—¡Caramon!
Al parecer, siempre había alguien que lo despertaba.
—¿Eh?
—¡Es la hora!
Caramon se incorporó. Olvidando que ahora dormía en un catre y no en un montón de paja en el suelo, rodó sobre sí mismo, como tenía por costumbre, y de repente se encontró tendido en el suelo sin tener muy claro cómo había llegado allí. Cambalache se inclinó sobre él con expresión preocupada, acercó una linterna sorda y corrió la pantalla, dándole la luz de lleno en los ojos.
—¿Estás herido, Caramon?
—¡No! ¡Y corre la pantalla de ese maldito trasto! —gruñó, medio cegado.
—Lo siento. —Cambalache cerró la pantalla y la luz desapareció.
El guerrero se frotó la cadera dolorida por el trompazo mientras los latidos de su corazón volvían a un ritmo normal.
—«Ta» bien —farfulló de manera incomprensible—. ¿Qué hora es?
—Casi medianoche. ¡Date prisa! No, nada de armadura, mete demasiado ruido. Además, resulta intimidante. Anda, te alumbraré un poco.
Caramon se vistió rápidamente sin dejar de mirar a su amigo.
—Has estado en alguna parte. ¿Dónde has ido? —preguntó.
—A la ciudad —contestó Cambalache. Parecía muy animado; los ojos le brillaban y sonreía de oreja a oreja. Su júbilo tenía la desgraciada tendencia de remarcar su ascendencia kender. Al mirar a su amigo, Caramon pensó en el manzano y tuvo un escalofrío.
—Estamos de suerte esta noche, Caramon. Una suerte increíble. Claro que yo siempre he sido afortunado. Los kenders lo son por regla general. ¿Te habías dado cuenta de eso? Madre solía decir que era porque en un tiempo lejano los kenders eran los favoritos de un antiguo dios llamado Whizbang o algo por el estilo. Aunque, por supuesto, ya no anda por aquí. Según ella, ese dios se puso furioso con algún clérigo al que se le habían subido los humos y le lanzó una piedra a la cabeza y tuvo que abandonar la ciudad a toda prisa antes de que los guardias lo pillaran. Pero la suerte que les había dado a los kenders se les quedó pegada y por eso todavía la tienen.
—¿De verdad? —Caramon tenía los ojos como platos—. ¿Pasó eso? Tengo que contárselo a Raist. Le gusta coleccionar cuentos sobre los antiguos dioses. No creo que haya oído hablar de uno que se llamase Whizbang. Seguramente le interesará.
—Anda, deja que te ayude con esa bota. ¿Qué estaba diciendo? ¡Ah, sí! Suerte. ¡Hay dos caravanas de mercaderes en la ciudad! ¿Te imaginas? Una de enanos y la otra de humanos. Han venido para vender suministros al barón, y acabo de hacer una visita a los dos grupos.
—¿Así que tienes un plan? —Caramon sintió un inmenso alivio.
—No exactamente. —Cambalache intentó escaparse por la tangente—. Los trueques son como la masa del pan, que hay que darle tiempo a la levadura para que actúe.
—¿Y eso qué significa? —quiso saber Caramon, desconfiado.
—Que sé cómo preparar la masa, pero el negocio tiene que crecer por sí mismo. En marcha. —¿Adonde?
—¡Chist, no tan alto! Nuestra primera parada son los establos.
Así que iban a cabalgar hasta la ciudad, pensó Caramon, a quien le pareció una buena idea. Tenía el brazo entumecido por el ejercicio con la lanza, y ahora le dolía el trasero por el trompazo que se había dado. Cuanto menos ejercicio hiciera esta noche, mejor.
Los dos amigos salieron sigilosamente de los barracones. Solinari y Lunitari estaban fuera, la primera llena, y la segunda menguante. Unas nubes altas y finas cubrían las lunas como chales de seda, de modo que ninguna daba mucha luz, y difuminaban las estrellas.
Había guardias rondando por las murallas del castillo del barón; de vez en cuando hacían un alto para quejarse —con buen talante— de estar perdiéndose la diversión en la ciudad. Vigilaban el exterior del castillo, no el interior, así que no advirtieron que dos figuras se deslizaban de sombra en sombra, dirigiéndose a los establos. Caramon se preguntó cómo se las habría arreglado Cambalache para convencer a alguien para que les dejara caballos, pero cada vez que empezaba a preguntar, su amigo le chistaba para que guardara silencio.
—¡Espera aquí! Y estate ojo avizor —ordenó el semikender, que dejó a Caramon en la puerta del establo y se metió en las cuadras con gran sigilo.
El guerrero aguardó presa del nerviosismo. Alcanzaba a oír sonidos del interior del establo, pero no los identificaba. Uno de ellos era un ruido sordo, acompañado de un tintino metálico. Luego, el de algo pesado que hacía chirriar el suelo de madera. Por fin apareció Cambalache, falto de resuello pero triunfante, arrastrando una silla de montar. Caramon miró la silla, consciente de que faltaba algo. —¿Dónde está el caballo?
—Coge esto, ¿quieres? —dijo su amigo, que soltó el pesado objeto a los pies del hombretón—. ¡Caray! Jamás imaginé que pesara tanto. Estaba puesta en lo alto de un poste, y que descolgarla y fue todo un esfuerzo. Pero tú sí puedes transportarla, ¿verdad?
—Bueno, sí, claro. —Caramon observó el aparejo con mayor detenimiento—. Se parece a la silla que el capitán Senej lleva en su caballo.
