterrorizaba que saliera corriendo, porque no podía soportar la idea de que no volviera. ¿De qué servía que le dijera que no me imaginaba la vida sin él cuando con tanta frecuencia le mostraba todo lo contrario con mis actos? ¿Era de extrañar que no se hubiera abierto a mí respecto a su pasado?
Yo debía dejar de correr. Gideon y yo íbamos a tener que pelear por ello, por nosotros, si queríamos alimentar alguna esperanza de que nuestra relación funcionara.
—¿Estoy en deuda contigo yo ahora? —pregunté en tono neutro, mientras devolvía el adiós con la mano a Mark cuando se iba a almorzar.
Magdalene exhaló apresuradamente.
—Gideon y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo. Nuestras madres son muy amigas. Tú y yo nos veremos por ahí, Eva, y confío en que encontremos la forma de evitar momentos incómodos.
Aquella mujer se me había acercado para decirme que en cuanto Gideon me «metiera la polla» todo habría «terminado». Y me había venido con ésas justo cuando yo me sentía especialmente vulnerable.
—Mira, Magdalene, si tú no montas dramas, todo irá bien. —Y dado que ella estaba siendo tan franca…—: Puedo fastidiar mi relación con Gideon yo solita, de verdad. No necesito ayuda.
Ella se rio por lo bajo.
—Creo que ése fue mi error, fui demasiado cuidadosa y demasiado complaciente. Él debe ponerse a ello contigo. Bueno… se ha terminado mi minuto. Te dejo.
—Que tengas un buen fin de semana —dije, en vez de gracias.
Seguía sin fiarme del motivo de su llamada.
—Tú también.
Mientras dejaba el auricular en su soporte, se me fue la mirada a las fotos de Gideon y de mí. De repente me sentí tremendamente acaparadora y posesiva. Él era mío; sin embargo, no podía estar segura de si de un día para otro seguiría siéndolo. Y la idea de que pudiera pertenecer a otra mujer me enloqueció.
Abrí el cajón inferior y saqué mi smartphone del bolso. Impulsada por la necesidad de que él pensara en mí con la misma fiereza, le escribí un mensaje sobre cuánto deseaba devorarle: «Daría cualquier cosa por mamártela ahora mismo».
Sólo de pensar en él cuando me metía su polla en la boca… en los sonidos salvajes que emitía cuando estaba a punto de correrse…
Me levanté y borré el mensaje en cuanto vi que había salido, luego volví a guardar el teléfono en el bolso. Como era mediodía, cerré todas las ventanas del ordenador y me dirigí a recepción a buscar a Megumi.
—¿Te apetece algo en particular? —me preguntó, poniéndose en pie y dándome la oportunidad de admirar su vestido con cinturón, sin mangas y de color lavanda.
Su pregunta, tan próxima al texto que acababa de escribir, me hizo toser.
—No. Lo que tú quieras. No soy tiquismiquis.
Salimos por la puerta acristalada y nos dirigimos a los ascensores.
—Estoy deseando que llegue el fin de semana —dijo Megumi con un quejido al tiempo que apretaba el botón de llamada con un dedo que lucía uña postiza—. Sólo falta un día y medio.
—¿Tienes algún plan interesante?
—Está por ver. —Suspiró y se entremetió el pelo detrás de la oreja—. Cita a ciegas —explicó con pesar.
—Ah. ¿Te fías de la persona que te lo ha organizado?
—Mi compañera de piso. Más vale que por lo menos el tipo sea físicamente atractivo, porque sé dónde duerme ella por la noche y las revanchas son un asco.
Yo sonreía cuando el ascensor llegó a nuestro piso y nos metimos dentro.
—Bueno, eso aumenta las posibilidades de pasártelo bien.
—En realidad no, puesto que ella le conoció también en una en una cita a ciegas. Jura que es un tipo estupendo, pero que es más mi tipo que el suyo.
—Humm.
