Raistlin le faltó el canto de un céntimo para marcharse, para dejar ese ejército, esa ciudad. Se pasó la primera noche en blanco, acariciando la tentación de hacerlo. La situación era intolerable. Había ido allí con la esperanza de aprender magia de combate ¿y con qué se había encontrado? Con un hombre tosco y déspota que sabía menos de magia que él, pero al que, sin embargo, no le impresionaban en absoluto sus referencias.
El joven mago había limpiado la redoma rota y su pegajoso contenido; este tenía un intenso olor a arrope de manzana y Raistlin sospechaba que estaba destinado a la cena de Horkin. Después de eso, Horkin lo había llevado a ver su alojamiento.
Raistlin había sido más afortunado que su gemelo, en el sentido de que Horkin y él dormían dentro del castillo, no en los barracones. Se alojaban en un cuarto del sótano que más parecía una celda, cierto, pero disponían de catres y no tenían que acostarse en el suelo de piedra. El catre no era cómodo ni con mucho, pero Raistlin lo apreció en lo que valía cuando oyó a las ratas escabullándose y arañando en mitad de la noche.
—Al Barón Loco le gustan los magos —le había dicho Horkin a su nuevo subordinado—. Nos dan mejor comida que a los soldados, y también se nos trata mejor. Nos lo merecemos, naturalmente. Nuestro trabajo es más duro y más peligroso. Soy el único mago que queda en el ejército del barón. Al principio éramos seis, algunos de ellos verdaderamente pistonudos. Hechiceros de la Torre, como tú, Túnica Roja. Qué ironía, ¿no te parece? El viejo Horkin, el más necio de todos ellos, y el único que ha sobrevivido.
Aunque exhausto, Raistlin fue incapaz de conciliar el sueño. Horkin roncaba tan fuerte que el joven casi esperaba que los otros residentes del castillo acudieran corriendo para ver si un terremoto estaba sacudiendo los muros del edificio.
A medianoche había decidido marcharse a la mañana siguiente. Buscaría a Caramon y partirían los dos de regreso a… ¿Dónde? ¿A Solace? No, eso ni pensarlo. Volver a Solace sería regresar admitiendo la derrota. Pero había otras ciudades, otros castillos, otros ejércitos. Su hermana había hablado a menudo de un gran ejército que se estaba reuniendo en el norte. Raistlin le estuvo dando vueltas a la idea un rato, pero al final la desechó. Viajar al norte significaba toparse con Kitiara, y no le apetecía verla. Podrían intentarlo en Solamnia. Se decía que los caballeros buscaban guerreros, y probablemente admitirían de buena gana a Caramon, pero a los solámnicos no les gustaban los magos de ninguna clase.
Raistlin dio vueltas y vueltas en el catre, que apenas era suficientemente ancho para que cupiera su delgado cuerpo. De hecho, Horkin rebosaba al menos quince centímetros por los bordes del suyo. Allí tendido, escuchando lo que parecían ratas royendo las patas del camastro, de pronto el joven cayó en la cuenta de que sólo había sufrido un ataque de tos fuerte en todo el día. Por lo general, eran cinco o más los espasmos diarios.
«¿Acaso esta vida dura va a resultar ser beneficiosa para mí? —se preguntó al meditar sobre ello—. La humedad, el frío, el agua asquerosa, la bazofia repugnante que llaman comida… Tendría que estar medio muerto a estas alturas y, sin embargo, pocas veces me he sentido mejor que ahora. Respiro con más facilidad, el dolor en los pulmones ha disminuido. De hecho, no me he tomado la infusión en todo el día».
Alargó la mano para tocar el Bastón de Mago, que había dejado junto al catre, a su alcance como siempre. Percibió el suave cosquilleo de la madera, la calidez de la magia al penetrar en su cuerpo.
«Tal vez se deba a que por primera vez en muchos meses no he estado tan pendiente de mis síntomas, tan encerrado en mí mismo —admitió—. Tengo otras cosas en qué pensar aparte de si voy a ser capaz de hacer la próxima inhalación».
