17

—Buenas noticias, Túnica Roja —anunció Horkin al entrar con pasos algo inestables en el laboratorio. Apestaba a cerveza—. Tenemos órdenes de marchar. Partiremos dentro de dos semanas. —Soltó un suspiro saturado de vapores alcohólicos—. Eso no nos deja mucho tiempo, y hay un montón de trabajo que hacer de aquí a entonces.

—¡Dos semanas! —repitió Raistlin, que sintió un leve cosquilleo en el estómago. Se dijo que se debía al entusiasmo; y lo era… en parte. Alzó la vista del mortero y del majador que estaba manejando. La tarea que tenía asignada ese día era machacar especias, las cuales se utilizarían para condimentar la comida. Raistlin se había preguntado por qué se molestaba en hacerlo. Hasta ahora, lo más interesante que había encontrado en el guiso de conejo (que aparentemente era la única receta que conocía el cocinero) había sido una cucaracha. Y estaba muerta. Probablemente, intoxicada por la comida—. ¿Cuál es nuestro objetivo, señor? —preguntó, orgulloso de sí mismo al usar el término militar que había aprendido en el libro de Magius.

—¿Objetivo? —Horkin se pasó el envés de la mano por la boca para limpiarse la espuma que le quedaba en los labios—. Sólo uno de nosotros necesita conocer el objetivo, Túnica Roja. Y ese soy yo. Tú sólo tienes que ir donde se te ordene, hacer lo que se te diga y cuando se te diga. ¿Entendido?

—Sí, señor —contestó Raistlin tragándose la ira.

Quizás Horkin esperaba hacer estallar al joven para así tener la oportunidad de bajarle los humos otra vez. Ser consciente de ello hizo que Raistlin ejerciese un autocontrol mayor de lo habitual. Volvió a machacar las especias y lo hizo con tal entusiasmo que las ramitas de canela se hicieron añicos e impregnaron el aire con su intenso aroma.

—Conque imaginando que quien está ahí dentro soy yo, ¿verdad, Túnica Roja? —inquirió Horkin, que soltó una queda risita—. Te gustaría ver al viejo Horkin machacado y hecho una pulpa, ¿a que sí? Bien, bien. Deja el majado de especias por hoy. ¡Maldito cocinero! De todos modos, no sé qué demonios hará con ellas. Seguramente venderlas. ¡Sé positiva y condenadamente bien que no cocina con ellas!

Mascullando, se encaminó hacia la estantería donde estaban los libros de hechizos, recién limpiado el polvo, y alargó una mano inestable para coger el «caprichoso tomo negro» como él lo llamaba.

—Y hablando de vender cosas, voy a ir a la tienda de productos mágicos de la ciudad para vender estos libros. Ahora que tengo un mago de la Torre que puede leer este negro, quiero que lo examines y me digas cuánto calculas que debo pedir por él.

Raistlin se mordió el labio inferior para sofocar un grito de frustración. El libro era mucho más valioso por sus hechizos que la mísera suma que sin duda Horkin obtendría por él en la tienda de magia de Arbolongar del Prado. Los tenderos pagaban poco generalmente por libros de hechizos pertenecientes a los seguidores de Nuitari, dios de la luna negra, principalmente porque eran difíciles de revender, Muy pocos hechiceros Túnicas Negras tenía la temeridad de entrar sin tapujos en una tienda y rebuscar entre los libros de hechizos pertenecientes a los magos de su clase; libros de conjuros relacionados con necromancia, maldiciones, torturas y otras perversidades.

Como cualquier hechicero, los Túnicas Negras sabían de sobra que era improbable que se hallaran textos de hechizos importantes en las tiendas del ramo. Sí, de vez en cuando se oía que un mago había topado con un libro maravilloso de la antigüedad, con hechizos perdidos para el mundo, que yacía olvidado bajo una capa de polvo en el estante de alguna tienda decrépita en Flotsam, pero esos hallazgos eran contados. Un mago que quería un libro de hechizos poderosos no perdía el tiempo yendo de comercio en comercio, sino que viajaba a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, donde la selección era excelente y no se hacían preguntas.

Horkin soltó el volumen sobre la mesa del laboratorio y dedicó unos instantes a admirarlo —el trofeo de guerra— con la calva cabeza ladeada. Raistlin también contempló el libro, pero con mirada crítica y una curiosidad voraz de ver qué maravillas guardaba en sus páginas. Se le pasó por la cabeza la idea de que quizá podría comprárselo a Horkin, ahorrando su paga hasta que tuviera suficiente para pagarlo.

