15

La lluvia caía sobre Sanction, sobre la ardiente lava que fluía lenta e incesantemente de los Señores de la Muerte, siseaba al entrar en contacto con la roca fundida y se convertía en vapor. El vapor ascendía cual sinuosas volutas en el aire y se agitaba suspendido sobre el suelo; una densa niebla impedía que los guardias del puente se vieran entre sí a pesar de estar a diez pasos el uno del otro.

Hoy no había prácticas de entrenamiento, ya que los hombres no habrían visto a sus oficiales ni los unos a los otros. Ariakas los había puesto a trabajar rellenando y cegando las viejas letrinas y excavando otras nuevas, una tarea en la que, cuando menos, se viera mejor. Los hombres rezongarían, pero rezongar era parte de la vida del soldado.

Ariakas estaba sentado en su tienda de mando, redactando despachos a la luz de la llama que ardía en un pabilo metido en un plato con sebo. El agua calaba por el techo de la tienda y goteaba con un ruido monótono al caer en el yelmo que Ariakas había puesto boca arriba, en el sitio donde estaba la gotera, para evitar que el agua se extendiera por el suelo de la tienda. Se preguntó por qué se habría tomado la molestia de hacerlo. Debido a la niebla, dentro de la tienda había tanta humedad como fuera. El húmedo vapor se deslizaba al interior arrastrándose sobre la armadura, sobre los postes de la tienda, sobre la silla y la mesa, y lo dejaba todo reluciente a la luz de la lamparilla.

Todo estaba húmedo, mojado y gris. Imposible calcular qué hora era; daba la impresión de que la niebla se hubiese tragado el tiempo. En el exterior se oía el sonido de pisadas cuando los hombres pasaban por allí en sus idas y venidas, maldiciendo la lluvia y la niebla y unos a otros.

Ariakas no les prestaba atención y seguía trabajando. Podría haber abandonado la calada tienda y regresar al despacho de su cálida residencia en el Templo de Luerkhisis; ahora podría estar sentado ante el escritorio, con una copa de ponche caliente. Apartó la idea de su mente. Rara vez los soldados libraban batallas en estancias cálidas y acogedoras. Luchaban bajo la lluvia, entre el barro y la niebla. Ariakas se estaba sometiendo a entrenamiento tanto como sus hombres, endureciéndose para aguantar los rigores de la vida de campaña.

—Milord. —Uno de sus asistentes llamó al poste de la tienda.

—¿Sí, qué pasa? —Ariakas no levantó la vista de lo que estaba escribiendo.

—Esa mujer ha vuelto, milord.

—¿Qué mujer? —Ariakas estaba irritado por la interrupción. Sus órdenes habían sido claras, precisas y detalladas. No podía permitirse el lujo de cometer errores. No en esta misión.

—La mujer guerrera, milord —respondió el asistente—. Pide veros.

—¡Kitiara! —Ariakas alzó la vista y soltó la pluma. Su trabajo no quedó olvidado, pero podía esperar.

Kitiara. No se le había ido de la cabeza desde que partiera hacía un par de semanas. Se alegraba, bien que no lo sorprendía realmente, de que regresara viva, a pesar de que los otros cuatro mensajeros que había enviado con la misma misión o habían muerto o habían desertado. Kitiara era distinta, fuera de lo normal. Irradiaba una especie de halo de criatura predestinada, o eso le parecía a él. En consecuencia, se sintió satisfecho al comprobar que no se había equivocado.

Había fracasado en la misión, por descontado. No podía esperarse otro desenlace. La tarea en la que la había embarcado era imposible de coronar con éxito. Si accedió a enviarla, fue meramente para seguirle la corriente a su soberana. Tal vez ahora Takhisis quisiera atender a sus razones. Ariakas estaba deseoso de escuchar las disculpas de Kit; le parecía impresionante que la mujer tuviese el coraje de regresar.

—Hazla entrar de inmediato —ordenó.

