Esperando en la fila con los otros reclutas nuevos bajo el calor del sol, Caramon vio partir a su hermano con gran ansiedad. En una situación así —nueva y desconocida— al guerrero lo asaltó una opresiva inquietud al verse separado de su gemelo. Se había acostumbrado a que él lo guiara, y se sentía inseguro cuando Raistlin no estaba con él. También le preocupaba la salud de su gemelo, de modo que incluso se aventuró a preguntar a uno de los oficiales si podía ir a ver si su hermano estaba bien.
—Ya que lo único que estamos haciendo es esperar en la fila —añadió el guerrero—, pensé que podría ver si Raistlin…
—¿Quieres ver también a tu mamá? —replicó el soldado.
—No, señor. —Caramon enrojeció—. Sólo que como Raistlin no es muy fuerte…
—¡Que el mago no es muy fuerte! —repitió el oficial, sorprendido—. ¿ Ya qué pensaba que se estaba uniendo? ¿A la Asociación de Bordados y Molletes de las Damiselas de Palanthas?
—No quise decir que no es fuerte —intentó corregir su error Caramon, que esperaba fervientemente que su gemelo nunca se enterara de lo que había dicho—. Es muy fuerte en la magia.
La expresión del oficial se tornó sombría.
—Creo que deberías callarte —susurró Cambalache.
Caramon tomó en cuenta el excelente consejo y guardó silencio. El oficial sacudió la cabeza, masculló algo y se alejó.
Luego que todos los nuevos reclutas hubieron puesto su marca o estampado su rúbrica en la hoja de alistamiento, el sargento les ordenó que marcharan al patio interior del castillo. Arrastrando los pies y tropezando unos con otros, entraron y formaron en irregulares filas. Un oficial los puso en lo que podía pasar por posición de firmes y les enumeró una larga lista de normas del reglamento, informándolos de que la infracción de cualquiera de ellas acarrearía todo tipo de terribles consecuencias.
—Dicen que los dioses arrojaron una montaña de fuego sobre Krynn —concluyó el oficial—. ¡Bien, pues eso no es nada comparado con lo que os caerá encima a vosotros si la cagáis! Y ahora, el barón Arbolongar os dirigirá unas palabras. ¡Tres hurras por el barón!
Los reclutas vitorearon con entusiasmo. El Barón Loco tomó posición frente a ellos. Su apostura era airosa, engallada, y las altas botas, que le llegaban a los muslos, se lo habrían tragado de no ser por el enorme sombrero adornado con plumas. A despecho del calor, vestía un grueso jubón acolchado. La barba y el bigote negros acentuaban la amplia sonrisa; el largo cabello, negro y rizado, le caía sobre los hombros. Portaba una espada enorme que siempre parecía estar a punto de hacerlo tropezar o enredársele en las piernas, pero que, milagrosamente, nunca lo hacía. Con la mano posada en la desmesurada empuñadura del arma, el Barón Loco pronunció su habitual discurso de bienvenida, que tenía la ventaja de ser corto y directo al grano.
—Estáis aquí para uniros a una fuerza de élite de hombres y mujeres guerreros. Los mejores de Krynn. Me parecéis un patético grupo de ineptos, pero el instructor Quesnelle, aquí presente, hará cuanto esté en su mano para convertiros en soldados. Cumplid con vuestro deber, obedeced las órdenes y luchad con arrojo. Buena suerte a todos. ¡Y hacedme saber dónde he de enviar vuestra paga en caso de que no sobreviváis para cobrarla! ¡Ja, ja, ja! —El Barón Loco estalló en carcajadas y, sin parar de reír, se encaminó hacia el castillo.