Con la llegada del alba Raistlin había decidido quedarse. En el peor de los casos podría aprender nuevos conjuros de los libros de hechizos, apenas usados, que había visto en los estantes. Se quedó dormido con la música de fondo que eran los sonoros ronquidos de Horkin.
Esa mañana Raistlin recibió órdenes de realizar tareas serviles, como barrer el laboratorio, lavar redomas vacías en una tina llena de agua jabonosa o limpiar el polvo de los libros en las estanterías. Disfrutó con esto último porque tuvo la oportunidad de examinar los volúmenes de conjuros y se quedó impresionado por algunos de los que encontró. Sus esperanzas renacían. Si Horkin era capaz de utilizar esos libros, entonces no era el aficionado que parecía. Empero, las expectativas del joven se hicieron añicos casi al momento, cuando Horkin apareció junto a él. —Hay bastantes libros de hechizos aquí— comentó el hombre con indiferencia. —He leído sólo uno, y no le encontré mucho sentido.
—Entonces, ¿por qué los conserváis, señor? —inquirió Raistlin en un tono gélido.
—Serán unas armas estupendas si alguna vez nos ponen cerco —repuso Horkin al tiempo que guiñaba un ojo. Levantó uno de los volúmenes más grandes y gruesos, y lo aporreó sin el menor respeto—. Pon uno de estos en una catapulta y lánzalo. Por Luni que a buen seguro causa algún daño.
Raistlin lo miró de hito en hito, estupefacto. Horkin soltó una risita y le atizó un doloroso codazo en las costillas.
—¡Estoy bromeando, Túnica Roja! Jamás haría algo así. Estos libros son demasiado valiosos. Seguramente conseguiría seis o siete monedas de acero por el lote. No me pertenecen, ¿sabes? La mayoría se tomó como botín durante la expedición de Alubrey, hace seis años.
»Este otro tan lujoso, por ejemplo —continuó, sacando un ejemplar negro de la estantería y mirándolo con afecto—. Se lo cogí a un Túnica Negra en la pasada campaña. El tipo corría deprisa, hacia la retaguardia, no te equivoques, pero supongo que pensó que le convenía apretar más el paso porque tiró el libro, que debía estorbarle por el peso. Lo recogí y me lo traje.
—¿Qué conjuros tiene? —se interesó Raistlin, que contenía a duras penas los deseos de arrebatárselo de las manos al maestro.
—Que me aspen si lo sé —dijo alegremente Horkin—. Ni siquiera sé leer las runas de la cubierta. Jamás lo he abierto. ¿Para que iba a perder el tiempo con jerigonzas? Sin embargo, debe de haber algunos buenos hechizos, así que quizás algún día puedas echarle un vistazo.
Raistlin habría dado a cambio media vida con tal de leer ese libro. Tampoco entendía las runas, pero con dedicación estaba seguro de que acabaría comprendiendo su significado. Igual que también acabaría entendiendo los hechizos que había en sus páginas; unas páginas que Horkin jamás leería, porque para él aquel libro no tenía más importancia que el precio de una jarra de cerveza.
—Quizá si me dejáis que lo lleve a mi cuarto…
—Ahora no, Túnica Roja. —Horkin soltó descuidadamente el ejemplar en el estante—. No puedes perder el tiempo tratando de desentrañar los hechizos de un Túnica Negra que tú, al ser un Túnica Roja, probablemente no podrías utilizar de todos modos. Nos estamos quedando sin guano, así que date un paseo alrededor de la muralla del castillo y recoge todo lo que encuentres.
La noche anterior Raistlin había visto a los murciélagos abandonar las torres del castillo a la caza de insectos. Se marchó a recoger excrementos de murciélago, pero las runas de la cubierta del libro no se le iban de la cabeza, como si las tuviera grabadas a fuego en su mente.
—Nunca hay guano de murciélago de sobra —comento Horkin con un guiño cuando Raistlin salía.
El joven mago pasó dos horas recogiendo el venenoso excremento de murciélago y guardándolo en una bolsa. Tuvo buen cuidado de lavarse las manos a conciencia y luego se presentó en el laboratorio, donde Horkin estaba dando buena cuenta del almuerzo.