—Y lo es —contestó Cambalache.
Caramon gruñó, complacido por haberla reconocido. Levantó el aparejo sin demasiado esfuerzo y entonces se le ocurrió algo.
—¿Llevarla adonde? —preguntó.
—A la ciudad. Ven, es por aquí. —Cambalache echó a andar.
—¡No, señor! —Caramon tiró la silla al suelo—. No, señor. La sargento Nemiss dijo que nada de robar, y también dijo que yo era responsable, y aunque en realidad no creo que el manzano aguantase mi peso si decidieran colgarme en él, sin duda habrá algún roble por aquí cerca.
—Esto no es robar, Caramon —arguyo su amigo—. Y tampoco coger prestado. Es comerciar.
El guerrero seguía sin convencerse.
—No, señor. —Sacudió la cabeza.
—Mira, Caramon, te garantizo que el capitán se sentará en una silla cuando monte mañana en su caballo, igual que se sentó en una hoy. Lo garantizo. Tienes mi palabra. A mí me gusta ese manzano tan poco como a ti.
—Bueno… —Caramon vaciló.
—Amigo, tengo que hacer este negocio —apremió Cambalache—. Si no lo hago, me echarán del ejército. La única razón de que haya durado tanto es porque el barón me ve como una novedad, pero eso no servirá cuando se emprenda la campaña. Entonces tendré que ganarme la vida, y he de demostrarles que puedo ser un miembro valioso de la compañía. ¡Tengo que hacerlo!
La expresión alegre había desaparecido del semblante de Cambalache. Estaba serio; mortalmente serio.
—Sé que es un error, pero… —El hombretón soltó un suspiro y recogió la silla del suelo; gruñó al notar el esfuerzo en el brazo dolorido—. De acuerdo. ¿Cómo salimos de aquí?
—Por la puerta principal —respondió despreocupadamente su amigo.
—Pero los guardias…
—Tú déjame hacer a mí.
Caramon gimió, pero no dijo nada. Se cargó la silla en la cabeza y siguió a Cambalache hacia la puerta.
—¿Adonde creéis que vais vosotros dos? —inquirió el guardia de la entrada muy sorprendido ante lo que parecía un gigante que en lugar de cabeza tenía una silla de montar.
—El capitán Senej nos envía, señor —dijo Cambalache al tiempo que saludaba—. Este estribo está medio suelto. Nos encargó que lo lleváramos a la ciudad a primera hora de la mañana.
—Pero si es de noche —protestó el guardia.
—Pasada la medianoche, señor —arguyo Cambalache—. Amanecerá dentro de nada. Sólo obedecemos órdenes, señor. —Bajó el tono de voz para añadir—: Ya sabéis lo puntilloso que puede ser el capitán Senej.
—Sí, y también sé que tiene en alta estima esa silla de montar —dijo el guardia—. De acuerdo, id.
—Sí, señor. Gracias, señor.
Cambalache cruzó las puertas, seguido por un acongojado Caramon. El último comentario del guardia —lo de que el capitán tenía en alta estima la silla— había hecho que el alma se le cayera a los pies.
—Cambalache… —empezó.
—La levadura, Caramon —lo atajó su amigo, que enfocó la linterna hacia la calzada—. Piensa en la levadura.
Caramon lo intentó, y con todas sus fuerzas, pero con ello sólo consiguió recordar que estaba hambriento.
—Ahí están las caravanas —anunció Cambalache mientras corría la pantalla de la linterna.
En ambos campamentos había hogueras encendidas. Humanos altos pasaban ante una de las lumbres de un lado para otro; enanos bajos y fornidos caminaban junto a la otra.
Caramon soltó la silla en el suelo, contento de poder tomarse un respiro. Uno de los campamentos estaba formado por un círculo de carretas cubiertas, con los caballos atados en una línea de estacas a un extremo. El otro era un círculo de carros más pequeños, con los ponis atados a sus respectivos vehículos.
Mientras los dos amigos observaban, un hombre alto salió del primer campamento y cruzó hacia el segundo.
—¡Reynard! —llamó a gritos, en Común—. ¡Tengo que hablar contigo!
Un enano se levantó de donde estaba sentado cerca de la hoguera y salió al encuentro del humano.
—¿Has decidido ya pagarme el precio que te pedí?
—Mira, Reynard, sabes que no tengo tanto acero en mi bolsillo.
—Vaya, entonces, ¿con qué te paga el barón, con madera?
—Tengo que comprar provisiones —argüyó el humano, quejumbroso—. Hay un largo camino hasta Southlund.
—Y se te hará más largo cabalgando a pelo. Ya sabes mi precio. ¡Lo tomas o lo dejas! —replicó Reynard, malhumorado, y empezó a alejarse.
—¿Seguro que no podemos llegar a un arreglo? —inquirió el humano, haciendo que el enano se detuviera—. ¡Podrías hacer una para mí! No me importa esperar.
—Pero a mí sí —repuso el enano—. No puedo pasarme diez días haciendo el gandul por aquí y perdiendo dinero sólo para hacerte una silla, y tú no quieres pagar el precio que te pido por la que tengo hecha. No. Vuelve cuando tengas una oferta seria que hacerme. —El enano regresó a la hoguera y a su jarra de cerveza, con sus compañeros.
Caramon bajó la vista a la silla de montar que estaba a sus pies.
—¿No estarás pensando…?
—La masa empieza a fermentar, amigo mío —susurró Cambalache—. Sí, empieza a fermentar. Adelante.