Después de eso, a los nuevos reclutas se les dio un trozo de pan que, aunque amazacotado y duro de masticar, era sorprendentemente bueno, y un pedazo de queso. Mientras devoraba su ración, Caramon consideró que era un buen comienzo y se preguntó cuándo se serviría el resto de la comida. Su estómago y él estaban abocados a sufrir una desilusión. A los reclutas se les permitió beber toda el agua que quisieron y después el sargento los condujo a los barracones, unos edificios de piedra con amplios cuartos, los mismos por los que Raistlin había pasado. Les entregaron petates y el resto de equipamiento, incluidas botas. Todo lo que recibieron quedó anotado junto al nombre de cada uno; el importe del equipamiento sería descontado de su paga.
—Este es vuestro nuevo hogar —anunció el sargento—. Lo será durante el próximo mes, así que lo mantendréis limpio y ordenado en todo momento. —El oficial dirigió una ojeada desdeñosa al suelo bien barrido y a la paja fresca que lo cubría—. Ahora mismo, está peor que una cochiquera —manifestó—. Pasaréis el resto de la tarde adecentándolo.
—Disculpad, señor —dijo Caramon, que alzó la mano. Creía sinceramente que el sargento había cometido un error. A lo mejor era corto de vista—. Pero la habitación está limpia, señor.
—¿A ti te parece que ese suelo está limpio, Majere? —inquirió el oficial con engañosa seriedad.
—Sí, señor —contestó Caramon.
El sargento alargó la mano, cogió un balde que hacía las veces de bacín, y vació el repugnante contenido en el suelo de piedra, empapando la paja que cubría el suelo.
—¿Sigues pensando que el suelo está limpio, Majere? —preguntó el sargento.
—No, pero…
—¿No, qué, Majere? —bramó el sargento.
—No, señor —se corrigió Caramon.
—Límpialo, Majere.
—Sí, señor —repuso Caramon, chafado. Para entonces, los otros reclutas ya estaban fregando y restregando diligentemente—. Si me decís dónde puedo coger un palo con una bayeta…
—¿Un palo con bayeta? —El sargento sacudió la cabeza—. No ensuciaría una buena bayeta con esa porquería. Conseguir una buena bayeta no resulta fácil, pero contigo es diferente, Majere. Tú eres prescindible. Ahí tienes un trapo. Ponte a cuatro patas.
—Pero, señor… —Caramon hizo un gesto de asco. La peste era nauseabunda.
—¡Hazlo, Majere! —gritó el sargento.
Tratando de contener la respiración para evitar el hedor, Caramon cogió el trapo y se puso de rodillas. Siguió aguantando la respiración hasta que empezó a ver puntitos luminosos, y entonces inhaló lo más deprisa posible. Un instante después, echaba mano del balde para vomitar en él todo lo que tenía en el estómago.
De repente el suelo se inundó con un montón de agua que atenuó eficazmente la horrible peste, arrastró gran parte de la porquería y salpicó las botas del sargento.
—Lo siento, señor —se disculpó Cambalache con aire contrito.
—Dejad que os seque las botas, señor —dijo solícitamente Caramon, que se apresuró a pasar el trapo por las punteras húmedas.
El sargento les asestó una mirada iracunda, pero en sus ojos se advertía un atisbo de risa y también de aprobación. Giró sobre sus talones y se encaró con los demás reclutas, que se habían quedado parados, observando la escena.
—¿Qué demonios miráis? —gritó—. ¡A trabajar, lamentable puñado de escoria! ¡Quiero que se puedan comer sopas en este suelo, y lo quiero limpio antes de que el sol se ponga!
Los reclutas reanudaron sus tareas a todo correr. El sargento salió de los barracones, con el rostro tenso por el esfuerzo de reprimir la sonrisa. Había que mantener la disciplina.
Los reclutas retiraron la paja limpia, barrieron el suelo con escobas hechas con tallos de espadaña, echaron baldes de agua y lo fregaron hasta que la piedra estuvo tan limpia que, como Caramon afirmó orgullosamente al regresar el sargento:
—¡Podéis veros la cara en él, señor!
El oficial no tuvo más remedio que dar su visto bueno, aunque a regañadientes.