—Llegas justo a tiempo, Túnica Roja —farfulló con la boca llena, de manera que le cayeron migas del pan de maíz que estaba masticando. Lamentaba la pérdida del arrope de manzana que generalmente untaba en la dura y seca masa amarillenta—. Come, come. —Señaló otro plato—. Vas a necesitar de tus fuerzas.
—No tengo hambre, señor —contestó Raistlin, titubeante.
—Es una orden, Túnica Roja —insistió Horkin sin dejar de masticar—. No puedo correr el riesgo de que te desmayes en medio de la batalla porque tienes vacío el estómago.
El joven picoteó con desgana el pan de maíz, y se sorprendió al descubrir que le sabía bien. Debía de tener más hambre de lo que había imaginado, porque se comió dos grandes rebanadas y acabó por admitir que untado con el arrope de manzana habría sido un manjar. Acabado el almuerzo, limpió los platos mientras Horkin trajinaba en un rincón del laboratorio.
—Bien —dijo Horkin cuando Raistlin hubo acabado su tarea—, ¿estás listo para empezar tu aprendizaje?
Raistlin sonrió con sorna. Estaba convencido de que ese hombre no podía enseñarle nada e imaginaba que la sesión acabaría con Horkin pidiendo que le enseñara a él. En cuanto a la historia de los seis magos de la Torre muertos que lo habían precedido, Raistlin no se creía ni una sola palabra. Simplemente era imposible que un practicante de la magia itinerante, un lego en el arte, hubiese sobrevivido a lo que hechiceros experimentados y entrenados no pudieron.
—Cogeré mis pertrechos —dijo Horkin.
Raistlin esperaba que el hombre se equipara con ingredientes de hechizos y tal vez un pergamino o dos. En cambio, Horkin cogió dos varas de madera, de cinco centímetros de diámetro y noventa de largo. A continuación echó mano a un envoltorio de trapos que había en la mesa y se lo guardó en el bolsillo de su túnica marrón.
—Sígueme. —Condujo a Raistlin al exterior, bajo la lluvia, que había empezado a caer de nuevo tras una breve interrupción—. ¡Ah!, y deja ahí tu bastón. Hoy no vas a necesitarlo. No te preocupes —añadió al ver que el joven vacilaba—, que no le pasará nada.
Raistlin no había perdido de vista el cayado —y apenas lo había dejado fuera de su alcance— desde el día que lo recibió de manos de Par-Salian. Iba a protestar, pero cuando pensó en lo necio que parecería al hacer tantos aspavientos como una madre a quien le piden que deje a su bebé recién nacido al cuidado de otros, apoyó el bastón contra la pared en la que colgaban algunas de las armas, con la idea realmente absurda (enrojeció al pensarlo) de que el cayado de Magius se sentiría como en casa en compañía de objetos tan marciales.
El joven se cubrió con la capucha y echó a andar trabajosamente por el barro. Al cabo de caminar kilómetro y medio llegaron al campo de entrenamiento, donde una compañía de soldados realizaba prácticas en un extremo del área. Todos los soldados llevaban el mismo tabardo azul y gris, pero Raistlin reconoció a Caramon de inmediato ya que sobresalía del resto por su estatura. Que Raistlin viera, los soldados no estaban haciendo nada útil, sólo gritar y arremeter con sus espadas y luego gritar más.
La lluvia le empapó la túnica enseguida y, a no tardar, estaba tiritando de frío y empezaba a lamentar su decisión de quedarse. Horkin, por su parte, se sacudió la lluvia como haría un perro.
—Muy bien, Túnica Roja, veamos qué te han enseñado en la poderosa Torre de Wayreth.
Empezó a golpear el aire con las dos varas, sosteniendo una en cada mano. Raistlin no alcanzaba a imaginar que pretendía hacer con las varas, que no formaban parte de ningún conjuro que él pudiera recordar. Empezaba a pensar que Horkin estaba algo chiflado.