—Sí, milord. Viene acompañada por un hechicero humano vestido con ropajes rojos, milord —agregó el asistente.

—¿Qué viene con quién? —Ariakas estaba desconcertado. ¿Qué haría Kitiara en compañía de un Túnica Roja? ¿Y cómo osaba llevarlo al campamento? ¿Quién sería? ¿Tal vez ese hermanastro suyo? Después de que la mujer hubiese partido, Ariakas había hablado con Balif sobre Kitiara. El general sabía ahora que Kit tenía dos hermanastros que eran gemelos, uno de ellos un bobalicón y el otro, un aprendiz de hechicero.

—El tipo tiene una pinta rara, milord —comentó el asistente, bajando la voz—. Rojo de la cabeza a los pies. Y hay algo peligroso en él, se nota. Los guardias no lo habrían dejado entrar en el campamento. De hecho, lo habrían atravesado con las espadas nada más verlo, pero la mujer lo protegió e insistió en que actuaba siguiendo vuestras órdenes.

Rojo… De la cabeza a los pies…

—¡Por nuestra soberana! —exclamó Ariakas al tiempo que se incorporaba de un brinco, como si hubiese recibido un golpe cuando la verdad se abrió paso en su mente—. ¡Tráelos a mi presencia de inmediato!

—¿A los dos, milord?

—¡A los dos! ¡Ahora mismo!

El asistente se marchó.

Pasó un tiempo; al parecer, los guardias debían de haber retenido en el puente a Kitiara y a su acompañante. Al cabo, Kit entró en la tienda, agachándose para pasar bajo la solapa. Le sonrió; era una sonrisa más marcada en una de las comisuras que en la otra, un gesto que dejó a la vista fugazmente sus blancos dientes sólo en ese lado. Una sonrisa ambigua, como Ariakas había advertido la primera vez que vio a la mujer. Una sonrisa burlona, como si se riera del destino y le retara a que le pusiera en su camino las mayores dificultades. Los oscuros ojos de la mujer se encontraron con los suyos. Aquella simple mirada le informó de su triunfo.

—General Ariakas —le saludó—. Traigo a lord Immolatus, como se me ordenó.

—Bien hecho, Uth Matar —repuso Ariakas—. O, mejor dicho, jefe de tropa Uth Matar.

—Gracias, señor. —Kitiara sonrió de nuevo.

—¿Dónde está?

—Fuera, señor. El dragón espera a ser presentado convenientemente.

Puso los ojos en blanco y enarcó una ceja. Ariakas pilló la indirecta. Kit se volvió hacia la solapa de entrada de la tienda e hizo una inclinación.

—General Ariakas, tengo el honor de presentaros a Su Eminencia, Immolatus.

Ariakas clavó la vista en la entrada con cierta impaciencia.

—¡Su Eminencia! —resopló—. ¿A qué está esperando?

—¡Señor! —susurró Kitiara en tono urgente—, sugiero con todo respeto que hagáis una inclinación cuando entre. Es lo que él espera.

—Yo sólo agacho la cabeza ante mi reina. —Ariakas frunció el entrecejo y se cruzó de brazos.

—Señor —respondió la mujer guerrera en un susurro apremiante—, ¿hasta qué punto necesitáis los servicios de este dragón?

Ariakas no deseaba en absoluto los servicios del reptil. Personalmente, se las habría arreglado muy bien sin ellos. Era la reina Takhisis quien había decidido que necesitaba al dragón. El general, emitiendo un sordo gruñido, hizo una mínima inclinación.

Un humano, vestido con larga túnica de color rojo llameante, entró en la tienda. Todo él era rojo. Su cabello semejaba fuego, su piel tenía un matiz anaranjado y sus ojos relucían como ascuas. Sus rasgos —la nariz, la barbilla— eran alargados, afilados, puntiagudos. También sus dientes lo eran, y tan prominentes que causaba incomodidad mirarlos. Caminaba con pasos lentos y majestuosos. Sus ojos rojos reparaban en todo y reflejaban aburrimiento ante lo que veía. Dirigió a Ariakas una mirada desdeñosa.