Eran escasas las posibilidades de que estuviese capacitado para leer alguno de los hechizos, ya que sin duda eran muy avanzados para su nivel. Y la mayoría de los conjuros, en especial los de magia negra, no tenía intención de ejecutarlos. Pero siempre podría aprender del libro. Todos los hechizos —buenos, malos y neutrales— estaban compuestos con las mismas letras del alfabeto mágico, que se unían de la misma forma para crear palabras. Era el modo en que esas palabras se pronunciaban lo que afectaba su ejecución.

Tenía otra razón —una buena razón— para desear estudiar ese libro. El texto había estado en posesión de un mago guerrero Túnica Negra; cabía la posibilidad de que algún día tuviera que defenderse contra esos mismos conjuros. Saber la composición de un hechizo era esencial para saber cómo destruirlo o cómo protegerse de sus efectos. Sin embargo, como el joven no tuvo más remedio que admitir, la verdadera razón de que estuviese interesado en ese volumen era su pasión por alcanzar conocimiento en el arte. Cualquier fuente —incluso una perversa— que le proporcionara ese conocimiento era preciosa a sus ojos.

El libro estaba bastante nuevo. La piel negra de la encuadernación aún brillaba y mostraba pocas señales de desgaste. La cubierta era original, llamativa; el término utilizado por Horkin la describía con bastante acierto. En su mayoría, la encuadernación de los libros de conjuros era sencilla y nada ostentosa. Quienes los hacían no pretendían despertar la curiosidad atrayendo la mirada —y las manos— de cualquier kender. Todo lo contrario. Los libros de hechizos eran discretos, modestos, buscando desdibujarse en las sombras, confiando en permanecer ocultos, pasar inadvertidos.

Ese libro era distinto. El título, Libro de sabiduría y poder arcano, estaba estampado en plata sobre la cubierta en el idioma Común, de manera que cualquiera podía leerlo. El Símbolo del Ojo —una alegoría sagrada para los hechiceros— aparecía grabado en las cuatro esquinas, estampado con pan de oro. A lo largo de los bordes aparecían signos en los que Raistlin se había fijado con anterioridad: runas de magia. El marcador era una cinta roja que sobresalía del tomo cerrado como un hilillo de sangre.

—Si por dentro es tan bonito como por fuera —dijo Horkin, que alargó la mano para abrirlo—, a lo mejor me lo quedo sólo por los grabados.

—¡Aguardad, señor! ¿Qué vais a hacer? —demandó Raistlin, que adelantó la mano para frenar la de Horkin.

—Voy a abrir el libro, Túnica Roja —repuso el maestro, que apartó los dedos de Raistlin con impaciencia.

—Señor, os suplico que procedáis con cautela —dijo el joven, que habló respetuosamente aunque también de un modo apremiante. Luego añadió en tono de disculpa—: En la Torre nos enseñan que debemos comprobar las posibles emanaciones mágicas de cualquier libro de hechizos antes de abrirlo.

Horkin resopló desdeñosamente y sacudió la cabeza al tiempo que mascullaba entre dientes algo sobre «bobadas pomposas», pero al advertir la firmeza del joven, el mago de más edad accedió con un ademán.

—Compruébalo, Túnica Roja. Aunque no olvides que, como ya te conté, cogí ese libro en el campo de batalla y lo llevé encima durante semanas sin que me ocasionara daño alguno. Ni descargas fulminantes, ni rayos ni ninguna otra cosa por el estilo.

—Sí, señor. —Raistlin sonrió maliciosamente—. Lección número siete: nunca está de más pecar de precavido.

Alargó la mano y la sostuvo en vilo sobre el libro, a un par de centímetros de la cubierta, con cuidado de no tocarla. La mantuvo mientras inhalaba y exhalaba lentamente cinco veces, abriendo la mente, alerta a la más leve sensación de magia. Había visto a los hechiceros de la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth realizar este ejercicio, pero nunca había tenido ocasión de intentarlo personalmente. No era sólo su vivo deseo de comprobar si funcionaba el procedimiento lo que lo acuciaba; había algo en el libro que le resultaba desconcertante.

—Qué extraño —murmuró.

—¿El qué? —inquirió anhelante Horkin—. ¿Qué pasa? ¿Notas algo?