El mago guerrero giró y señaló el extremo opuesto del campo, una zona alejada donde estaban los soldados gritando y arremetiendo.
—Bueno, Túnica Roja, ¿cuál es tu mejor hechizo, aparte del de sueño? —Horkin puso los ojos en blanco al decir eso último.
—Soy muy competente en el lanzamiento de proyectiles de combustión mágica, señor —respondió Raistlin, haciendo caso omiso del comentario del hombre.
—¿Proyectiles de combus… qué? —Horkin parecía desconcertado. Dio unas palmaditas a Raistlin en el hombro—. Puedes hablar Común, Túnica Roja. Aquí todos somos amigos.
El joven soltó un profundo suspiro.
—Bolas de fuego mágico, señor.
—¡Ah, bien! —Horkin asintió—. Lanza una de tus bolas de fuego a aquel poste de la cerca que hay allí, en el extremo del campo. ¿Lo ves?
Raistlin metió la mano izquierda en el saquillo que llevaba colgado del cinturón y sacó un trocito de pelambre, el ingrediente de conjuros que necesitaría para llevar a cabo el hechizo. Localizó el lejano poste de la cerca y se concentró para evocar las palabras que daban forma al encantamiento requerido para crear una ardiente bola de fuego mágico.
De pronto, se encontró en el suelo, a gatas, sin resuello. Horkin estaba de pie a su lado, sosteniendo una de las varas con la que acababa de golpearle en el estómago.
Conmocionado por el doloroso e inesperado estacazo, Raistlin lo miró perplejo, boqueando para coger aire y tratando de apaciguar los desaforados latidos de su corazón.
Horkin seguía plantado junto a él, esperando, sin ofrecerle ayuda. Finalmente, Raistlin consiguió ponerse de pie.
—¿Por qué hicisteis eso? —demandó, temblando de rabia—. ¿Por qué me habéis golpeado?
—Querrás decir «por qué me habéis golpeado, señor —corrigió seriamente Horkin.
Raistlin, demasiado furioso para repetir las palabras, asestó a Horkin una mirada fulminante.
El mago guerrero alzó la vara, esta vez utilizándola como un puntero para señalarle.
—Ahora ves el peligro, Túnica Roja. ¿Acaso crees que el enemigo se va a quedar ahí quieto, esperando, mientras tú entras en trance y entonas tu «abracadabra» y mueves los dedos en el aire y frotas un poco de pelambre contra tu mejilla? ¡Pues no, demonios! Planeabas lanzar la bola de fuego mágico más poderosa, más perfecta que haya habido jamás, ¿verdad? Ibas a partir en dos ese poste, ¿a que sí, Túnica Roja? Lo cierto es que no has lanzado nada. Lo cierto es que estarías muerto, porque el enemigo no habría utilizado una simple vara. Ahora estaría sacando de un tirón su espada de tu escuálida tripa.
»Lección número dos, Túnica Roja: no tardes mucho tiempo en lanzar un hechizo. Ser rápido, eso es lo que cuenta. ¡Ah! Y lección número tres: no intentes ejecutar un hechizo complicado cuando tienes al enemigo tan pegado a ti que sientes su aliento en el cogote.
—No sabía que erais un adversario, señor —contestó fríamente Raistlin.
—Lección número cuatro, Túnica Roja —continuó el mago guerrero con una sonrisa que dejaba a la vista su dentadura mellada—: Procura conocer muy bien a tus compañeros antes de confiarles tu vida.
Raistlin sentía lacerado el estómago y respirar le resultaba doloroso. Se preguntó si Horkin no le habría roto una costilla, cosa que era muy probable.
—Vuelve a intentar dar en el poste, Túnica Roja —ordenó Horkin—. O si no puedes en el mismo poste, valdrá en las inmediaciones. Pero no tardes todo el día.
Sombrío, Raistlin asió el trozo de pelambre e intentó recordar las palabras lo más deprisa posible.
Horkin alzó la otra vara y apoyó la punta en Raistlin. Este continuó con la ejecución del hechizo, pero entonces vio, para su asombro, surgir una llama en la base de la vara. La llama siseó a lo largo del palo hacia el joven, que intentó desesperadamente hacer caso omiso. La llama se aproximó a la punta.