—Siéntate —dijo Immolatus.

Ariakas no estaba acostumbrado a recibir órdenes en su propia tienda de mando y a poco se atraganta con la ira que amenazaba estallar de un momento a otro. La mano de Kitiara, fría y firme, se cerró sobre su muñeca y ejerció una suave presión. Incluso en ese momento crítico, su tacto lo excitó. Las gotitas de lluvia brillaban en su cabello oscuro, la camisa mojada se pegaba a su cuerpo de un modo tentador, el coselete de cuero brillaba, marcándole las formas.

«Después», se dijo Ariakas, y, recordando con el tacto de Kitiara a la otra mujer que había en su vida. —Su Oscura Majestad—, tomó asiento en la silla. Sin embargo, lo hizo despacio, con deliberada lentitud, dando a entender así que lo hacía por su propia voluntad, no porque estuviese obedeciendo a Immolatus.

—¿Queréis sentaros, milord? —preguntó el general.

El dragón permaneció de pie, lo que le permitía mirar desde esa ventajosa posición a aquellos seres inferiores.

—Vosotros, los humanos, tenéis muchos lores, duques y barones, príncipes y reyes, pero ¿qué sois con vuestras cortas vidas, comparados conmigo? Nada. Menos que nada. Gusanos. Soy eminentemente superior y, por lo tanto, dirígete a mí con el título de Eminencia.

Ariakas apretó los puños. Estaba imaginando cómo apretaba los dedos alrededor del cuello de Su Eminencia.

—Que mi soberana me dé paciencia —masculló entre dientes, y se las ingenió para esbozar una sonrisa tirante—. Por supuesto, Eminencia. —Se estaba preguntando cómo explicaría la presencia del dragón a sus hombres. Sin duda los rumores ya estarían aleteando de hoguera en hoguera como negras alas.

—Y ahora —manifestó Immolatus, enlazando las manos—, vas a explicarme ese plan tuyo.

—Si me disculpáis —intervino Kitiara, dispuesta a marcharse.

—No, jefe de tropa Uth Matar —la detuvo Ariakas, que agarró del antebrazo—. Tú te quedas.

La mujer le sonrió con aquella sonrisa ambigua que le encendía la sangre y despertaba un doloroso ardor en su entrepierna.

—También estás involucrada en esta misión, Uth Matar —prosiguió, al tiempo que la soltaba a regañadientes—. Cierra la solapa de la tienda y dile a los guardias que formen un perímetro alrededor y que no permitan pasar a nadie. —Dirigió una mirada seria a Kit y al dragón—. Lo que voy a revelar no saldrá de aquí o vuestras vidas correrán peligro.

—¿Mi vida? —Immolatus parecía divertido—. ¿Perderla por un secreto humano? ¡Me gustaría que lo intentaras!

—El secreto no es mío —dijo Ariakas—, sino de Su Majestad, la reina Takhisis. Será Su Majestad quien os pedirá cuentas si permitís que el secreto se sepa.

A Immolatus aquello no le pareció ya tan divertido. Su labio inferior se curvó en un ademán desdeñoso, pero no dijo nada más y, de hecho, se dignó tomar asiento en una silla. El dragón se acodó en la mesa del general, tirando antes un ordenado montón de despachos al suelo, y empezó a tamborilear los largos y afilados dedos sobre el tablero, como expresando un inmenso aburrimiento.

Kitiara llevó a cabo las órdenes recibidas. Ariakas podía oírla despedir a los guardias de la puerta y ordenarlos que formaran un círculo alrededor de la tienda, a unos treinta pasos de distancia.

—Comprueba que no queda nadie ahí fuera —le ordenó Ariakas cuando entró de nuevo.