—Al menos hasta que aprendáis a hacerlo un poco mejor —añadió.
Caramon esperaba que el sargento anunciara que era la hora de cenar, aunque fuera en el suelo; le daba lo mismo con tal de que le dieran comida y en grandes cantidades. El oficial dirigió la vista al sol poniente y después volvió los ojos, pensativo, hacia los hombres.
—Bien, puesto que habéis acabado temprano, voy a daros una pequeña recompensa.
Caramon sonrió alegremente, esperando recibir ración extra.
—Coged los petates y sujetadlos a la espalda con correas. Coged las espadas y los escudos, poneos los petos y los yelmos y —señaló una colina en la distancia— corred hasta la cumbre.
—¿Por qué, señor? —preguntó Cambalache, interesado—. ¿Qué hay ahí arriba?
—Yo, con un látigo —repuso el sargento. Giró sobre sus talones, asió a Cambalache por la pechera de la camisa y lo zarandeó.
—Escúchame, basca. Y esto va también para todos vosotros. —Pasó la furibunda mirada sobre los reclutas, sin el menor atisbo de risa en sus ojos—. Será lo primero que aprendáis, y lo aprenderéis bien. Cuando dé una orden, la obedeceréis inmediatamente. Sin cuestionarla. No discutimos las órdenes. No las sometemos a votación. Las órdenes se cumplen. ¿Y por qué? Yo os lo diré. Y esta será la única vez que os explique por qué hacéis algo.
»Porque llegará el día que estéis en plena batalla, y las flechas os pasarán silbando, y el enemigo se lanzará sobre vosotros aullando y gritando como demonios del Abismo liberados. Los trompetas tocarán, el acero ensangrentado y caliente henderá el aire, y yo os daré una orden. Y si perdéis aunque sólo sea un segundo en pensar esa orden o en cuestionarla, o en decidir si vais a obedecerla o no, estaréis muertos. Y no sólo lo estaréis vosotros, sino vuestros compañeros. Y no sólo eso, sino que la batalla se habrá perdido.
»Y ahora… —El sargento soltó a Cambalache y lo lanzó al suelo—. Empezaremos de nuevo. Recoged los petates y atároslos a la espalda. Coged las espadas y los escudos, poneos los petos y los yelmos y corred hasta la cima de esa colina. Os habréis fijado —añadió con una mueca— que yo llevo puestos mi yelmo y mi peto, y que llevo la espada y el escudo. ¡Vamos, moved el maldito culo!
La orden se obedeció, aunque en medio de una considerable confusión. Ninguno de los reclutas tenía idea de cómo ajustar los petates al cuerpo. Ataron las correas torpemente y, en varios casos, contemplaron con desmayo cómo los petates se soltaban a su espalda. El sargento pasó de un hombre a otro, amenazando y gritando, pero, al mismo tiempo, dando instrucciones de cómo hacerlo. Finalmente, todos estuvieron más o menos listos, con los yelmos torcidos, las espadas traqueteando contra las piernas —y de vez en cuando haciendo tropezar a aquellos que no estaban acostumbrados a llevar un arma— y sudando bajo los pesados petos. Cambalache no veía con el yelmo, que era demasiado grande para él y le caía sobre los ojos, y, al moverse, su cuerpo repiqueteaba dentro del holgado peto como un palo en una jarra de cerveza vacía; y, además arrastraba el escudo por el suelo.
Vestido con su armadura y con la espada al costado, Caramon lanzó una ojeada pesarosa en dirección al comedor de la tropa, de donde llegaba el ruido de platos y el delicioso aroma a cerdo asado.
El sargento gritó una orden y puso en marcha a todos los reclutas.