—¿Quién va? —Un hombre los observaba desde lo alto de una carreta.
—Amigos —respondió Cambalache.
—Son un tipo grande y otro bajito —informó el observador—. Y el tipo grande va cargado con una silla de montar. A lo mejor esto le interesa al jefe.
—¡Una silla de montar! —Un hombre de mediana edad, con el cabello y la barba canosos, se incorporó de un salto y los miró con desconfianza—. Es chocante que alguien venga al campamento con una silla de montar a estas horas de la noche. ¿Qué queréis?
—Nos hemos enterado a través de unos amigos nuestros que estabais buscando una buena silla de montar, señor —respondió cortésmente Cambalache—. También oímos que andáis un poco corto de acero en este momento. Tenemos una silla, una pieza estupenda, como podéis ver. Caramon, pon la silla aquí, a la luz de la hoguera, para que estos caballeros puedan verla bien. Y ahora, estamos dispuestos a negociar. ¿Qué tenéis para darme a cambio de esta excelente silla?
—Lo siento —dijo el hombre—. El jefe es quien la necesita, y no está en su carreta. Regresad mañana.
—Lástima. —Cambalache sacudió tristemente la cabeza—. Nos gustaría hacerlo, señor, de verdad, pero mañana tenemos que salir de patrulla todo el día. Estamos en el ejército del barón, ¿comprendéis? Caramon, coge la silla. Supongo que nuestros amigos estaban equivocados. Os deseo buenas noches, caballeros.
Caramon se agachó, recogió la silla de montar y volvió a cargársela sobre la cabeza.
—¡Un momento! —Un hombre alto, el mismo que habían visto antes hablando con el enano, bajó de un salto de una de las carretas—. He oído por casualidad lo que hablabas con Smitfee. Déjame echar un vistazo a esa silla.
—Caramon, deja la silla en el suelo —dijo Cambalache.
El guerrero suspiró. Ignoraba que comerciar fuera tan agotador; era mucho menos complicado trabajar para ganarse la vida. Volvió a soltar la silla en el suelo.
El humano la examinó, pasó la mano sobre el cuero, observó detenidamente las costuras.
—Está un poco desgastada —comentó un tanto desdeñoso—. ¿Cuánto pides por ella?
El tono del hombre era frío y brusco, pero Caramon había visto el modo en que su mano se demoraba sobre el buen cuero, y estaba seguro de que el avispado Cambalache también se había dado cuenta. La silla de montar del capitán era buena, la mejor de la compañía, y sólo la superaba la del propio barón.
—Bueno, veamos —dijo Cambalache mientras se rascaba la cabeza—. ¿Qué transportáis en las carretas?
—Carne de vaca —respondió, sorprendido, el hombre.
—¿Lleváis mucha?
—Montones de barriles.
Cambalache reflexionó un momento.
—De acuerdo, acepto la carne de vaca a cambio de la silla.
La expresión del hombre se tornó cautelosa. Aquello le parecía demasiado fácil.
—¿Cuánta carne quieres?
—Toda —contestó Cambalache.
—¡Tengo setecientos kilos de carne de vaca de primera calidad! —rio el hombre—. Al barón le he vendido únicamente un par de barriles. Ninguna silla de montar vale ese precio.
—Sois un buen negociador, señor. Sabéis regatear. —Cambalache parecía desconsolado—. De acuerdo, mi amigo y yo aceptamos cincuenta kilos. Pero tienen que ser de los trozos más selectos. Os mostraré los que queremos.
El hombre lo pensó un momento y después asintió y le tendió la mano.
—¡Trato hecho! ¡Smitfee, dales su carne!
—Pero, Cambalache —susurró Caramon, preocupado, en un tono no demasiado bajo—. ¡La silla del capitán! Se va a poner hecho…
—¡Chitón! —Cambalache le dio un codazo—. Sé lo que estoy haciendo.
Caramon sacudió la cabeza. Acababa de presenciar cómo su amigo cambiaba la silla del capitán, la silla que en tal alta estima tenía, por un barril de carne de vaca. Le dolían el brazo y el trasero, y estaba convencido de que la silla le había arrancado la mayor parte del pelo desde la frente hasta la coronilla. Por si eso fuera poco, entre hablar sobre masa de pan y carne de vaca, su estómago estaba haciendo unos ruidos que nada tenían que envidiar a los de un tambor. Caramon tenía la acuciante sensación de que debía parar ese trato de inmediato, coger la silla y emprender el camino de vuelta al campamento. No lo hizo por dos razones: la primera, que al actuar así demostraría deslealtad hacia su amigo; la segunda, que no tenía ni pizca de ganas de cargar otra vez con aquella condenada silla.
El ayudante canoso los condujo hasta una de las carretas que estaban más alejadas. Allí cogió un barril y lo bajó a pulso al suelo.
—Aquí tenéis, caballeros —dijo—. Cincuenta kilos de carne de vaca de primera calidad. No encontraréis nada mejor de aquí a las Khalkhist.
Cambalache inspeccionó atentamente el barril, inclinándose para atisbar entre las tablillas de la tapa. Luego se enderezó, se puso en jarras, frunció los labios y recorrió con la mirada los otros barriles que había en la carreta.
—No, esta no vale. Quiero aquel barril —señaló—, el que está cerca de la parte delantera. El que tiene la marca blanca en el costado.