Kitiara volvió a salir y rodeó la tienda; Ariakas podía oír sus pisadas. Regresó y se sacudió el agua del cabello.

—No hay nadie, milord. Podéis proceder. Estaré alerta.

—¿Puedes oírme desde ahí, Uth Matar? —preguntó el general—. No quiero alzar la voz.

—Oigo estupendamente, milord —contestó la mujer.

—De acuerdo. —Ariakas guardó silencio un momento. Miró con el ceño fruncido sus despachos mientras ordenaba las ideas.

Immolatus, picada la curiosidad por todas esas precauciones —que era exactamente lo que buscaba Ariakas—, parecía un poco menos aburrido.

—Bien, empezad de una vez —instó el dragón—. Cuanto antes pueda abandonar esta débil y despreciable forma que ahora me veo obligado a tener, mejor.

—Hay una ciudad que se levanta en la parte más meridional de las montañas Khalkist. Se la conoce por el nombre, un tanto profético, de Ultima Esperanza. Está habitada por humanos y…

—Y quieres que la destruya —se adelantó Immolatus, esbozando una mueca sarcástica que dejó a la vista el brillo de sus dientes.

—No, Eminencia —dijo Ariakas—. Las órdenes de Su Majestad son muy explícitas. Sólo unas cuantas personas, muy pocas, están enteradas del regreso de los dragones a Krynn. Llegará el día en que su Oscura Majestad os permita desatar vuestra furia sobre el mundo, pero ese día aún es lejano. Nuestros ejércitos todavía no están entrenados, no están preparados. La misión a la que se os envía es mucho más importante que la mera destrucción de una ciudad. Vuestra misión está relacionada con. —Ariakas bajó la voz— los huevos de los dragones de Paladine.

El sonido de aquel nombre maldito, el del dios que reinaba en el firmamento en oposición a la reina Takhisis, el del dios de aquellos que habían infligido tanto dolor a Immolatus, hizo que el dragón se retorciera.

—¡No permito que se pronuncie ese nombre en mi presencia, humano! —siseó encolerizado—. ¡Menciónalo otra vez y me ocuparé de arrancarte la lengua!

—Perdonad, Eminencia —dijo Ariakas, impertérrito—. No tenía más remedio que pronunciarlo una vez para que pudieseis entender la gravedad de la misión, pero no volveré a hacerlo. Según la información facilitada por los clérigos de su Oscura Majestad, los huevos de esos dragones, a los que a partir de ahora me referiré como los de colores metálicos, se encuentran en el subsuelo de la ciudad Ultima Esperanza.

—¿Qué triquiñuela es esta, humano? —inquirió Immolatus, a la par que entrecerraba los ojos con suspicacia—. Tengo razones para saber que estás mintiendo. ¡Y no me pidas que te aclare cómo! —Alzó una mano—. Tal conocimiento no está destinado a los gusanos.

Ariakas se vio obligado a hacer todo un alarde de fuerza de voluntad para no lanzarse al cuello de su invitado.

—Vuestra Eminencia se refiere sin duda a la incursión llevada a cabo por vuestros congéneres a la isla de los Dragones, en el año doscientos ochenta y siete. Una incursión en la que se obtuvo un abultado número de huevos de los dragones de colores metálicos. Muchos, pero no todos. Al parecer, los dragones de colores metálicos no son tan necios como creíamos. De hecho, escondieron algunos de los huevos más singulares y preciados: los de Dragones Dorados y Plateados.

—Entonces, lo que se me pide es que destruya esos huevos —dijo Immolatus—. Será un placer.

—Un placer que, lamento decir, habrá de ser postergado, Eminencia —repuso fríamente Ariakas—. Su Majestad necesita esos huevos intactos.

—¿Por qué? ¿Para qué propósito? —demandó Immolatus.

—Sugiero —sonrió el general— que le preguntéis a Su Majestad. Si sus dragones requieren tal información, presumo que se la facilitará si lo considera oportuno.