La noche ya había caído cuando regresaron —corriendo— de la colina. Seis reclutas habían decidido durante el regreso que la carrera militar no era para ellos, por muy bien pagada que estuviese. Entregaron sus equipos —que no habían tirado en el camino— y regresaron cojeando, con los pies destrozados, a la ciudad. El resto de los reclutas entró en el patio tambaleándose, y allí varios se desplomaron y otros cuantos descubrieron por qué se aplicaba el término «basca» a los novatos.
El sargento hizo un rápido recuento y comprobó que faltaban dos hombres. Sacudió la cabeza y se dispuso a regresar sobre sus pasos para ver si podía encontrar los cuerpos.
—¿Qué es esto? —El Barón Loco hizo una pausa en su recorrido al campamento para mirar una escena de lo más peculiar.
Las titilantes antorchas y una enorme hoguera iluminaban el recinto. En el círculo de luz entró un joven muy grande y musculoso, con rizoso cabello castaño rojizo y un rostro franco y apuesto. El joven cargaba encima del hombro a otro, bajo y escuálido, que todavía aferraba animosamente una espada en una mano y en la otra, un escudo, el cual golpeaba en las pantorrillas del grandullón cada vez que este daba un paso. Los dos eran los últimos en bajar de la colina.
Tras llegar junto a los demás reclutas, que estaban en una inestable postura de firmes, el hombretón depositó suavemente su carga en el suelo. El hombre pequeño se tambaleó, a punto de caer, pero, clavando la punta del escudo en la tierra, lo utilizó para sostenerse y se las ingenió para esbozar una sonrisa triunfal, exhausta. El tipo grande, que había cargado con su propio escudo y su espada además de con su compañero, ocupó su sitio en la fila. No parecía estar agotado o falto de resuello, sólo hambriento.
—¿Quiénes son esos dos tipos? —preguntó el barón al sargento.
—Dos de los nuevos reclutas, señor —contestó el oficial—. Acaban de subir y bajar corriendo el Echarlas tripas. Vi todo lo que pasó. El chico se desplomó más o menos a mitad de camino cerro arriba, pero no se dio por vencido. Se puso de pie y volvió a intentarlo. Dio unos cuantos pasos y cayó otra vez, pero maldita sea mi alma si no se incorporó e hizo un nuevo intento. Fue entonces cuando el grandullón lo cogió y se lo echó al hombro y lo cargó hasta la cumbre. Y también lo trajo cargado todo el camino de vuelta.
El barón observó atentamente a la pareja.
—Hay algo extraño en ese chico. ¿No te parece que tiene aspecto de kender?
—¡Que el buen Kiri-Jolith nos proteja! ¡Espero que no, señor! —deseó fervientemente el oficial.
—No, su apariencia es más de humano —fue la conclusión a la que llegó el barón—. Nunca se convertirá en soldado. Es demasiado pequeño.
—Sí, señor. ¿Le doy de baja, señor?
—Supongo que será lo mejor. Sin embargo —añadió el noble—, me gusta su coraje. Y también la lealtad del mocetón. Deja que el delgaducho se quede. Veremos cómo aguanta el entrenamiento. A lo mejor nos sorprende a todos.
—Es posible, señor —dijo el sargento, pero no parecía convencido. El comentario del barón sobre la apariencia kender del muchacho había inquietado profundamente al oficial, que tomó nota mental de contar los platos de metal y las cucharas de madera, y si faltaba una sola pieza, por los dioses que el delgaducho se iría, tuviera coraje o no lo tuviera.
Los reclutas recibieron la orden de ir a cenar. Entraron en el comedor tambaleándose, y allí varios se quedaron dormidos sobre sus platos, demasiado agotados para comer. Caramon, a quien no le gustaba que se desperdiciara comida, la emprendió con la cena de los dormidos. Pero hasta él tuvo que admitir que el suelo de piedra le parecía tan cómodo como el más blando colchón de plumas cuando finalmente se les permitió acostarse.