—Ya lo sé, ¿vale? —Megumi meneó la cabeza y levantó la vista hacia la antigua y decorativa aguja que había sobre las puertas de la cabina y que marcaba los pisos que iban pasando.
—Ya me contarás cómo te va.
—Claro. Deséame suerte.
—¡Por supuesto!
Acabábamos de salir al vestíbulo cuando noté que me vibraba el bolso debajo del brazo. Mientras pasábamos por los torniquetes, saqué el teléfono y se me encogió el estómago al ver el nombre de Gideon.
Me estaba llamando, no contestándome con un mensaje erótico.
—Discúlpame —le dije a Megumi antes de contestar.
Ella hizo un gesto despreocupado con la mano.
—Adelante.
—Hola —le saludé alegremente.
—Eva.
Di un traspiés al oír cómo pronunció mi nombre. Cuánto prometía la aspereza de aquella voz.
Aflojé el paso y me di cuenta de que me había quedado muda, sólo de oírle decir mi nombre con aquella tensión anhelada, aquel tono incisivo que me decía que deseaba penetrarme más que ninguna otra cosa en el mundo.
Mientras la gente se apresuraba a mi alrededor, entrando y saliendo del edificio, yo me había quedado parada ante el abrumador silencio de mi teléfono. Él me requería de manera callada, casi irresistible. No hacía ningún ruido, ni siquiera le oía respirar, pero notaba su sed. De no ser porque Megumi me esperaba pacientemente, estaría subiendo en el ascensor hasta el último piso para satisfacer su tácita orden de llevar a cabo mi ofrecimiento.
Me estremecí al recordar la vez en que se la había mamado en su oficina, se me hacía la boca agua. Tragué saliva.
—Gideon…
—Reclamabas mi atención… ya la tienes. Quiero oírte decir esas palabras.
Noté que me sonrojaba.
—No puedo. Aquí no. Te llamo luego.
—Acércate a la columna y échate a un lado.
Inquieta, le busqué con la mirada. Luego me di cuenta de que el identificador de llamada le situaba en su oficina. Levanté la vista, buscando las cámaras de seguridad. Inmediatamente, supe que tenía los ojos fijos en mí, ardientes y deseosos. Sentí una oleada de excitación, provocada por su deseo.
—Date prisa, cielo. Tu amiga te espera.
Me fui hacia la columna, con la respiración agitada y audible.
—Dime, Eva. El mensaje que me has enviado me la ha puesto dura. ¿Qué piensas hacer al respecto?
Me llevé una mano a la garganta y miré con impotencia a Megumi, que me observaba con las cejas enarcadas. Alcé un dedo para pedirle un minuto más, luego le di la espalda y susurré.
—Quiero tenerte en la boca.
—¿Para qué? ¿Para jugar conmigo? ¿Para burlarte de mí como lo estás haciendo ahora? —No hablaba con vehemencia, sino con serena severidad.
Era consciente de que debía ser muy cuidadosa cuando Gideon se ponía serio al hablar de sexo.
—No. —Levanté la cara hacia la cúpula tintada del techo que escondía la cámara de seguridad más cercana—. Para hacer que te corras. Me encanta hacer que te corras, Gideon.
Él exhaló con brusquedad.
—Un regalo, entonces.
Sólo yo sabía lo que significaba para Gideon ver el acto sexual como un regalo. Anteriormente, para él el sexo se relacionaba con el dolor y la humillación o con la lujuria y la necesidad. Ahora, conmigo, se relacionaba con el placer y el amor.
—Siempre.
—Bien. Porque eres un tesoro para mí, Eva, y valoro mucho lo que hay entre nosotros. E incluso esa impulsiva necesidad de follar el uno con el otro constantemente que tenemos los dos significa mucho para mí, porque es importante.
Me apoyé en la columna, reconociendo que había caído en un viejo y destructivo hábito: aprovechaba la atracción sexual para disminuir mis inseguridades. Si Gideon me deseaba, no podía desear a nadie más.
¿Cómo sabía él siempre lo que tenía yo en la cabeza?