El conjuro estaba casi completado, y Raistlin estaba a punto de lanzarlo cuando surgió un cegador destello. Faltó poco para que el sonoro estampido lo dejara sordo.
Levantó bruscamente los brazos para protegerse la cara de la explosión, y entonces atisbo por el rabillo del ojo a Horkin, que blandía la segunda vara. El golpe se descargó en su espalda y lo tiró de bruces en el suelo.
Lenta, dolorosamente, el joven mago se levantó. Tenía las rodillas magulladas y las manos llenas de arañazos. Se limpió el barro de la cara y miró a Horkin, que se mecía atrás y adelante sobre los talones, obviamente muy satisfecho consigo mismo.
—Lección número cinco, Túnica Roja —dijo—: Nunca des la espalda a tu enemigo.
El joven se limpió el barro y la sangre de las manos, examinó los arañazos y extrajo una esquirla que tenía hincada debajo de la piel.
—Creía que esa era la lección número uno y que se os había pasado por alto mencionarla, señor —repuso Raistlin, que contenía la ira a duras penas.
—¿De veras? Tal vez lo hice adrede. Piénsalo —contestó Horkin.
Raistlin no quería pensar; quería escapar de este estúpido loco. Ahora no le cabía duda de que Horkin estaba trastornado. El joven deseaba encontrarse junto a una lumbre y ponerse ropa seca; seguro que pillaría una pulmonía ahí fuera, todo mojado. Iría a buscar a Caramon; le contaría lo que este desalmado le había hecho. No había visto a Horkin lanzar el hechizo que lo había cegado.
De repente Raistlin olvidó el dolor, el malestar. ¡El hechizo! ¿Qué conjuro había sido ese? No lo conocía, no tenía idea de cómo se ejecutaba. No había visto que Horkin cogiera ningún ingrediente mágico, ni le había oído pronunciar palabra alguna, ni recitar encantamientos.
—¿Cómo hicisteis ese hechizo, señor? —preguntó.
—Vaya, vaya. —La sonrisa de Horkin se ensanchó—. Así que quizá sí que hay algo de magia que puedes aprender del penoso viejo mago que jamás paso la Prueba ¿en? Quédate pegado a mí durante esta campaña, Túnica Roja, y te enseñaré todo tipo de trucos. Si soy el único mago superviviente en este regimiento olvidado de los dioses, no se debe a que fuera el mejor. —Guiñó un ojo—. Simplemente el más listo.
Raistlin no aguantaba más insultos ni malos tratos. Empezó a darse media vuelta, pero entonces la pesada mano de Horkin cayó sobre su hombro. El joven giró velozmente, a punto de estallar de ira.
—Por los dioses, si volvéis a pegarme…
—Cálmate, Túnica Roja. Quiero que consideres una cosa.
Horkin señaló el campo de entrenamiento, donde los reclutas, que disfrutaban de un descanso, se reunían en torno a un barril de agua. Raistlin no entendía cómo podía apetecerles más agua. La lluvia había arreciado, y su túnica estaba tan empapada que sentía el agua resbalándole por la espalda de manera continua. Sin embargo, los reclutas parecían estar de un humor excelente, riendo y charlando a pesar del aguacero.
Caramon demostraba su técnica con la espada, arremetiendo y retrocediendo con tal energía que a poco no ensarta Cambalache, quien sostenía su escudo encima de la cabeza para protegerse de la lluvia. La expresión de Horkin cambió, así como el tono de su voz.
—Somos un regimiento de infantería, Túnica Roja. Luchamos. Morimos. Algún día esos hombres de ahí van a depender de ti en la batalla. Si fracasas, no sólo tendrá consecuencias para ti, sino para tus compañeros. Y si les fallas, morirán. Estoy aquí para enseñarte a luchar. Si tú no estás aquí para aprender a combatir, entonces ¿a qué demonios has venido?