Smitfee dirigió la mirada hacia el jefe de la caravana, que estaba plantado con un pie a cada lado de la silla en ademán protector, por si acaso los dos negociantes albergaban la idea de intentar alguna argucia. El jefe de la caravana hizo un gesto de asentimiento, y Smitfee bajó el otro barril.
—Es todo vuestro, chicos. —Smitfee se alejó tras esbozar una sonrisa.
Caramon tuvo el terrible presentimiento de que sabía lo que venía a continuación, pero hizo un intento con la esperanza de evitarlo.
—Supongo que lo dejaremos aquí para que los hombres del barón lo recojan mañana con la carreta.
Cambalache le dedicó una sonrisa obsequiosa y sacudió la cabeza.
—No —dijo—, tenemos que llevarlo al campamento de los enanos.
—¿Y qué interés tienen los enanos en cincuenta kilos de carne de vaca?
—Ninguno, de momento —contestó Cambalache—. Creo que podrías hacer rodar el barril —añadió—. No es necesario que cargues con él.
Caramon se acercó al barril, lo tumbó de lado y empezó a empujarlo para que rodara sobre el irregular suelo. No era una tarea tan fácil como podría pensarse. El barril se mecía y brincaba, desviándose en cualquier dirección cuando menos se esperaba. Cambalache corría junto a él, guiándolo lo mejor que podía. Estuvieron a punto de perderlo en una ocasión, cuando el barril empezó a rodar con demasiada velocidad por la ladera de un pequeño cerro. A Caramon el corazón se le puso en un puño al ver que Cambalache se lanzaba sobre el barril para detenerlo. Cuando finalmente llegaron al campamento de los enanos, los dos amigos estaban sudorosos y exhaustos.
Condujeron el barril, rodándolo, hacia el campamento enano, y asustaron a uno de los ponis, que lanzó un agudo relincho. De golpe aparecieron enanos por todas partes. Uno de ellos, habría jurado Caramon, surgió de repente ante sus narices como si saliera de la tierra y le dio tal susto que lo sobresaltó tanto o más que el poni.
—Buenas noches, caballeros —saludó alegremente Cambalache a la par que les hacía una reverencia. Plantó la mano sobre el barril, que Caramon sujetaba con el pie para que no se moviera.
—¿Qué hay en ese barril? —preguntó uno de los enanos con aire desconfiado.
—¡Exactamente lo que andáis buscando, señor! —contestó Cambalache mientras palmeaba las duelas.
—¿Y qué se supone que es? —inquirió el enano. A juzgar por la longitud de sus patillas, debía de ser el jefe de la caravana—. ¿Cerveza, tal vez? —Sus ojos relucieron.
—No, señor —dijo Cambalache en tono desdeñoso—. Carne de grifo.
—¡Carne de grifo! —El enano estaba estupefacto.
Y también lo estaba Caramon, que abrió la boca, pero enseguida la cerró cuando Cambalache le atizó un pisotón.
—Cincuenta kilos de la mejor carne de grifo que un mortal podría esperar ver asándose, jugosa y tierna, sobre las brasas de una lumbre. ¿Habéis probado alguna vez la carne de grifo, señor? Algunos dicen que sabe como el pollo, pero se equivocan. Deliciosa. Es el único modo de describirla.
—Me quedo con cinco kilos. —El enano llevó la mano a la bolsa del dinero—. ¿Qué te debo?
—Lo siento, señor, pero no puedo dividir el lote. —Cambalache habló en tono de disculpa.
—¿Y qué voy a hacer con cincuenta kilos de cualquier tipo de carne, ni que sea de grifo ni que no? —El enano resopló. Mis muchachos y yo hacemos comidas sencillas durante el viaje. No tengo espacio en las carretas para desperdiciarlo en transportar caprichos tontos.
—¿Ni siquiera para celebrar la Fiesta del Arbol de la Vida la semana próxima? —Cambalache parecía escandalizado—. ¿La festividad enana más sagrada? ¿El día dedicado a honrar a Reorx?
—¿Qué? —Las espesas cejas del enano se enarcaron—. ¿Qué fiesta es esa?
—Pues la mayor celebración anual de Thorbardin, naturalmente. ¡Oh! —Un aparente apuro se reflejó en el rostro de Cambalache—. Claro, supongo que vosotros, al ser Enanos de las Colinas, no sabéis nada de eso.
—¿Y quién dice que no? —demandó, muy indignado, el enano—. Yo… Me lie un poco con las fechas, ¿sabes? Es por lo de este viaje. Uno pierde la noción del tiempo. Así que la semana próxima se celebra la Fiesta de… La Fiesta de…
—Del Arbol de la Vida —repitió Cambalache con ánimo de ayudar.
—¡Ya lo sé, no hace falta que me lo digas! —gruñó malhumorado el enano. Su expresión se tornó astuta—. Sé cómo celebramos nosotros, los Enanos de las Colinas, esa festividad, ojo, pero ignoro lo que hacen esos estirados patanes de Thorbardin. Tampoco es que me importe —añadió con aparente indiferencia—. Sólo es curiosidad.
—Bueno, pues allí se baila, se bebe —empezó Cambalache. Los enanos asintieron; eso era habitual en cualquier fiesta—. Abren un barril nuevo de aguardiente… —continuó. Los enanos empezaban a traslucir aburrimiento—. Pero la parte más importante de toda la fiesta es el Banquete de Grifo. Es bien sabido que el propio Reorx era un gran aficionado a la carne de grifo.
—¡Oh, sí, lo sabe todo el mundo! —convinieron solemnemente los enanos, aunque se miraron de reojo unos a otros.
