La taberna, situada en una calle lateral, se llamaba El Jamón Mantecoso y en el letrero que colgaba sobre la puerta había pintado un cerdo rosa de aspecto apopléjico. A juzgar por el olor, El Jamón Mantecoso sólo tenía una característica recomendable, y eran sus precios bajos, que aparecían reflejados en una pizarra que había en la ventana.
El Jamón Mantecoso atraía a una clientela con menos recursos que las tabernas más prósperas ubicadas en la calle principal. Había pocos veteranos, sólo aquellos que habían despilfarrado sus ingresos, pero eran muchos los hambrientos aspirantes. Caramon recorrió con la mirada la multitud antes de acceder al local y luego, al comprobar que no veía ninguna cara conocida, anunció que podían entrar sin peligro.
Los tres tomaron asiento ante una sucia mesa. El guerrero se vio obligado a desocupar antes una de las sillas, levantando a un adormecido borracho y dejándolo en el suelo. Las camareras, atareadas y distraídas, lo dejaron allí tendido, y pasaron por encima o sobre él. Una de las chicas soltó sin contemplaciones tres cuencos con jamón y alubias en la mesa de los compañeros y salió pitando para traer dos cervezas para Caramon y Cambalache y una copa de vino para Raistlin.
—Mi madre era una kender —empezó Cambalache sin reparos, hablando entre bocado y bocado de jamón con alubias y pan de maíz—. O al menos casi kender al cien por cien. Creo que tenía algo de sangre humana, ya que su aspecto era como el mío, más humano que kender. Sin embargo, si realmente tenía algo de ascendencia humana, no dejó que ello le pusiera trabas. Era kender de la cabeza a los pies. Como todas las demás cosas en su vida, no tenía ni idea de cómo se hizo conmigo. Vaya, esto estaba muy bueno. —Apartó el cuenco vacío con gesto pesaroso.
Raistlin le pasó al joven el suyo, que seguía lleno.
—No, gracias. —Cambalache sacudió la cabeza.
—Cómetelo, yo ya no quiero más —dijo el mago, que sólo había tomado tres cucharadas—. Si no, se desperdiciará.
—Bueno, si estás seguro de que no te apetece más… —Cambalache cogió el cuenco, tomó una gran cucharada de alubias y masticó con un profundo suspiro de satisfacción—. ¡No sé cuánto hace que no había comido algo tan bueno!
Las alubias estaban poco hechas, el jamón sabía rancio y el pan tenía moho. Raistlin echó una mirada expresiva a su hermano, que estaba devorando su ración con tanto entusiasmo como Cambalache. El guerrero se paró con la cuchara casi en la boca; Raistlin hizo un gesto con la cabeza hacia el otro joven. La expresión de Caramon se tornó desolada.
—¡Eh, pero, Raist…!
Los ojos de su gemelo se estrecharon, y el guerrero suspiró.
—Aquí tienes —dijo, empujando su cuenco medio lleno hacia el joven—. Tomé un gran almuerzo.
—¿Estás seguro?
—Sí, por supuesto. —Caramon miró el cuenco tristemente.
—¡Vaya, gracias! —Cambalache empezó a dar buena cuenta de la tercera ración—. ¿De qué hablábamos?
—De tu madre —le recordó Raistlin, que tomó un sorbo de vino.
—¡Ah, sí! Mi madre tenía una vaga idea sobre un humano que había sido amable con ella en cierta ocasión, pero no recordaba dónde fue ni cuándo, y tampoco su nombre. No supo que yo estaba en camino hasta que un buen día salí a este mundo. Se llevó la mayor sorpresa de su vida, pero pensó que era muy divertido lo de tener un bebé y me llevó con ella, sólo que a veces se olvidaba de mí y me dejaba atrás. No obstante, la gente siempre me encontraba y corría tras ella para devolverme. Se alegraba de recuperarme, aunque creo que en ocasiones no recordaba exactamente quién era yo. Cuando crecí, solía «devolverme» por mí mismo, cosa que funcionaba muy bien.