—No, señor —repuso Raistlin, fruncido el entrecejo con extrañeza—. No noto nada. Y eso es lo que me resulta raro.

—¿Quieres decir que no hay nada de magia ahí dentro? —inquirió Horkin con sorna—. ¡Eso no tiene sentido! ¿Por qué iba a ir cargado de aquí para allí un Túnica Negra con un libro que no contiene hechizos?

—Exacto, señor. Por eso es extraño —insistió Raistlin.

—¡Oh, vamos, Túnica Roja! —Horkin apartó al joven de un codazo—. Olvídate de esas fantochadas oscurantistas. La mejor forma de enterarse de lo que hay dentro de esta maldita cosa es abrirla y…

—¡Por favor, señor! —Raistlin llegó incluso a cerrar su esbelta y dorada mano sobre la muñeca curtida y regordeta de Horkin. Volvió a mirar el libro con creciente recelo—. Hay muchas cosas que resultan inquietantes en este libro, maestro Horkin.

—¿Como cuáles? —Saltaba a la vista la incredulidad del hombre.

—Pensadlo, señor. ¿Habéis conocido alguna vez a un mago guerrero que tire su libro de hechizos? Su libro de hechizos, señor. ¡Su única arma! ¡Dejar que caiga en manos del enemigo! ¿Es eso lógico, señor? ¿Lo haríais vos? Equivaldría a… ¡A que un soldado arrojara su espada, quedándose indefenso!

Al parecer ese argumento dio qué pensar a Horkin, que dirigió una mirada recelosa al libro.

—Y hay algo más, señor —prosiguió Raistlin—. ¿Habéis visto alguna vez un libro de hechizos que proclame tan ostensiblemente que lo es? ¿Sabéis de algún texto de conjuros que anuncie sus misterios a todos sin excepción?

Raistlin esperó en tensión. Horkin seguía mirando el libro, ahora fijamente, fruncido el ceño, su mente no tan embotada por la cerveza como para no seguir el razonamiento de su pupilo. Apartó la mano de la tapa del volumen.

—Sin duda, tienes razón en algo, Túnica Roja —dijo finalmente—. Este condenado libro está más emperifollado que una mujer pública de Palanthas.

—Y quizá por la misma razón, señor —adujo el joven, que intentaba con todas sus fuerzas mantener un tono de humildad—. Para seducir. ¿Puedo sugerir que realicemos un pequeño experimento con él?

—¿Más magia de la Torre? —Saltaba a la vista la desaprobación de Horkin.

—No, señor. Nada de magia de ninguna clase. Necesitaré una madeja de hilo de seda, señor, si tenéis alguna a mano.

Horkin sacudió la cabeza. Parecía estar a punto de abrir el libro sólo para demostrar que no iba a dejarse aconsejar por un cachorro advenedizo. Sin embargo, como él mismo había dicho a Raistlin, si había sobrevivido en ese negocio se debía a que no era estúpido. Estaba dispuesto a admitir que Raistlin esgrimía argumentos convincentes.

—¡Maldita sea! —rezongó—. Ahora has picado mi curiosidad. Adelante, lleva a cabo tu «experimento», Túnica Roja. ¡Aunque no se me ocurre dónde vas a encontrar hilo de seda en los barracones de un ejército!

No obstante, Raistlin ya sabía dónde buscarlo. Si había insignias bordadas, tenía que haber hilo para hacerlo.

Se dirigió al castillo y le pidió una madeja a una de las criadas, que se la dio de buen grado y le preguntó, con una sonrisa tonta, si era verdad el rumor de que era gemelo del apuesto soldado que había visto en el patio y, en caso afirmativo, si haría el favor de decirle a su hermano que ella disponía de una noche libre cada dos semanas.

—¿Has conseguido el hilo? ¿Y ahora, qué? —preguntó Horkin cuando Raistlin hubo regresado. Saltaba a la vista que el mago de más edad empezaba a divertirse, tal vez con la idea de la eventual frustración del joven—. ¿Acaso estás pensando en sacar el libro al campo de entrenamiento y hacerlo volar, como una de esas cometas kenders?

—No, señor —repuso Raistlin—. No voy a hacerlo «volar». Empero, la sugerencia del campo de entrenamiento es una buena idea. Deberíamos realizar este experimento en un lugar apartado, y el campo donde solemos hacer las prácticas de magia sería ideal.