Caramon sólo había cerrado los ojos hacía un momento —o eso le pareció a él— cuando un toque de trompeta, que resonaba dentro de su cabeza, lo despertó y lo hizo sentarse de un brinco en el suelo cubierto de paja. Su embotado cerebro no alcanzaba a discernir dónde estaba, qué estaba pasando ni por qué tenía que pasarle a él a esta hora infame. Los barracones estaban oscuros como un pozo; al otro lado de las ventanas —troneras cortadas en los muros de piedra—, aún se veían las estrellas, aunque en el cielo nocturno parecía insinuarse el alba.
—¿Eh? ¿Qué? —farfulló Caramon, que volvió a tumbarse.
De pronto una luz alumbró el cuarto de los barracones; eran antorchas encendidas, que arrojaban un fulgor rojizo en los rostros de quienes las portaban, unos rostros sonrientes y joviales.
—¡Toque de diana! ¡Arriba, puercos gandules!
—¡No! ¡Todavía es de noche! —gimió Caramon, que se cubrió la cabeza con paja.
La puntera de una bota se estrelló contra su estómago, y esta vez sí que se despertó completamente a la vez que el golpe le hacía soltar un ahogado resoplido.
—¡En pie, bastardos de enano gully! —bramó el sargento—. ¡Vais a empezar a ganaros esas cinco monedas de acero!
Caramon suspiró profundamente. En ese preciso momento había dejado de considerar generosa la suma que le pagaban por alistarse.
Las estrellas ya habían desaparecido cuando los reclutas se hubieron vestido con desgastados tabardos azul y gris; se habían tragado a toda prisa un desayuno totalmente insuficiente y se habían marchado en fila al campo de entrenamiento, una extensa área localizada a más de un kilómetro del castillo. En apariencia tan adormilado como los hombres, el sol asomó en el horizonte unos minutos y luego, como si el esfuerzo lo hubiese agotado, se metió bajo un manto de densos nubarrones grises y volvió a dormirse. Una llovizna que empapaba empezó a repicar en los yelmos de los sesenta hombres, a los que se había hecho formar en tres filas de veinte alternando amenazas con palabras animosas.
El sargento y sus ayudantes repartieron el material de entrenamiento: escudos de prácticas y espadas de madera.
—¿Qué es esto, señor? —inquirió Caramon, que miraba el arma de madera con desdén. Bajó la voz a un tono confidencial para que los otros reclutas no se sintieran rebajados—. Sé cómo usar una espada de verdad, señor.
—Conque sabes, ¿verdad? —El soldado esbozó una sarcástica mueca—. Veremos.
—¡Silencio en las filas! —bramó el sargento.
Caramon suspiró. Tomó la espada de madera y se llevó una sorpresa al ver que pesaba el doble que una de buen acero. Del mismo modo, el escudo era extraordinariamente pesado. Cambalache apenas podía levantarlo del suelo. Otro soldado pasó por las filas repartiendo brazales muy usados. El de Caramon no encajaba en su fornido antebrazo, mientras que el de Cambalache se escurrió y cayó al barro.
Una vez que todos los hombres estuvieron más o menos equipados, el sargento saludó a un hombre mayor que él, el cual había permanecido apartado a un lado.
—Son todo vuestros, instructor Quesnelle, señor —dijo el sargento en el mismo tono adusto y abatido que habría utilizado para anunciar que una plaga de ratas se había colado en el castillo.
El instructor Quesnelle gruñó y caminó con parsimonia bajo la lluvia hasta tomar posición frente a las tropas.
Tenía sesenta años; la barba y el cabello, que asomaba por debajo del yelmo, eran de un color gris acerado. Su cara, surcada de cicatrices, estaba curtida por los años de campaña. También a él le faltaba un ojo, y cubría la cuenca vacía con un parche. El otro ojo, hundido, brillaba más de lo normal, como si se hubiese acumulado en él el centelleo de los dos. Sostenía en las manos el mismo tipo de espada de madera y de escudo que los reclutas. Poseía una voz que se oiría por encima del estruendo de la batalla y que sin duda habría despuntado en una reunión de kenders. El instructor Quesnelle estudió a los reclutas y su gesto se tornó adusto.