Immolatus se levantó furioso de la silla y pareció colmar la tienda con su creciente ira. Su cuerpo irradiaba calor hasta el punto de que las gotitas de agua que había en el coselete de Kitiara se evaporaron con un ruido siseante. La mujer no se amilanó; desenvainó la espada y se interpuso entre Ariakas y el dragón, denotando confianza y seguridad en sí misma, presta para defender a su superior con su arma y su persona.

—Su señoría no pretendía insultaros, gran Immolatus —argumentó Kitiara, a pesar de que saltaba a la vista que su señoría lo había hecho, y a plena conciencia.

—¡Oh, claro que no, Eminencia! —dijo Ariakas, siguiendo la pauta marcada por Kit. Incluso bajo aquella forma humana, el dragón era capaz de lanzar numerosos hechizos; hechizos que podrían achicharrar al general, reducir su campamento y la ciudad de Sanction a cenizas.

Aunque sabía que jamás saldría vencedor en un enfrentamiento con ese poderoso y arrogante monstruo, Ariakas se sentía satisfecho de su pequeña victoria. Mejoró su humor lo suficiente para que adoptara una actitud conciliadora y permitirse el lujo de actuar con humildad.

—Soy un soldado, no un diplomático, Eminencia, y estoy acostumbrado a hablar sin rodeos. Si os he ofendido en algo, no era mi intención, pero os ofrezco mis disculpas.

Aplacado hasta cierto punto, Immolatus tomó asiento de nuevo. El calor en la tienda descendió a un nivel más cómodo. Ariakas se secó el sudor de la frente, en tanto que Kitiara enfundaba la espada y regresaba a su puesto, junto a la entrada, como si nada anormal hubiese ocurrido.

La mirada del general siguió sus movimientos, que tenían la grácil agilidad de los de un felino al acecho. ¡En su vida había conocido una mujer igual! La luz de la lamparilla se reflejaba en el coselete y arrojaba sombras detrás de la mujer: unas sombras que parecían abrazarla como él ansiaba hacer. Era arrollador su deseo de tomarla, de estrujarla contra sí, de liberarse de ese placentero dolor.

—¿Volvemos al asunto que nos ocupa? —instó Immolatus, que había advertido claramente el deseo del general, en un tono que rezumaba desprecio por la debilidad de la carne humana—. ¿Qué quiere Su Majestad que haga con esos huevos?

—La reina requiere que viajéis a Ultima Esperanza en compañía de uno de mis oficiales. —Ariakas dirigió una mirada significativa hacia Kitiara, cuyos ojos resplandecieron de orgullo y placer—. Estoy pensando enviar a Uth Matar, si no tenéis nada que objetar, Eminencia.

—Su compañía resulta tolerable, considerando que es humana —repuso el dragón con aire arrogante.

—Bien. Una vez allí, vuestra misión será confirmar si los informes sobre los huevos de dragones son ciertos. Por lo visto, aunque los clérigos tienen firme evidencia de la existencia de tales huevos, han sido incapaces de localizarlos. El dios cuyo nombre no voy a pronunciar ha logrado mantener en secreto la ubicación de esos huevos incluso para Su Majestad. La reina cree que sólo otro dragón puede descubrir dónde se encuentran.

—De modo que me necesita para que vaya allí y haga lo que ella no puede hacer —dijo Immolatus. Un hilillo de humo salió de una de las ventanas de su nariz y se quedó flotando en el cargado y fétido aire—. ¿Y qué he de hacer una vez que haya localizado los huevos?

—Regresaréis y me informaréis sobre la ubicación, el número y los tipos de huevos que hayáis encontrado.

—¡De modo que he de ser el mercachifle de Su Majestad que va vendiendo huevos de puerta en puerta! —replicó iracundo Immolatus—. ¡Una tarea que cualquier granjero podría realizar! —Rezongó un poco y luego añadió con un gruñido—: Supongo que al menos tendré cierta diversión, ya que, naturalmente, querrás que destruya la ciudad y sus habitantes.