—Se cuenta que una vez se zampó un costillar entero de una sentada, con guarnición y todo, y que después pidió el postre —prosiguió Cambalache.
Los enanos pusieron la mano derecha sobre el corazón e inclinaron la cabeza en actitud respetuosa.
—De modo que, en honor a Reorx, todos los enanos deben comer tanta carne de grifo como sean capaces de ingerir. Lo que sobra —agregó Cambalache con aire piadoso—, se da a los pobres en nombre de Reorx.
Uno de los enanos se enjugó una lágrima con la punta de la barba.
—En fin, muchacho —dijo el jefe con voz ronca—, ya que nos has recordado esa fecha señalada, vamos a quedarnos con el barril de carne de grifo. Ahora mismo ando un poco corto de dinero. ¿Qué aceptarías a cambio?
Cambalache se quedó pensativo unos segundos.
—¿Qué tenéis que sea excepcional, algo de lo que sólo tengáis un ejemplar?
—Bueno —empezó el enano, cogido por sorpresa—, tenemos…
El jefe de la caravana ofreció uno de sus productos. —No— rehusó de plano Cambalache. —Eso es inaceptable.
—¿Y qué tal…? —El enano hizo otra oferta.
—Me temo que no sirve —dijo Cambalache al tiempo que sacudía la cabeza.
—Eres un negociador muy duro, muchacho —manifestó el enano, ceñudo—. Está bien, me has puesto entre la espada y la pared. —Miró en derredor para asegurarse de que nadie estaba pendiente de lo que hablaban—. Una armadura completa que se manufacturó en Pax Tharkas por los mejores forjadores enanos para sir Jeffrey de Palanthas.
El jefe de la caravana enlazó las manos sobre el vientre y miró a los dos amigos, esperando verlos impresionados.
—¿Y no creéis que sir Jeffrey podría necesitar su armadura? —preguntó Cambalache, enarcando las cejas.
—No adonde va, me temo. —El enano señaló al cielo—. Sufrió un trágico accidente. Resbaló en las letrinas.
—Supongo que la armadura incluye el escudo y la silla de montar —insinuó Cambalache tras pensarlo un momento.
Caramon contuvo la respiración.
—El escudo, sí. La silla de montar, no.
Caramon se quedó desinflado.
—La silla ya está comprometida —aclaró el enano.
Cambalache reflexionó sobre el asunto un minuto largo antes de contestar.
—De acuerdo, aceptamos la armadura y el escudo.
Tendió la mano al enano, que hizo lo propio, y se las estrecharon para cerrar el trato, justo encima del barril que contenía la carne sagrada del grifo.
El jefe de la caravana se dirigió hacia una carreta y regresó arrastrando un cajón de buen tamaño. Encima del cajón había un escudo con el emblema del martín pescador repujado en la bruñida superficie. Jadeando, el enano soltó la enorme caja a los pies de Cambalache.
—Aquí tienes, muchacho. No sabes cómo te lo agradezco, porque así habrá sitio para cargar la carne.
El semikender le dio las gracias a su vez y miró a Caramon, que se agachó y, en medio de gruñidos y resoplidos, se echó el cajón al hombro.
—¿Por qué les dijiste que era carne de grifo? —demandó una vez que se hubieron alejado el trecho suficiente para no ser oídos.
—Porque no se habrían interesado por una carne de vaca corriente y moliente —contestó Cambalache.
—¿Y no se darán cuenta de que los has engañado cuando abran el barril?
—Si se dan cuenta, jamás lo admitirán. Ni siquiera ante sí mismos —adujo Cambalache—. Jurarán que es la mejor carne de grifo que han comido en su vida.
Caramon tardó unos segundos en asimilar aquello, mientras se encaminaban de vuelta a la calzada que llevaba al castillo del barón.
—¿Crees que esta armadura bastará para compensar al capitán por la pérdida de su silla de montar? —preguntó al cabo. Su tono ponía de manifiesto que albergaba serias dudas al respecto.
—No, me parece que no —dijo su amigo—. Y ese es el motivo por el que vamos a volver al campamento de los humanos.
—¡Pero si está en esa otra dirección! —señaló Caramon.
—Sí, pero es que antes quiero echar una ojeada a la armadura.
—Podemos hacerlo aquí.
—No, ni hablar. ¿Pesa mucho el cajón?
—Sí —gruñó Caramon.
—Entonces tiene que ser una buena armadura —razonó Cambalache.
—Qué suerte que supieses todo eso sobre la fiesta de Thorbardin —comentó el guerrero, que iba doblado por el peso de la caja.
—¿Qué fiesta? —preguntó Cambalache, que tenía la cabeza en otras cosas.
—¿Quieres decir que…? —empezó Caramon, mirándolo de hito en hito.
—¡Ah, eso! —Cambalache sonrió y guiñó un ojo—. Quién sabe si no habremos dado inicio a toda una nueva tradición enana. —Miró hacia atrás para ver cuánto se habían alejado. Cuando las lumbres de los campamentos quedaron reducidas a pequeños puntos anaranjados en la oscuridad, ordenó hacer un alto—. Ven aquí, detrás de estas rocas —indicó con aire misterioso—. Deja el cajón en el suelo. ¿Puedes abrirlo?
Caramon hizo palanca en la tapa con su cuchillo de caza y la levantó. Cambalache enfocó la luz de la linterna en la armadura.