—Sí —musité, cerrando los ojos—. Es importante.
Hubo un tiempo en que recurría al sexo para sentir afecto, confundiendo deseo pasajero con verdadero cariño, que era la razón por la que ahora insistía en tener un cierto tipo de marco amistoso establecido antes de irme a la cama con un hombre. No quería volver a dejar la cama de un amante sintiéndome despreciable y sucia.
Y desde luego no quería degradar lo que compartía con Gideon sólo porque tuviera un miedo irracional a perderle.
Entonces me di cuenta de que estaba confusa. Tuve una sensación de malestar en el estómago, como si fuera a pasar algo terrible.
—Tendrás lo que quieras después del trabajo, cielo. —Su voz se tornó más grave, más ronca—. Mientras tanto, disfruta del almuerzo con tu compañera de trabajo. Estaré pensando en ti. Y en tu boca.
—Te quiero, Gideon.
Tuve que respirar hondo varias veces después de colgar para serenarme y volver con Megumi.
—Lo siento.
—¿Todo bien?
—Sí. Todo bien.
—¿Siguen las cosas calientes y difíciles entre Gideon y tú? —Me miró con una ligera sonrisa.
—Humm… —Ah, sí—. Sí, eso bien, también. —Y deseé con todas mis fuerzas poder desahogarme. Poder abrir la válvula y hablar de mis abrumadores sentimientos por él. De cómo me consumía pensar en él, de cómo su tacto en mis manos me volvía loca, de cómo la pasión de su alma torturada se me había clavado como una espada afilada.
Pero no podía. Nunca. Él era demasiado importante, demasiado conocido. Los chismes privados sobre su vida valían una pequeña fortuna. No podía arriesgarme.
—Él sí que está bien —estuvo de acuerdo Megumi—. Pero que muy bien. ¿Le conocías de antes de empezar a trabajar aquí?
—No, pero supongo que habríamos terminado por conocernos. —Debido a nuestro pasado. Mi madre hacía generosas donaciones a muchas instituciones benéficas que trabajaban contra el maltrato infantil, al igual que Gideon. Era inevitable que nuestros caminos se hubieran cruzado en algún momento. Me preguntaba cómo habría sido ese encuentro: él con una morena despampanante del brazo y yo con Cary. ¿Habríamos tenido la misma reacción visceral a distancia que la que tuvimos de cerca en el vestíbulo del Crossfire? Me había deseado desde el momento en que me vio en la calle.
—Me lo preguntaba. —Megumi empujó la puerta giratoria del vestíbulo—. He leído que la cosa va en serio entre vosotros dos —siguió diciendo cuando me puse a su lado en la acera—. Por eso pensé que quizá le conocías de antes.
—No te creas todo lo que lees en los blogs de cotilleo.
—¿Así que no vais en serio?
—Yo no he dicho eso. —A veces íbamos demasiado en serio. Dolorosa y tremendamente en serio.
Ella meneó la cabeza.
—Vaya, ya estoy metiéndome donde no me llaman. Lo siento. El cotilleo es uno de mis vicios. Como también los hombres increíblemente sexys como Gideon Cross. No puedo dejar de preguntarme cómo sería pillar a alguien cuyo cuerpo rezuma sexo por todas partes. Tiene que ser alucinante en la cama.
Sonreí. Estaba bien salir por ahí con otra chica. No es que Cary no supiera apreciar a un tío bueno también, pero no había nada como las conversaciones femeninas.
—No me oirás quejarme.
—¡Zorra con suerte! —Chocando hombros conmigo para darme a entender que bromeada, dijo—: ¿Y qué me dices del compañero de piso ese que tienes? Por las fotos que he visto, también está buenísimo. ¿Está solo ahora? ¿Me organizas una cita?