—No exactamente —contestó el general—. Aparte de que nadie debe enterarse de nuestra búsqueda ni de la verdadera razón de vuestra presencia en Ultima Esperanza, es primordial que nadie sepa que los dragones han regresado a Krynn. La ciudad será destruida, pero por otros medios. Unos medios que no atraerán tanto la atención hacia nosotros y hacia vos, Eminencia. En consecuencia, estamos preparando una maniobra de distracción.

»Ultima Esperanza es sólo una ciudad en el reino de Yelmo de Blode, y su soberano, el rey Wilhelm, está ahora bajo el control de los clérigos oscuros. Siguiendo su «consejo», ha decretado un impuesto a Ultima Esperanza, un tributo absolutamente injusto y desmedido que ha provocado que los vecinos de la ciudad se alcen contra él. El rey Wilhelm ha pedido que mis ejércitos lo ayuden a sofocar la revuelta. Le proporcionaremos las tropas requeridas. Voy a enviar a dos de mis nuevos regimientos junto con una fuerza de mercenarios que el rey Wilhelm ha contratado.

—Forasteros —dijo el dragón— que no estarán bajo tu control.

—Soy consciente de ello, Eminencia —repuso Ariakas, cortante—. Pero aún no dispongo de suficientes tropas. Esta es una misión de entrenamiento. Necesito que los hombres adquieran experiencia, que sangren, y esta guerra me ofrece una oportunidad perfecta para conseguirlo.

—¿Y cuál es el objetivo? Si no vamos a destruir la ciudad y masacrar la población…

—Pensadlo, Eminencia. ¿De qué puede servir un humano muerto? De nada. Se pudre, emite un gran hedor y propaga infecciones. Por el contrario, unos humanos vivos son extremadamente útiles. Los hombres trabajan en las minas de hierro. Los chicos mayores, en los campos. Las mujeres jóvenes proporcionan diversión a mis tropas. Los que son demasiado pequeños o demasiado viejos tienen la decencia de morir, así que no hay que preocuparse por ellos. Nuestro objetivo, en consecuencia, será apoderarnos de la ciudad y esclavizar a sus habitantes. Una vez que Ultima Esperanza quede despoblada, Su Majestad podrá hacer lo que quiera con los huevos de dragón.

—¿Y qué pasará con los mercenarios? ¿Harán esclavos o serán ellos esclavizados? Imagino que te serían útiles ya que, según tú mismo, andas corto de mano de obra.

El dragón lo estaba provocando con la esperanza de hacerle perder los estribos.

—El cabecilla de esos mercenarios tiene ascendencia solámnica —respondió Ariakas con deliberada calma—. Tiene al rey Wilhelm por un hombre de honor y se le ha convencido de que la causa por la que él y sus hombres van a luchar es justa. Si ese cabecilla mercenario descubre la verdad, representará una amenaza para nosotros. No obstante, lo necesito. Es uno de los mejores. Según mis informes, sólo contrata a los soldados más diestros. Imagino que os dais cuenta de la difícil posición en la que me encuentro, Eminencia.

—¡Oh, sí! —Al sonreír, Immolatus dejó a la vista los afilados dientes. Y muchos más de lo que sería normal en un humano.

—Una vez que la ciudad haya caído, esos mercenarios dejarán de ser imprescindibles. —Ariakas agitó una mano en ademán deferente—. Os los cederé, Eminencia. Podréis hacer con ellos lo que gustéis. Siempre y cuando —el gesto de la mano se tornó admonitorio— no reveléis vuestra verdadera naturaleza, vuestra verdadera forma.

—Esa condición le quita toda la gracia al asunto —protestó el dragón, malhumorado—. Sin embargo, queda el desafío, la creatividad de una mente genial…

—Exactamente, Eminencia.