—¡Es la cosa más hermosa que he visto en mi vida! —exclamó el guerrero en tono reverente—. Ojalá Sturm pudiera verla. Fíjate en el martín pescador grabado en el peto. Y las rosas en la visera del yelmo. Y en el excelente trabajo realizado en las partes de cuero. ¡Es perfecta! ¡Perfecta!
—Demasiado —rezongó Cambalache, que se mordisqueó el labio inferior. Miró en derredor, cogió una piedra de buen tamaño y se la tendió a Caramon—. Toma, dale unos cuantos golpes.
—¿Qué? —El guerrero se quedó boquiabierto—. ¿Te has vuelto loco? ¡Se abollaría!
—¡Sí, sí! —dijo su amigo, impaciente—. ¡Vamos, date prisa!
Caramon golpeó la armadura con la piedra, aunque se encogía con cada abolladura que le hacía al hermoso peto, casi como si los golpes los recibiese él.
—Toma —dijo finalmente, entre jadeos—. Con eso debería… —Enmudeció y miró estupefacto a Cambalache, que había cogido su cuchillo y procedía a hacerse un corte en el antebrazo—. Pero ¿qué demonios…?
—Fue una lucha épica, desesperada —murmuró su amigo, que había puesto el brazo sobre la armadura y contemplaba cómo su sangre goteaba sobre ella. Pero es reconfortante saber que el pobre sir Jeffrey murió como un verdadero héroe.
Smitfee dio el alto a los dos amigos al borde del círculo formado por las carretas.
—¿Y ahora qué pasa? —demandó.
—Vengo a proponer un negocio, señor —anunció cortésmente Cambalache.
—Me pregunto dónde he visto orejas como esas con anterioridad. —Smitfee observó al joven con detenimiento—. ¡Ya lo tengo! Hay algo de ascendencia kender en ti, ¿verdad, chico? Aquí no apreciamos mucho a los kenders, aunque sólo tengan un mínimo mestizaje. El jefe está durmiendo, así que largaos…
—Vi a Hacho Barra de Acero llevar ese barril de carne a su carro —dijo el jefe de la caravana, saliendo detrás de la carreta—. A mí ni siquiera quiso comprarme un mísero cuadril. ¿Cómo lo habéis convencido?
—Lo siento, señor —se excusó Cambalache, que tenía las mejillas ruborizadas—. Secreto profesional. Sin embargo, conseguimos algo a cambio. Algo que creo podríais encontrar interesante.
—Ya. ¿Y qué es?
Los dos humanos miraron el cajón de embalaje con curiosidad.
—Caramon, ábrelo.
—¡Bah, una vieja armadura abollada! —dijo Smitfee.
—No es una armadura cualquiera, caballero —le contradijo Cambalache, que adoptó un tono fúnebre—. Es la armadura mágica de sir Jeffrey de Palanthas, junto con su escudo. De hecho, es la última armadura que llevó el aguerrido sir Jeffrey —manifestó poniendo énfasis—. Describe el combate, Caramon.
—¡Oh…! ¡Eh…! Sí, claro —balbució el guerrero, sobresaltado por su nuevo papel como narrador—. Bien, pues, había… ¡Eh…! Seis goblins…
—Veintiséis —lo interrumpió Cambalache—. Y ¿no habrás querido decir hobgoblins?
—Sí, eso es. Veintiséis hobgoblins. Lo tenían rodeado.
—Había una niñita rubia involucrada, creo —apremió Cambalache—. La hija de una princesa. Y un cachorro de grifo, que era su animal de compañía.
—Exacto. Los goblins intentaban llevarse a la hija de la princesa.
—Y al cachorro de grifo…
—Eso, y al cachorro de grifo. Sir Jeffrey arrebató al cachorro de melena dorada…
—Y a la niña…
—Y a la niña, de las garras de los hobgoblins y se la entregó a su madre, la princesa, a quien dijo que escapara. Luego se situó de manera que un árbol le cubriera la retaguardia y desenvainó la espada. —Caramon desenfundó la suya para ilustrar mejor el relato—. Arremetió a izquierda y a derecha, y los hobgoblins cayeron con cada golpe de su arma. Pero eran demasiados. La maza embrujada de un goblin lo golpeó aquí —señaló Caramon—, y rompió el conjuro protector, atravesando la armadura y asestándole un golpe mortal. Lo encontraron al día siguiente, rodeado por veinticinco cadáveres de hobgoblins. E incluso se las arregló para herir al último mientras exhalaba su postrer aliento.
Caramon envainó la espada con actitud noble.
—¿Y la niña de cabello rubio se salvó? —preguntó Smitfee—. ¿Y el cachorro de grifo?
—La princesa le puso al cachorro el nombre de Jeffrey —dijo con voz trémula Cambalache.
Hubo unos instantes de silencio respetuoso. Smitfee puso rodilla en tierra y tocó la armadura con sumo cuidado.
—¡En nombre del Abismo! —exclamó, atónito—. ¡La sangre está fresca aún!
—Ya dijimos que la armadura era mágica —contestó Caramon.
—Y esta reliquia de tan famosa batalla estaba en manos de los enanos, sin pena ni gloria, desperdiciada —comentó Cambalache—. Pero se me ocurrió que alguna caravana que viajara por casualidad hacia el norte, a Palanthas, podría llevar esta armadura y su historia a la Torre del Sumo Sacerdote…
—Da la casualidad de que nosotros nos dirigimos al norte —intervino el jefe de la caravana—. Os daré otros cincuenta kilos de carne por la armadura.