Horkin soltó un exagerado suspiro y sacudió la cabeza. Hizo intención de coger el libro, pero se detuvo.

—Supongo que no será peligroso llevarlo en la mano. ¿O crees aconsejable que lo sostenga con unas tenazas de la lumbre?

—Las tenazas no serán necesarias, señor —contestó el joven, pasando por alto su sarcasmo—. Habéis llevado el libro anteriormente sin sufrir ningún daño. No obstante, os sugiero que lo trasladéis en algún tipo de recipiente. ¿Qué tal este cesto? Es sólo para prevenir que se abra de manera accidental.

Riendo entre dientes, Horkin cogió el libro —con mucho cuidado, advirtió Raistlin— y lo dejó suavemente en el cesto de paja. Sin embargo, el joven le oyó mascullar mientras salían:

—¡Espero que no nos vea nadie! Menuda pinta de idiotas debemos de tener caminando con un libro dentro de un cesto.

Debido a la reunión de oficiales, ese día las tropas no tenían prácticas de entrenamiento y habían pasado la mañana limpiando sus equipos. Ahora estaban fregando y enjalbegando las paredes de los barracones por la cara exterior. Raistlin vio a Caramon, pero fingió no advertir el ademán de su hermano saludándolo y tampoco su alegre grito:

—¡Eh, aquí, Raist! ¿Adonde vas? ¿A una merienda campestre?

—¿Es ese tu hermano? —preguntó Horkin.

—Sí, señor —respondió el joven, manteniendo la vista al frente.

Horkin giró el grueso cuello para echar otra ojeada.

—Alguien me dijo que sois gemelos.

—Sí, señor —confirmó Raistlin, inexpresivo.

—Vaya, vaya. —Horkin observó al joven mago—. Vaya, vaya —repitió.

Al llegar al campo de entrenamiento, los dos hechiceros descubrieron para su decepción que la zona no estaba vacía como habían esperado. El Barón Loco se encontraba allí, haciendo prácticas.

Espoleó el caballo y, a galope tendido y lanza en ristre, el barón cargó contra un extraño artilugio, una especie de muñeco puesto en cruz y montado en una base de modo que girara al ser golpeado. En uno de los extremos del palo horizontal había clavado un escudo muy abollado, y en la otra punta se mecía una gran bolsa de arena.

—¿Qué es eso, señor? —inquirió Raistlin.

—Un estafermo —dijo Horkin, que observaba complacido la escena—. La lanza debe golpear el escudo en el punto preciso o… ¡Ah, vaya, ahí tienes lo que pasa, Túnica Roja!

El barón había errado la diana, golpeando el escudo de refilón, y ahora intentaba levantarse del suelo.

—¿Ves, Túnica Roja? Si no aciertas a dar al escudo justo en el centro, el impulso hace girar la bolsa de arena, que te atiza de lleno entre los omóplatos —explicó Horkin, cuando la risa lo dejó hablar.

El barón barbotó algunas de las palabrotas más originales y subidas de tono que Raistlin había oído mientras se frotaba el trasero. Su caballo emitió un suave relincho que sonó casi como una risita.

El barón sacó del bolsillo una masa húmeda y pulposa que había sido una manzana, pero que se había aplastado con su caída.

—Sufrirás como sufrí yo, amigo mío —le dijo al caballo—. Esto habría sido para ti si hubiese dado en la diana.

El corcel miró la fruta aplastada con desagrado, pero no fue tan orgulloso como para no aceptarla.

—¡Esa máquina acabará siendo vuestra muerte, milord! —comentó Horkin alzando la voz.

El Barón Loco se volvió hacia ellos, en absoluto desconcertado al descubrir que tenía audiencia. Dejó al caballo masticando la malparada fruta y se aproximó cojeando a los magos para conversar.

—¡Por los dioses, huelo como una prensa de sidra! —Ivor miró atrás, al estafermo, y sacudió la cabeza tristemente—. Mi padre daba justo en el centro todas las veces. ¡Por el contrario, es la bolsa la que siempre me acierta de lleno! —Rio de buena gana, de sí mismo y de su fracaso—. Toda esa conversación sobre caballeros me lo recordó. Se me ocurrió que podía sacar la vieja máquina y darle unos cuantos lanzazos.