—Se me ha informado que algunos de vosotros creéis que sabéis cómo utilizar una espada. —Su único ojo pasó por las filas y aquellos a los que tocó su mirada les pareció aconsejable bajar la vista a sus botas. El instructor Quesnelle continuó con un tono de sorna—. Sí, sois todos unos verdaderos bastardos duros, del primero al último. Recordad una cosa, y sólo una cosa: ¡no sabéis nada! No sabéis nada y seguiréis sin saber nada hasta que yo diga que sabéis algo.
Nadie se movió, nadie habló. Las filas, que al principio estaban relativamente rectas, ahora se extendían desordenadamente por todo el campo de entrenamiento. Los hombres se mantenían firmes, con gesto desanimado, la espada asida con una mano y el escudo con la otra, mientras la lluvia goteaba por la pieza del casco que sirve para proteger la nariz.
—He sido presentado como el instructor Quesnelle. Sólo soy el instructor Quesnelle para mis amigos y mis camaradas. ¡Vosotros, gusanos, os dirigiréis a mí por mi nombre de pila, que es «Señor»! ¿Entendido?
—Sí, señor —respondieron en tono abatido la mitad de los hombres de la formación al sentir la punzante mirada sobre ellos. Los demás, ignorando qué respuesta se esperaba de ellos, se apresuraron a corear en el último momento—: Sí, señor.
—Sí, instructor Quesnelle —metió la pata un infeliz.
El instructor Quesnelle se le echó encima como un gato sobre un ratón.
—¡Tú! ¿Qué has dicho?
—Sí, s… s… señor —tartamudeó el pobre tipo, al darse cuenta de su error.
—Eso está mejor —asintió el instructor Quesnelle—. Y para que se quede bien grabado en tu cerebro de mosquito, quiero que corras el perímetro del campo diez veces mientras repites una y otra vez «señor, señor, señor». ¡Muévete!
El recluta permaneció inmóvil mirándolo fijamente, boquiabierto. El sargento se plantó, imponente, ante él y le clavó una mirada funesta. El infeliz soltó la espada y el escudo y se dispuso a correr, pero el sargento lo paró para entregarle de nuevo su pesada espada y su aún más pesado escudo. El recluta, tambaleándose, empezó a correr alrededor del perímetro del campo de entrenamiento, gritando «señor» a intervalos.
El instructor bajó con fuerza su espada y la hoja de madera se hundió en el suelo.
—¿Acaso me he equivocado? —inquirió en un tono que sonaba casi quejumbroso—. Tenía la impresión de que estabais aquí porque queríais ser soldados, pero quizá lo entendí mal. ¿Es eso?
El instructor Quesnelle paseó la mirada sobre los reclutas, que se encogieron tras los escudos o intentaron esconderse detrás de los hombres que tenían delante. El instructor frunció el ceño.
—Cuando hago una pregunta, quiero oíros contestar con un clamor tan fuerte como un grito de guerra. ¿Queda claro?
La mitad de los hombres pillaron la idea y respondieron a voz en cuello:
—¡Sí, señor!
—¿Queda claro? —bramó el instructor.
Esta vez, la respuesta fue general, unificada y fuerte, un gran grito que salió del grupo:
—¡Sí, señor!
—Bien. —El instructor Quesnelle asintió con un breve cabeceo—. Parece que tenéis un poco de espíritu, después de todo. —Alzó la espada de madera—. ¿Sabéis qué hacer con esto? —preguntó.
Algunos de los reclutas se quedaron en blanco. Unos pocos, Caramon entre ellos, recordaron el procedimiento y gritaron:
—¡Sí, señor!
El instructor Quesnelle parecía exasperado.
—¿Sabéis qué hacer con esto? —bramó al tiempo que sacudía la espada en el aire.