—No, señor. Me temo que no me sería de provecho más de vuestra carne —objetó Cambalache—. ¿Qué otras cosas tenéis?
—Manos de cerdo conservadas en salmuera. Un par de quesos de buen tamaño. Veinticinco kilos de lúpulo…
—¡Lúpulo! ¿De qué clase?
—Ergothiano, superior. Tratado mágicamente por los elfos kalanestis para hacer con él la mejor cerveza.
—Disculpadnos. Mi amigo y yo tenemos que conferenciar. —Hizo una seña a Caramon para retirarse unos pasos.
—Los enanos no viajan mucho a Ergoth últimamente, ¿verdad? —susurró.
—No, si tienen que ir en barco —contestó Caramon—. Mi amigo Flint no soporta meterse en una embarcación. Vaya, pero si una vez…
Cambalache se alejó dejándolo con la palabra en la boca. Al llegar junto al jefe de la caravana le tendió la mano.
—De acuerdo, señor, creo que podemos cerrar el trato.
Smitfee levantó la caja de la armadura, manejándola con gran respeto, y regresó al cabo de unos minutos con otra caja grande cargada al hombro. La soltó en el suelo delante de Cambalache y les dio las buenas noches a los dos amigos.
Caramon bajó la vista a la caja y después miró a Cambalache.
—Qué historia tan interesante y conmovedora, Caramon —dijo su amigo—. Casi me echo a llorar.
El guerrero se agachó, recogió la caja y se la cargó a la espalda.
—Bien, ¿qué me traéis esta vez? —preguntó el enano.
—Lúpulo. Veinticinco kilos —respondió Cambalache en tono triunfante.
—Es obvio que no has tenido trato con enanos, ¿verdad, chico? ¡Es bien sabido que hacemos la mejor cerveza de todo Krynn! Cultivamos nuestro propio lúpulo y…
—No como este —lo interrumpió el semikender—. ¡No lúpulo ergothiano!
El enano dio un respingo.
—¡Ergothiano! —exclamó—. ¿Estás seguro?
—Oledlo, si queréis —lo animó Cambalache.
El enano olisqueó el aire y luego intercambió una mirada con sus compatriotas.
—¡Diez monedas de acero por la caja!
—No, lo siento —rechazó Cambalache—. Vamos, Caramon. Hay una taberna en la ciudad donde nos darán…
—¡Esperad! —gritó el enano—. ¿Qué te parece dos juegos de porcelana de Hylar con copas a juego? ¡Y de regalo, cubiertos de oro!
—Soy hombre de armas —adujo Cambalache, con la cabeza vuelta hacia atrás y sin dejar de caminar—. ¿Para qué necesito platos de porcelana y cucharas de oro?
—Hombre de armas. De acuerdo. ¿Qué tal ocho arcos elfos encantados, manufacturados por los propios soldados qualinestis? Una flecha disparada por esos arcos jamás falla el blanco.
Cambalache se detuvo y Caramon dejó la caja en el suelo.
—Los arcos encantados y la silla de montar de sir Jeffrey —fue su contraoferta.
—No puedo hacerlo. —El enano sacudió la cabeza—. Se la prometí a otro cliente.
—Caramon, coge la caja —ordenó Cambalache, que echó a andar otra vez. El enano volvió a olisquear el aire.
—¡Espera! ¡Está bien, de acuerdo! —barbotó—. ¡La silla también!
Cambalache soltó la respiración que había estado conteniendo.
—Muy bien, señor. El trato está cerrado.
Caramon estaba profundamente dormido; en su sueño, luchaba contra veintiséis niñitas de cabellos dorados que habían estado atormentando a un lloroso hobgoblin. En consecuencia, el sonido de metal chocando contra metal pareció ser parte del sueño y por lo tanto no se tomó la molestia de despertarse. No hasta que la sargento Nemiss acercó a su cabeza la olla que estaba golpeando.
—¡Arriba, grandísimo holgazán! ¡La compañía de comandos es la primera en luchar! ¡Arriba he dicho!
Caramon y Cambalache habían regresado al campamento una hora antes del amanecer. Aturdido por la falta de sueño, el guerrero siguió a los demás, dando trompicones, para ocupar su sitio en las filas de hombres alineados delante de los barracones.
La sargento hizo que se pusieran firmes y estaba a punto de dar la orden de marchar en columna cuando el sonido de los cascos de un caballo a galope y una voz gritando iracunda interrumpió el proceso.
El capitán Senej frenó a su nervioso corcel y desmontó de un salto. Su semblante estaba tan encendido como el sol matinal; de un tono rojo intenso. Asestó una mirada feroz a toda la compañía, tanto a reclutas como a veteranos, y todos los hombres se achicaron ante la abrasadora mirada iracunda.
—¡Maldita sea! Uno de vosotros, bastardos, ha vuelto a cambiar mi silla por la del barón. Estoy harto de esta estúpida broma. La última vez que pasó, faltó poco para que el barón clavara mi cabeza en una pica. Y ahora, ¿quién es el responsable? —El capitán Senej adelantó la cuadrada mandíbula mientras marchaba a lo largo de la primera fila, taladrando con los ojos a los hombres—. ¡Vamos, estoy esperando!
Nadie se movió. Nadie habló. Si el Abismo se hubiese abierto a sus pies, Caramon habría sido el primero en zambullirse de cabeza en él.
—¿Nadie lo admite? —bramó el capitán—. Muy bien. ¡Toda la compañía castigada a media ración durante dos días!
Los soldados gimieron, Caramon el que más. Le habían dado donde más le dolía.