Raistlin guardó silencio; la lluvia caía en sus mojadas ropas, tamborileaba en su cabeza y chorreaba por su cabello; un cabello prematuramente blanco, un resultado de los terrores a los que había sido sometido en la Prueba. El agua le chorreaba por las manos; unas manos esbeltas, de dedos largos y ágiles. Unas manos que brillaban con un matiz dorado, otra marca de la Prueba. Sí, la había superado, aunque por muy poco. A pesar de que no recordaba todo lo que había ocurrido, en el fondo de su corazón sabía que había estado a punto de fracasar. A través de la gris cortina de la lluvia miró a Caramon, a Cambalache y a todos los demás, cuyos nombres todavía desconocía. Sus compañeros.
Se sintió humilde. Miró a Horkin con un nuevo respeto al comprender que había aprendido más de ese hombre —ese mago de bajo nivel, sin instrucción, de la clase que solía verse en ferias sacándose monedas de la nariz— de lo que había aprendido en todos los años de estudio.
—Os pido disculpas, señor —dijo quedamente. Alzó la cabeza y parpadeó para quitarse la lluvia de los ojos—. Creo que tenéis mucho que enseñarme.
Horkin sonrió; fue un cálido gesto. Su mano apretó amistosamente el hombro de Raistlin, y este no se encogió ante el contacto.
—A lo mejor todavía podemos hacer de ti un soldado, Túnica Roja. Esa era la lección número uno. ¿Estás listo para continuar?
La mirada del joven fue hacia las varas; enderezó los estrechos hombros.
—Lo estoy, señor.
Horkin advirtió la ojeada de Raistlin y, riendo, tiró las varas al suelo.
—Me parece que ya no voy a necesitarlas. —Observó al joven con aire pensativo y luego, de repente, cogió el trocito de piel que Raistlin todavía sujetaba en la mano.
—Lanza el hechizo —ordenó.
—Pero, no puedo hacerlo, señor —protestó Raistlin—. No tengo otro trozo de pelambre, y ese es el ingrediente prescrito para realizar el conjuro.
Horkin sacudió la cabeza al tiempo que chasqueaba la lengua.
—Te encuentras en medio de una batalla —dijo—, te están dando empujones y zarándeos desde todas partes, las flechas silban por encima de tu cabeza, los hombres chillan. Alguien choca contigo y ese pedacito de pelambre cae al barro mezclado con sangre y es pisoteado por los hombres que combaten. Así que no puedes ejecutar el hechizo sin ello. —Volvió a sacudir la cabeza y suspiró—. Supongo que estás muerto.
Raistlin reflexionó un momento.
—Podría intentar encontrar otro trozo. Quizá del forro de piel de la capa de un soldado.
—Es en verano —dijo Horkin, que frunció los labios—, y estás combatiendo bajo un sol de justicia. Hace suficiente calor para que frías a un kender en tu escudo como si fuese una sartén. No creo que haya muchos soldados que lleven capas forradas con pieles en esta batalla, Túnica Roja.
—Entonces, ¿qué hago, señor? —demandó exasperado Raistlin.
—Ejecutar el hechizo sin el trozo de piel —respondió Horkin.
—Pero no puede hacerse…
—Se puede, Túnica Roja. Lo sé porque lo he hecho yo mismo. Siempre me he preguntado —añadió, pensativo, Horkin—, si los antiguos hechiceros no estipularían su utilización como una triquiñuela o quizá para fomentar el negocio de las pieles de Palanthas.
—Nunca he visto realizar el conjuro sin el trozo de piel, señor. —Raistlin parecía escéptico.
—¡Oh, bueno!, pues estás a punto de verlo, Alzó la mano derecha y murmuró varias palabras mágicas al tiempo que movía los dedos de la izquierda en unos pases complejos. En cuestión de segundos, una bola de fuego saltó chisporroteando de sus dedos, voló a través del campo y golpeó el poste de la cerca, incendiándolo.
Raistlin estaba boquiabierto por la sorpresa.
—¡No lo creía posible! ¿Cómo conseguisteis hacerlo sin la pelambre?