Raistlin se habría muerto de vergüenza si hubiese sido él a quien hubieran sorprendido unos subordinados en postura tan poco decorosa. Empezaba a entender por qué el Barón Loco se había ganado tal apelativo.

—¿Qué te traes tú entre manos, Horkin? ¿Qué hay en el cesto? ¡Algo bueno, espero! ¡Un poco de vino, tal vez, coma pan y queso! ¡Estupendo! —El barón se frotó las manos—. Estoy hambriento. —Oteó el interior del cesto y enarcó una ceja—. No tiene un aspecto muy apetitoso, Horkin. El cocinero os trata peor de lo habitual.

—No lo toquéis, señor —se apresuró a advertir Horkin. Su rostro enrojeció al ver la inquisitiva mirada del barón—. El Túnica Roja cree que quizás en este libro de hechizos del Túnica Negra hay algo más de lo que aparenta. El —señaló a Raistlin con un pulgar— va a realizar un pequeño experimento.

—¿De veras? —El barón estaba intrigado—. ¿Te importa si miro? —le preguntó al joven mago—. No es nada de esas cosas secretas de magia, ¿verdad?

—No, señor —contestó Raistlin.

Las dudas lo habían asaltado desde que habían salido del recinto del castillo, y había faltado poco para que admitiera que estaba equivocado. ¡El libro tenía una apariencia tan inocente allí, metido en el fondo del cesto! No había razón para sospechar que era algo distinto a lo que se suponía que era. Horkin lo había llevado de aquí para allá y hasta ahora no le había sucedido nada. Iba a quedar como un necio no sólo delante de su superior —que ya le demostraba poca o ninguna consideración—, sino también ante el barón, quien tal vez estuviese loco, pero cuyo respeto Raistlin deseaba ganarse de repente. Estaba a punto de admitir humildemente que se había equivocado y retirarse con la poca dignidad que le quedara, cuando su mirada se posó de nuevo en el libro.

Aquel libro de hechizos, con su lujosa cubierta, sus cantos dorados y su roja cinta para marcar… Una mujer pública de Palanthas… Raistlin cogió el cesto.

—Señor —le dijo a Horkin—, lo que estoy a punto de hacer podría ser peligroso. Os sugiero respetuosamente que vos y su señoría os alejéis a aquella arboleda.

—Una idea excelente, milord —convino Horkin, dirigiéndose al barón, mientras plantaba firmemente los pies y se cruzaba de brazos—. Me reuniré con vos dentro de un momento.

Los oscuros ojos del noble chispearon y su sonrisa se ensanchó, de modo que la blancura de los dientes creó un poderoso contraste con la negra barba.

—Dadme unos minutos para que retire mi caballo —dijo y salió disparado, el dolor y el agarrotamiento olvidados por completo ante la perspectiva de la acción.

Condujo al animal al trote hasta la arboleda, lo ató a una rama, y regresó corriendo, con el rostro encendido por la excitación.

—¿Y ahora qué, Majere?

Raistlin alzó la vista, sorprendido y satisfecho de que el barón se acordara de su nombre. Esperaba fervientemente que el noble siguiera recordándolo después de que todo el asunto hubiese acabado; y no sólo como motivo de risa.

Al ver que ni Horkin ni el barón iban a seguir su consejo de retirarse a un lugar seguro, Raistlin se agachó, dejó el cesto en el suelo y sacó el libro de hechizos con extremo cuidado. Sólo durante un instante percibió un leve cosquilleo en las yemas de los dedos, aunque desapareció al momento, dejándole con la duda de si lo había sentido realmente. Hizo una breve pausa para concentrarse, pero el cosquilleo no se repitió, y el joven mago no tuvo más remedio que llegar a la conclusión, suspirando para sus adentros, que lo había notado sólo porque deseaba sentirlo con todas sus fuerzas.

Soltó el libro en el suelo, sacó la madeja de seda de un bolsillo e hizo una lazada en la punta del hilo. Ejecutando cada movimiento con extraordinaria precaución e intentando abstenerse de levantar la tapa, se preparó para pasar la lazada por la esquina superior derecha de la cubierta. Era un trabajo delicado. Si sus sospechas eran acertadas, el más mínimo movimiento en falso podría ser el último que hiciese.

Se alarmó al advertir que sus dedos temblaban y se obligó a tranquilizarse, a despejar la mente del miedo, a concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Sostuvo la lazada del hilo alrededor del pulgar, del índice y del corazón de la mano derecha; luego, lenta, muy lentamente, deslizó el hilo entre la cubierta y la primera página. Estaba conteniendo la respiración.