—No castiguéis a los otros, señor —dijo una voz desde la parte posterior de la formación—. Lo hice yo.
—¿Quién demonios ha sido? —demandó el capitán, que atisbó por encima de las cabezas intentando localizar al soldado que había hablado.
—Yo soy el único responsable, señor. —Cambalache salió de la fila.
—¿Cómo te llamas, soldado?
—Cambalache, señor.
—Este hombre estaba a punto de ser licenciado, señor —se apresuró a informar la sargento—. De hecho, se marcha hoy.
—Eso no le exime de lo que ha hecho, sargento. Ante todo, tendrá que explicar al barón…
—Solicito permiso para hablar, señor —pidió respetuosamente Cambalache.
—Permiso concedido. —El capitán tenía un gesto sombrío—. ¿Qué tienes que alegar a tu favor, basca?
—La silla de montar no pertenece al barón, señor —contestó con humildad Cambalache—. Si queréis comprobarlo, id a los establos y veréis que la del barón sigue allí. Esta es vuestra, señor. Obsequio de la compañía C.
Los soldados intercambiaron miradas; la sargento Nemiss bramó una orden y todos volvieron a mirar al frente. El capitán examinó la nueva silla con detenimiento.
—Por Kiri-Jolith, tienes razón. Esta no es la silla del barón. Pero está hecha al estilo solámnico…
—El más actual, señor —abundó Cambalache.
—Yo… No sé qué decir. —El capitán Senej estaba emocionado, y la congestión de su rostro producida por la ira dio paso a un suave sonrojo de placer—. Debe de haber costado una pequeña fortuna. Y pensar que vosotros, soldados, colaborasteis para…
El capitán enmudeció a causa del nudo que tenía en la garganta.
—¡Tres hurras por el capitán Senej! —gritó la sargento… que no tenía idea de lo que estaba pasando, pero que estaba, más que dispuesta a llevarse los laureles.
Los soldados aclamaron a su superior con entusiasmo.
El capitán montó en el caballo, se sentó enorgullecido en, su nueva silla, respondió a los vítores haciendo una floritura con el sombrero y luego partió a galope, calzada adelante.
La sargento Nemiss giró en redondo hacia los soldados; sus ojos centelleaban y la expresión de su semblante era tormentosa. Clavó aquella mirada penetrante en Cambalache con tal intensidad que pareció descargar un rayo sobre el semikender.
—Está bien, basca, ¿qué demonios es todo esto? Sé positivamente que ninguno de nosotros ha comprado al capitán Senej una silla nueva. ¿Acaso la compraste tú, basca?
—No, señor —respondió sosegadamente Cambalache—. No la compré, señor.
—Uno de vosotros —la sargento hizo un ademán a los soldados—, que me traiga una soga. Te dije lo que haría si te pillaba robando, kender. ¡En marcha!
Cambalache, con el rostro sereno, se encaminó hacia el manzano. Caramon seguía firme en las filas, logrando a duras penas mantener el rostro inexpresivo; esperaba que su amigo no llevara la broma demasiado lejos.
Uno de los soldados regresó con una soga fuerte y se la entregó a la sargento. Cambalache se paró debajo del manzano; los soldados seguían firmes en la formación.
La sargento Nemiss meció ligeramente la cuerda y alzó la vista hacia el árbol para encontrar una rama adecuada. De repente se quedó petrificada, mirando fijamente hacia arriba.
—¿Qué demonios?…
Cambalache sonrió y bajó modestamente la vista al suelo.
La sargento Nemiss extendió la mano hacia el manzano, cogió algo y lo bajó con todo cuidado. Los hombres no osaron romper la formación, pero todos intentaron desesperadamente atisbar lo que la mujer sostenía en las manos. Uno de los veteranos perdió el control y soltó un quedo silbido. La mujer estaba tan estupefacta que ni siquiera advirtió aquella violación de disciplina.
En las manos sostenía un arco elfo. Miró de nuevo hacia arriba y contó siete más. Luego pasó la mano sobre la excelente madera, como si la acariciase.
—Estos son los mejores arcos de todo Ansalon —dijo—. ¡Se dice que son mágicos! Los elfos jamás han accedido a vendérselos a los humanos, a ningún precio. ¿Tienes una idea de lo que valen?
—Sí, señor —contestó Cambalache—. Cincuenta kilos de carne de vaca, una armadura solámnica un poco abollada y un cajón de lúpulo.
—¿Qué? —La sargento Nemiss parpadeó, desconcertada.
—Es cierto, señor —intervino Caramon, que dio un paso al frente y salió de la fila—. Cambalache no los robó. Hay unos humanos y unos enanos acampados en las afueras de la ciudad, y accedieron a hacer trueques. Cambalache negoció por cada una de esas cosas con todas las de la ley.
Eso último era un poco elástico, pero cuanto menos supiera la sargento sobre los extremos de la negociación, mejor. Como rezaba el dicho, ojos que no ven…
El semblante de Nemiss se tornó dulce, afable, encantador; frotó la mejilla contra la suave y flexible madera del arco elfo en un ademán de profundo cariño.
—Bienvenido a la compañía C, Cambalache —manifestó con lágrimas en los ojos—. ¡Tres hurras por Cambalache!
Los hombres obedecieron de buena gana.
—Y —añadió la sargento—, tres hurras por los trece nuevos miembros de la compañía C.
Ahora que las aclamaciones habían empezado, continuaron sin pausa, como si no fueran a acabar nunca.