—¡Sí, señor! —El clamor fue casi ensordecedor.
—No, no lo sabéis —dijo el instructor sosegadamente—. Pero lo sabréis para cuando hayamos terminado. Antes de que aprendáis a usar el arma, necesitáis aprender a usar vuestro cuerpo. Coged la espada con la mano derecha, poned el pie izquierdo más adelantado que el derecho y cargad el peso en él. Alzad el escudo así. —Situó el escudo en posición defensiva, levantado y de manera que protegiese el costado vulnerable del cuerpo—. Cuando grite «embestida», repetís el grito, adelantáis un paso y asestáis al enemigo que tenéis delante una buena estocada que lo atraviese de parte a parte. Os quedáis inmóviles en esa postura. Cuando grite «retroceso», volvéis a la posición inicial en las filas. ¡Embestida!
El instructor bramó la orden a renglón seguido de la explicación, y pilló desprevenidos a todos excepto a los más espabilados. La mitad de los reclutas embistió y los demás vacilaron, sin saber muy bien qué hacer. Cambalache fue rápido, así como Caramon, que sentía bullirle la sangre y que empezaba a divertirse. Estaba en un extremo de la segunda fila; el tabardo le colgaba como una bayeta sucia, empapado y rozándole los brazos. Embistió con entusiasmo y gritó, y, un instante después, el resto de los reclutas hizo lo propio.
—¡Quietos! —chilló el instructor Quesnelle—. Que nadie se mueva.
Los reclutas tenían una postura forzada, sosteniendo las espadas en horizontal al suelo, como si acabaran de realizar la carga. El instructor esperó, observándolos con aire de suficiencia. A no tardar, los músculos empezaron a arder y después a temblar por el intento de sostener en vilo la pesada espada. Aun así, nadie se movió. Caramon estaba empezando a sentir cierta incomodidad; miró de reojo a Cambalache y vio que el brazo de su amigo temblaba y la espada se mecía. El sudor se mezclaba con la lluvia. Cambalache apretó los dientes, mordiéndose el labio inferior, en un denodado esfuerzo de sostener la espada, cuya punta oscilaba arriba y abajo. Lentamente, la hoja comenzó a caer hacia el suelo. Cambalache contempló con impotencia, desesperado de dolor, cómo se le agotaba la fuerza.
—¡Retroceso! —gritó el instructor Quesnelle.
Todos los hombres repitieron la orden con alivio, y fue el mejor grito de guerra que cualquiera de ellos había lanzado hasta ese momento.
—¡Embestida!
Gracias a los dioses, el tiempo de espera antes de volver a la posición inicial fue más corto.
Retroceso!
Embestida!
Retroceso!
Cambalache jadeaba, pero continuó el ejercicio con denuedo. Caramon empezaba a sentirse un poco cansado. El hombre que había estado corriendo alrededor del campo y gritando «señor», regresó a su puesto y se sumó al ejercicio. Al cabo de una hora, Quesnelle les concedió un breve respiro para darles tiempo a recuperar el aliento y relajar los doloridos músculos.
—Veamos, ¿alguno de vosotros, gusanos, sabe por qué luchamos en formación?
Convencido de que esta era su oportunidad de ofrecer ayuda al maestro de armas, Caramon fue el primero en alzar la espada.
—Para que el enemigo no pueda abrir brecha y nos ataque por los flancos y la retaguardia, señor —contestó, orgulloso de sus conocimientos.
El instructor Quesnelle asintió con aire sorprendido.
—Muy bien. Majere, ¿verdad?
—¡Sí, señor! —Caramon sacó pecho.
Quesnelle extendió hacia un lado el brazo que sostenía el escudo, e hizo otro tanto con el que empuñaba la espada. Manteniendo los brazos en cruz —escudo en una mano, espada en la otra— cargó contra la primera fila. Los reclutas que estaban al frente lo observaron atemorizados, sin saber qué hacer, esperando que el oficial se detuviera cuando llegara a ellos.