—De acuerdo. —Immolatus se recostó en la silla y cruzó las piernas. Ahora discutiremos mis honorarios. Deduzco que esta misión es de considerable importancia, de modo que debe representar mucho para Su Majestad.

—Seréis bien recompensado por vuestro tiempo y las molestias, Eminencia —respondió el general.

—¿A qué llamas «bien»? —Immolatus entrecerró los ojos.

Ariakas hizo una pausa, sin saber qué contestar.

—¿Puedo decir algo, milord? —intervino Kitiara, con una voz cálida y dulce como chocolate.

—Adelante, Uth Matar.

—Su Eminencia sufrió una gran pérdida durante la última guerra. Su tesoro fue robado mientras él se hallaba fuera combatiendo en nombre de Su Majestad contra los Caballeros de Solamnia.

—¿Los Caballeros de Solamnia? —Ariakas frunció el entrecejo. No recordaba ninguna contienda con los solámnicos, que habían caído en desgracia y sufrido el descrédito a raíz del Cataclismo, y que jamás habían recobrado su gloria original—. ¿Qué Caballeros de Solamnia?

—Huma y sus compañeros, milord —contestó Kitiara sin alterar el gesto.

—¡Ah! —Ariakas se obligó a pensar en términos más acordes con la longeva vida del dragón. Para Immolatus, Huma era un adversario reciente—. Ese caballero solámnico.

—Quizá Su Majestad podría considerar oportuno resarcir a Su Eminencia por su pérdida, al menos en parte…

—En su totalidad —la corrigió el dragón—. Sé el valor exacto, hasta el último cáliz de plata. —Metió la mano en la otra manga de la túnica, sacó un rollo de pergamino y lo tiró sobre la mesa—. Ahí he hecho una estimación. Y quiero el pago en especie, nada de vuestras monedas de acero. ¡Qué porquería! Imposible hacer de ellas un lecho cómodo. Además, no confío en que el acero mantenga su valor. No hay nada más fiable que el oro. Nada más apropiado para proporcionar un sueño tranquilo. La plata y las piedras preciosas son, por supuesto, aceptables. Firma ahí. —Señaló una línea al pie del documento.

Ariakas contempló ceñudo el pergamino.

—A buen seguro Ultima Esperanza tiene un tesoro considerable en su cámara de seguridad, milord —insinuó Kitiara—. Y no hay que olvidar todo lo que se les arrebatará a los comerciantes y a los vecinos.

—Cierto —dijo Ariakas.

Había contado con ese dinero para ingresarlo en sus arcas. Reunir un ejército —uno capaz de conquistar todo Ansalon— era un proyecto muy caro. Con las riquezas que habría que entregar a ese arrogante, codicioso y necio dragón se habría forjado un montón de espadas y se habría alimentado a un gran número de soldados.

Siempre y cuando tuviera un montón de soldados a los que alimentar, cosa que, por el momento, no era así.

Su soberana le había prometido que muy pronto contaría con más tropas. Ariakas era una de las contadas personas que conocía los experimentos secretos que se estaban realizando en las entrañas de los volcanes conocidos como los Señores de la Muerte. Sabía que Drakart, el archimago Túnica Negra, el clérigo oscuro Wryllish y el viejo Dragón Rojo llamado Harkiel el Corruptor, estaban intentando crear, mediante una manipulación perversa de los huevos de los Dragones del Bien, unas criaturas que algún día matarían a los que serían sus progenitores sin saberlo.

Ariakas, que poseía ciertos conocimientos mágicos, albergaba dudas respecto a la viabilidad de tan ambicioso proyecto. Sin embargo, si de esos huevos de dragón surgían más tropas —tropas nuevas, poderosas e invencibles—, valdría la pena renunciar a las riquezas de una ciudad.

El general plasmó su firma en el papel, lo enrolló y se lo tendió a Immolatus.

Mi ejército ya está en marcha. Vos y Uth Matar partiréis por la mañana.