—Es un simple truco de autosugestión. La escena que te he descrito antes me ocurrió realmente. Una flecha enemiga me arrancó el trozo de piel de la mano justo cuando estaba a punto de lanzar el hechizo. —Horkin extendió la diestra y mostró una cicatriz larga e irregular que le cruzaba la palma—. Estaba asustado, desesperado y fuera de mí. «No es más que un estúpido trozo de piel —me dije—. No lo necesito. ¡Por los dioses, puedo realizar el hechizo sin eso!». —Se encogió de hombros—. Y lo hice. Jamás me ha olido algo tan bien como me olió la carne socarrada de goblin ese día. Y ahora, inténtalo tú.
Raistlin oteó a través del campo e intentó engatusarse a sí mismo para creer que el trozo de piel estaba en su mano. Pronunció las palabras, trazó el símbolo.
No ocurrió nada.
—No sé cómo lo hacéis, señor —admitió, chafado—. Pero las reglas de la magia estipulan…
—¡Reglas! —Horkin resopló con desdén—. ¿La magia te controla, Túnica Roja? ¿O eres tú quien controla la magia?
Raistlin parpadeó, sobresaltado.
—Quizá te he juzgado mal, Túnica Roja —continuó Horkin, con un brillo sagaz en los ojos—, pero tenía la impresión de que ya habías roto un par de reglas con anterioridad. —Dio unos golpecitos con el dedo en la mano de Raistlin, en la dorada piel que la cubría—. Si uno no quebranta las reglas, no se le castiga, y a mí me parece que has recibido algún castigo a lo largo de tu vida. —Horkin asintió como si confirmase su suposición—. Inténtalo.
«Yo controlo la magia —se dijo Raistlin para sus adentros—. Yo controlo la magia».
Alzó la mano. La magia emergió de las puntas de sus dedos y atravesó el campo. Un segundo poste de la cerca estalló en llamas.
—¡Eso ha sido rápido! —exclamó Raistlin, exultante.
—Sí —asintió aprobadoramente Horkin—. Nunca lo había visto ejecutar tan deprisa.
Los reclutas habían acabado la instrucción por ese día y marchaban calzada adelante entonando una canción para marcar el paso.
—Van a cenar —dijo Horkin—. Será mejor que hagamos lo mismo, o no nos quedará comida para nosotros. ¿Tienes hambre, Túnica Roja?
Con gran sorpresa por su parte, Raistlin —que por lo general era muy quisquilloso para comer— estaba tan hambriento que incluso el insípido guiso que se servía en la cocina del campamento le resultaba tentador. Los dos echaron a andar por el embarrado campo, en dirección a los barracones.
—Perdonad, señor, pero no me dijisteis qué hechizo utilizasteis para distraerme.
—Tienes razón, Túnica Roja —convino Horkin—. No lo hice.
Raistlin esperó, pero el otro mago se limitó a sonreír y no dijo nada.
—Debe de ser un hechizo muy complejo —comentó Raistlin—. La llama avanzó a lo largo de la vara y estalló cuando llegó a la punta. Nunca había visto un conjuro así. ¿Es una creación vuestra, señor?
—Podría considerarse así, Túnica Roja —contestó solemnemente Horkin, que miró de reojo al joven—… No estoy seguro de que estés preparado para esa revelación.
La risa, una risa regocijada —¡una risa de sí mismo, nada menos!— cosquilleó en la garganta de Raistlin. El joven mago se obligó a tragársela, reacio a estropear la atmósfera reinante; aún no. No podía creerlo, no lo entendía. Había sido golpeado, vapuleado, maltratado, embaucado. Estaba cubierto de barro, empapado hasta los huesos y, sin embargo, en toda su vida se había sentido tan bien.
—Creo que estoy preparado, señor —manifestó respetuosamente, y lo dijo en serio.
—Polvo pirotécnico. —Horkin golpeó las dos varas como si fuesen las baquetas de un tambor, marcando su propia cadencia—. No era un hechizo en absoluto, pero tú no lo sabías, ¿verdad, Túnica Roja? Te engañé completamente, ¿a que sí?
—Sí, señor, lo hicisteis —contestó Raistlin.