Volviendo la cabeza rápidamente, disimulé una mueca. Había aprendido por las malas a no volver a preparar encuentros entre conocidos o amigos y Cary nunca más. Era muy fácil quererle, lo cual terminaba con muchos corazones rotos porque él no podía corresponder de la misma manera. Cuando las cosas empezaban a ir demasiado bien, Cary las saboteaba.
—No sé si tiene pareja o no. Su vida es un poco… complicada en este momento.
—Bueno, si se presentara la oportunidad, desde luego no me opondría. Sólo lo digo. ¿Te gustan los tacos?
—Me encantan.
—Conozco un sitio un par de calles más allá. Vamos.
Las cosas me iban bien cuando Megumi y yo volvíamos de almorzar.
Después de cuarenta minutos de cotilleo, de comernos a los chicos con los ojos y de tres estupendos tacos de carne asada, me sentía fenomenal. Y volvíamos al trabajo con unos diez minutos de antelación, lo cual me alegraba, ya que últimamente no había sido muy puntual, aunque Mark nunca se quejaba.
La ciudad vibraba a nuestro alrededor, gente y taxis apresurándose entre el calor y la humedad crecientes, tratando de aprovechar al máximo las insuficientes horas del día. Observaba a la gente descaradamente, pasando los ojos por todo y por todos.
Hombres con trajes de ejecutivo y mujeres con faldas sueltas y chancletas. Señoras con ropa de alta costura y zapatos de quinientos dólares pasaban tambaleándose junto a humeantes carritos de perritos calientes y vendedores ambulantes que gritaban. La mezcla ecléctica de Nueva York era la gloria para mí y me provocaba un entusiasmo que me hacía sentir más dinámica que en ningún otro sitio en que hubiera vivido.
Nos detuvimos en un semáforo justo enfrente del Crossfire, y la mirada se me fue inmediatamente al Bentley negro parado a la puerta. Seguramente Gideon acababa de volver del almuerzo. No pude por menos de imaginarle sentado en su coche el día en que nos conocimos, mirándome mientras yo asimilaba la imponente belleza del Edificio Crossfire.
Sentí un cosquilleo sólo de pensar en ello…
De repente, me quedé helada.
Porque una atractiva mujer morena salió tan campante por las puertas giratorias justo en ese momento, y se detuvo, dándome la oportunidad de echarle un buen vistazo: el ideal de Gideon, tanto si él se había dado cuenta como si no. Una mujer en la que yo le había visto fijarse en cuanto la vio en el salón del Waldorf-Astoria. Una mujer cuyo porte y dominio sobre Gideon despertó en mí las peores inseguridades.
Corinne Giroux parecía un soplo de aire fresco con aquel vestido tubo color crema y unos zapatos de tacón rojo cereza. Se pasó una mano por aquel oscuro pelo que le llegaba hasta la cintura, y que no parecía tan liso como la noche anterior, cuando la había conocido. De hecho, daba la impresión de estar un poco revuelto. Y se frotaba la boca con los dedos, limpiándose el contorno de los labios.
Saqué mi smartphone, activé la cámara y tomé una foto. Con la aproximación del zoom, pude ver por qué se toqueteaba tanto la pintura de labios: la tenía corrida. No, más bien aplastada. Como tras un beso apasionado.
Cambió la luz del semáforo. Megumi y yo cruzamos con la multitud, acortando la distancia entre nosotras y la mujer a quien una vez Gideon dio promesa de matrimonio. Angus salió del Bentley y lo rodeó, luego habló brevemente con ella antes de abrirle la puerta trasera. El sentimiento de traición —la de Angus y la de Gideon— era tan intenso que no podía respirar. Me tambaleaba.
—¡Eh! —Megumi me agarró del brazo para sujetarme—. ¿Serás enclenque?, pero si sólo hemos tomado unos margaritas sin alcohol.
Vi cómo el esbelto cuerpo de Corinne entraba en la parte trasera del coche de Gideon con estudiada elegancia. Apreté los puños mientras notaba cómo me invadía la rabia. Entre los ojos nublados por furiosas lágrimas, el Bentley se separó del bordillo y desapareció.