—Estoy preparada para salir de inmediato, señor —dijo Kitiara.

—He dicho que os marcharéis por la mañana, Uth Matar —repitió Ariakas, ceñudo, recalcando esas tres palabras.

—Su Eminencia y yo deberíamos viajar aprovechando la oscuridad de la noche, señor —adujo la mujer, respetuosa pero firmemente—. Cuantas menos personas nos vean, mejor. Su Eminencia atrae mucha atención sobre su persona.

—Lo supongo —rezongó el general, que miró a Kitiara. La deseaba tanto que resultaba doloroso—. Eminencia, ¿seríais tan amable de esperar un momento fuera? Quiero hablar en privado con Uth Matar.

Mi tiempo es valioso —dijo el dragón—. Estoy de acuerdo con la hembra. Deberíamos ponernos en camino de inmediato.

Se levantó majestuosamente, recogió la larga túnica con una mano y salió de la tienda, haciendo un alto en la entrada para echar una ojeada al interior. Alzó el pergamino enrollado y señaló con él a Ariakas.

—No pongas a prueba mi paciencia, gusano. —Dicho esto se marchó, dejando tras de sí un tenue olor a azufre.

Ariakas tomó a Kitiara por la cintura, la estrechó contra sí y hundió el rostro en el cuello de la mujer.

—Immolatus está esperando, señor —dijo Kitiara, dejando que la besara pero sin ceder tampoco esta vez.

—¡Pues que espere! —jadeó Ariakas, dominado por la pasión.

—No os satisfaría así, señor —musitó Kit seductoramente, mientras frenaba a su seductor—. Os traeré victorias. Os traeré poder. Nada ni nadie podrá resistirse a nuestro paso. Seré el trueno de vuestro relámpago, el humo de vuestro fuego devorador. Juntos, codo con codo, gobernaremos el mundo. —Puso los dedos sobre los labios exigentes, ávidos, del hombre.

»Os serviré como mi general, os honraré como mi cabecilla, pondré mi vida a vuestra disposición, si lo requerís. Empero, soy dueña de mis sentimientos. Ningún hombre toma a la fuerza lo que no doy por propia voluntad. Pero sabed esto, milord: cuando al fin me rinda a vos, nuestro placer esa noche hará que haya merecido la pena la espera.

Ariakas siguió estrechándola firme, dolorosamente, durante unos segundos más. Luego, con lentitud, la soltó. Encontraba placer en la relación carnal, pero obtenía mucho más en la batalla. Gozaba con todos los aspectos de la guerra: la estrategia, la táctica, la creciente tensión de los preparativos, el entrechocar de las armas, la euforia de vencer a un enemigo, el triunfo final. Pero la dulce sensación de victoria llegaba sólo cuando combatía contra un adversario tan diestro como él, cuando derrotaba a un oponente digno de su espada. No obtenía verdadera satisfacción masacrando civiles desarmados. Del mismo modo que no encontraba verdadero placer en hacer el amor con esclavas, mujeres que se entregaban inducidas por el miedo, que yacían temblorosas en sus brazos, tan enervadas e inertes como un cadáver. En el amor, como en la guerra, deseaba, necesitaba, a un igual.

—¡Vete! —le dijo bruscamente a Kitiara, mientras se volvía y le daba la espalda—. ¡Vete ya! ¡Márchate ahora que todavía soy dueño de mí mismo!

Ella no salió de inmediato, no alardeó de su victoria. Se demoró, y le acarició el brazo. Su reacción a ese roce fue como si en lugar de sangre le corriera fuego por las venas.

—La noche que regrese victoriosa, milord, seré vuestra. —Besó el hombro desnudo y se apartó. Levantó la solapa de la entrada y se deslizó al exterior, reuniéndose con el dragón bajo la lluvia.

Aquella noche, para estupefacción de sus sirvientes, lord Ariakas no llevó ninguna mujer a su lecho. Y siguió sin hacerlo durante muchas noches más.