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A Gregorovius, agente de fuerzas heteróclitas, le había interesado una nota de Morelli: «Internarse en una realidad o en un modo posible de una realidad, y sentir cómo aquello que en una primera instancia parecía el absurdo más desaforado, llega a valer, a articularse con otras formas absurdas o no, hasta que del tejido divergente (con relación al dibujo estereotipado de cada día) surge y se define un dibujo coherente que sólo por comparación temerosa con aquél parecerá insensato o delirante o incomprensible. Sin embargo, ¿no peco por exceso de confianza? Negarse a hacer psicologías y osar al mismo tiempo poner a un lector —a un cierto lector, es verdad— en contacto con un mundopersonal, con una vivencia y una meditación personales… Ese lector carecerá de todo puente, de toda ligazón intermedia, de toda articulación causal. Las cosas en bruto: conductas, resultantes, rupturas, catástrofes, irrisiones. Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse? Las formas exteriores de la novela han cambiado, pero sus héroes siguen siendo los avatares de Tristán[1], de Jane Eyre[2], de Lafcadio[3], de Leopold Bloom[4], gente de la calle, de la casa, de la alcoba, caracteres. Para un héroe como Ulrich (more Musil) o Molloy (moreBeckett), hay quinientos Darley (more Durrell). Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo». Pese a la tácita confesión de derrota de la última frase, Ronald encontraba en esta nota una presunción que le desagradaba.[5]

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