Una gota de sudor le resbaló por la nuca. Con gran horror notó opresión en el pecho, el golpe de tos que ascendía, listo para comprimirle la garganta. Lo contuvo, medio asfixiado, y ejerciendo todo el dominio que poseía, mantuvo inmóvil el hilo. Lo deslizó por la esquina, ciñó la lazada y retiró rápidamente la mano.

La presión del pecho cesó y la necesidad de toser desapareció. Alzó los ojos y vio a Horkin y al barón observándolo expectantes, en tensión.

—¿Y ahora qué, Majere? —inquirió el noble apenas en un susurro.

Raistlin hizo una inhalación temblorosa, trató de hablar, pero descubrió que se había quedado sin voz. Carraspeó y se incorporó, algo tembloroso.

—Hemos de retirarnos hasta los árboles —dijo. Se inclinó y, con toda delicadeza, recogió la madeja de seda, que empezó a devanar muy despacio—. Una vez estemos a una distancia segura, abriré el libro.

—Trae, deja que devane yo la madeja, Majere —se ofreció el barón—. Pareces al borde del agotamiento. No te preocupes, que lo haré con cuidado. Por Kiri-Jolith —exclamó mientras reculaba despacio, dejando que el hilo se deslizara entre sus dedos—, ignoraba que vosotros, los magos, llevaseis una vida tan excitante. Creía que todo era guano de murciélago y pétalos de rosa.

Los tres llegaron al pequeño soto, donde el caballo pacía y movía los ojos como si pensara que todos ellos merecían llevar el mote del barón.

—Aquí debemos estar a una distancia suficientemente segura. ¿Qué crees que pasará, Horkin? —El barón llevó la mano a la empuñadura del arma—. ¿Habremos de luchar contra una caterva de demonios del Abismo?

—No tengo ni idea, milord —contestó Horkin al tiempo que buscaba algún ingrediente para hechizos en su saquillo—. Esto es el espectáculo del Túnica Roja.

A Raistlin ni siquiera le quedaba aliento para comentar nada. Se arrodilló para situarse al mismo nivel del libro y tiró lentamente del hilo hasta que este estuvo tirante. El joven miró en derredor e indicó con un gesto a los dos hombres que se agacharan. Estos así lo hicieron, boquiabiertos por la sorpresa, la expectación y la emoción, con las armas prestas en las manos.

«Ahora o nunca», se dijo para sus adentros Raistlin, que contuvo el aliento a la par que tiraba del hilo de seda. La lazada se ciñó alrededor de la esquina del libro y se mantuvo firme. Con cuidado, para que el hilo no se soltara,

Raistlin tiró de la hebra. La cubierta del libro empezó a levantarse.

No ocurrió nada.

El joven mago siguió tirando del hilo. La tapa se abrió y Raistlin la sostuvo en posición vertical, donde permaneció inestable un momento antes de caer y abrirse del todo. La lazada se soltó de la esquina. El libro de hechizos estaba abierto, y la guarda, con grandes letras trazadas con oro y tintas azul y roja, tan ostentosas como las de la cubierta, titilaron burlonas a la luz del sol.

Raistlin agachó la cabeza para que los dos hombres no pudieran ver su rostro avergonzado. Sus ojos se clavaron en el libro —abierto tan tranquilamente, tan inofensivo— con odio. A su espalda oyó a Horkin toser con embarazo. El barón soltó un suspiro y empezó a incorporarse.

En ese preciso momento, una suave brisa agitó y pasó algunas hojas del libro.

La fuerza de la onda expansiva lanzó a Raistlin hacia atrás, contra Horkin, y el barón chocó contra el tronco de un árbol. El caballo relinchó aterrorizado, soltó de un tirón la brida y salió a galope hacia la seguridad del establo. Era un caballo entrenado para la batalla y estaba acostumbrado a los gritos, el entrechocar de las armas y a la sangre, pero no a libros explosivos. Y si alguien esperaba eso de él, se merecía algo mejor que una condenada manzana despachurrada.

—Que Lunitari me asista —musitó Horkin, sobrecogido—. ¿Estás herido, Túnica Roja?

—No, señor —contestó Raistlin, a quien le zumbaban los oídos por la explosión. Se incorporó—. Sólo un poco aturdido.