El instructor continuó con la carga, directamente contra los hombres. Su escudo tiró patas arriba a un recluta que no se había apartado con la suficiente rapidez, y su espada golpeó a otro, dándole de lleno en la cara. El instructor pasó a través de la primera línea y se lanzó contra la segunda, en la que los reclutas empezaron a agacharse y a esquivarlo en un intento de no recibir golpes.
El instructor Quesnelle se abrió paso de esa guisa en dirección a Caramon.
—Creo que te la has ganado —gritó Cambalache mientras se metía detrás del enorme escudo.
—¿Qué hago? —demandó desesperado Caramon.
El instructor se plantó delante de él, cara a cara o, más bien cara a esternón. Luego bajó los brazos y dirigió una mirada funesta al joven, que en toda su vida había sentido tanto miedo, ni siquiera cuando se topó con una mano incorpórea en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth.
—Dime, Majere —bramó el instructor—, si estos hombres están en formación cerrada, ¿cómo, en nombre de Kiri-Jolith, he cargado a través de ellos y he llegado sin ninguna dificultad hasta ti?
—¿Porque sois muy buen guerrero, señor? —fue la débil respuesta de Caramon.
El instructor Quesnelle alzó los brazos y se giró. Su escudo golpeó fuertemente a Caramon en el pecho y lo hizo caer de espaldas. Quesnelle resopló con desdén y volvió a cargar al frente, golpeando, derribando y dispersando reclutas a su paso. Luego se volvió para contemplar a la ahora desorganizada compañía.
—Acabo de demostraros por qué los soldados profesionales mantienen las filas en formación cerrada. ¡A formar! ¡Moveos, moveos, moveos!
Los hombres se colocaron en filas muy juntas, hasta estar hombro con hombro, de manera que la distancia entre los escudos eran de quince centímetros como máximo. El instructor inspeccionó la formación y gruñó con satisfacción.
—¡Embestida! —gritó el instructor, y el ejercicio comenzó de nuevo—. ¡Retroceso! ¡Embestida! ¡Retroceso!
Los reclutas siguieron practicando de esa guisa durante media hora larga, y entonces el instructor ordenó hacer un alto. Los hombres estaban en la posición inicial de atención, firmes. La lluvia había cesado, pero no había rastro del sol que, al parecer, no estaba de humor para dejarse ver en las próximas horas.
Quesnelle extendió los brazos, asiendo espada y escudo de nuevo, y cargó contra la primera línea. En esta ocasión, los reclutas lo estaban esperando. El instructor embistió con el pecho contra el escudo del hombre del centro, intentó abrir brecha, pero el recluta, empleando todas sus fuerzas, lo mantuvo a raya. Quesnelle retrocedió un paso y trató de abrirse paso entre dos escudos, mas los hombres los mantuvieron en posición con firmeza.
El instructor se retiró y, aparentemente satisfecho, arrojó la espada y el escudo al suelo. Los reclutas se relajaron, creyendo que las prácticas habían acabado. De repente, sin previo aviso, el instructor giró sobre sus talones y embistió con el cuerpo contra la primera línea.
Los hombres se sobresaltaron, pero sabían lo que tenían que hacer. Alzaron los escudos para frenar la arremetida de Quesnelle, que chocó contra ellos y salió rebotado. Se quedó plantado ante la formación y su único ojo centelleó.
—Creo que tenemos aquí unos soldados, después de todo.
Recogió sus armas y ocupó su posición frente de la compañía.
—¡Embestida!
Los hombres arremetieron al unísono.
—¡Retroceso!
Los hombres volvieron a la posición inicial. Aunque cansados, se sentía satisfechos de sí mismos, orgullosos del elogio de su instructor. En ese momento —y no antes— a Caramon le vino a la cabeza su hermano y se preguntó qué habría sido de él.