Horkin se puso de pie trabajosamente. Su cara, habitualmente rubicunda, estaba húmeda y tenía un matiz ceniciento, como la arcilla en la rueda del alfarero, en tanto que sus ojos miraban fijamente al frente, desorbitados.

—Y pensar que he llevado encima ese… esa cosa de aquí para allí… durante días.

Contempló el gigantesco agujero creado en el suelo y volvió a sentarse bruscamente.

Raistlin se acercó a ayudar al barón, que intentaba salir de entre las ramas de un arbolillo que había derribado en su caída.

—¿Os encontráis bien, milord? —se interesó.

—Sí, sí, estoy bien. ¡Maldición! —El barón inhaló profundamente y soltó el aire con fuerza. Dirigió la mirada hacia el campo de entrenamiento, donde unos hilillos de humo subían de la hierba chamuscada y se alejaban arrastrados por la brisa—. En nombre de todo lo sagrado y de todo lo que no lo es, ¿qué ha sido eso?

—Como sospechaba, milord, el libro tenía una trampa —explicó el joven mago intentando, sin éxito, evitar un tono triunfante en su voz—. El Túnica Negra había puesto un hechizo letal dentro del libro y después lo cubrió con otro que lo ocultó eficazmente. Por eso ni el maestro Horkin ni yo. —Raistlin sentía que podía mostrarse generoso en ese momento de victoria— pudimos notar magia emanando de él. Supuse que había que abrir el libro para activar el hechizo.

»En lo que no caí —admitió con el orgullo un tanto desinflado— era que abrir la propia cubierta no lo activaría, sino que también había que pasar páginas, probablemente un cierto número de ellas. De hecho, ahora que lo pienso, es lo lógico. —Raistlin miró la hierba ennegrecida, las pavesas que flotaban en el aire y que eran todo lo que quedaba del volumen—. Un conjuro elegante. Sencillo, sutil. Ingenioso.

Horkin resopló. Recuperado de la impresión, se acercó junto con Raistlin y el barón a inspeccionar los daños.

—¿Qué tiene de ingenioso? —espetó.

—El mero hecho de que os llevaseis el libro, señor. El Túnica Negra podría haber arreglado el conjuro para que actuara en el momento en que lo recogieseis, pero no lo hizo. Su verdadero objetivo era que os lo llevaseis de vuelta al campamento, entre vuestras tropas. Entonces, cuando lo hubieseis abierto…

—¡Por Luni, Túnica Roja! Si lo que dices es cierto… —Horkin se pasó una mano temblorosa por la frente, ahora perlada de sudor frío—. ¡Lo habríamos pasado todos muy mal!

—Sí, habría matado a muchos hombres —convino el barón sin quitar la vista del agujero. Echó el brazo sobre los hombros de Horkin en ademán afectuoso—. Por no mencionar a mi mejor mago.

—Uno de vuestros mejores magos, milord —dijo Horkin, que señaló a Raistlin con la barbilla y le sonrió de oreja a oreja—. Uno de ellos.

—Cierto —reconoció el noble, que alargó la mano para estrechar la de Raistlin—. Te has ganado más que de sobra un puesto entre nosotros, Majere. ¿O tal vez debería decir «sir Majere»? —añadió al tiempo que miraba a Horkin y guiñaba un ojo.

El barón enderezó la espalda y giró sobre sus talones para ver a su caballo desaparecer por la calzada.

—El pobre y viejo Azabache. ¡Mira que tener que aguantar libros que explotan en sus narices! Estará a mitad de camino de Sancrist a estas alturas. Será mejor que vaya para ver si puedo encontrarlo y tranquilizarlo. Os deseo una buena tarde, caballeros.

—Y a vos, milord —contestaron Horkin y Raistlin, que hicieron una reverencia.

—Túnica Roja, tengo que reconocerlo —manifestó Horkin, que echó el brazo sobre los hombros de Raistlin en ademán amigable—. Has salvado el pellejo al viejo Horkin. Te estoy agradecido y quiero que lo sepas.

—Gracias, señor —repuso Raistlin, que añadió modestamente—. Tengo un nombre, ¿sabéis, señor?

—Seguro que sí, Túnica Roja —dijo el mago de más edad, que a continuación le dio una palmada en el hombro que a poco no lo tira de bruces al suelo—. Seguro que sí.

Silbando una alegre melodía, Horkin echó a andar en pos del barón.