»Entonces un día, cuando tenía ocho años, creo, me dejó a la puerta de una herboristería para que la esperara mientras entraba e intentaba vender al tendero unas setas que habíamos encontrado. Aquel día habíamos caminado mucho. El tiempo era cálido y soleado y me quedé dormido en la puerta. Lo siguiente que recuerdo es ver a mi madre salir corriendo de la tienda, seguida del herbolario que gritaba que no eran setas, sino hongos venenosos y que quería intoxicarlo.
»Traté de alcanzarla, pero mi madre me sacaba bastante ventaja y la perdí de vista. El herbolario dio por terminada la persecución y regresó a la tienda maldiciendo, porque al parecer mi madre había cogido un jarro de canela en rama en el trueque y se lo había llevado. Iba a ir tras ella, pero cuando el herbolario me vio estaba tan furioso que me atizó un buen golpe. Me caí y me golpee en la cabeza con el escalón de la puerta. Cuando desperté ya era de noche y mi madre hacía mucho que se había marchado. La busqué a lo largo de la calzada, pero no la encontré y no he vuelto a verla.
—Qué pena —dijo Caramon, compasivo—. Nosotros también perdimos a nuestra madre.
—¿De verdad? —Cambalache estaba interesado—. ¿Os abandonó?
—En cierto modo —respondió Raistlin, que miró enfadado a su hermano—. Hace un rato mencionaste de pasada a tu padre —comentó, cambiando de tema antes de que Caramon pudiese añadir nada más—. ¿Quiere eso decir que lo encontraste?
—¡Oh, no! —Cambalache apartó el tercer cuenco vacío, se sentó recostado en el banco y soltó un eructo satisfecho—. Así era como nos hacía llamarle. Era un molinero que recogía a niños perdidos para trabajar en su tienda. Decía que salía más barato alimentarnos que pagar a un ayudante. Yo estaba cansado de andar dando vueltas de aquí para allí, y él me daba al menos una buena comida al día, así que me quedé con él.
—¿Te trató mal? —preguntó Caramon, que tenía fruncido el ceño.
El joven se quedó pensando un momento.
—No, en realidad no. Me pegaba algunas veces, pero supongo que me lo merecía. Y se ocupó de que aprendiera a leer y a escribir Común, porque afirmaba que los niños estúpidos lo dejaban en mal lugar con los clientes. Viví con él hasta que tuve unos diecinueve años. Había creído que quizá me quedaría allí para siempre. Iba a nombrarme encargado de la tienda.
»Pero entonces, un día, me asaltó una extraña sensación. Era como si tuviese comezón en los pies, no podía quedarme quieto y empecé a ver caminos y calzadas en mis sueños. —Cambalache sonrió y miró a través de la ventana con expresión ausente—. Como la de ahí fuera. Las veía extenderse ante mí, y al final había montañas altas, con nieve en los picos, y valles verdes alfombrados de flores silvestres, y bosques oscuros y espeluznantes, y ciudades con altas murallas y castillos brillando al sol, y vastos mares con olas espumantes. Eran sueños maravillosos, y cuando despertaba y me encontraba rodeado por cuatro paredes, me ponía tan triste que casi rompía a llorar.
»Un día, un nuevo cliente entró en la tienda. Era un hombre muy rico que había comprado varias granjas de la localidad y quería vendernos su grano. Empecé a hablar con él y me enteré de que había sido soldado, un mercenario. Así era como había amasado su fortuna. Me contó historias excitantes sobre sus aventuras, y entonces fue cuando me decidí. Le pedí que si alguna vez se enteraba de alguien que quisiera contratar soldados me lo dijera. Prometió que lo haría, y fue ese hombre quien me habló del Barón Loco. Según él, el barón era un comandante excelente y un buen soldado, y que podría aprender mucho con él. Así que dejé el molino y me puse en marcha. Eso fue el pasado otoño. Llevo unos seis meses viajando por los caminos.
—¡Seis meses! Entonces, ¿de dónde vienes? —quiso saber Caramon, sorprendido.
—De Ergoth del Sur —contestó, con actitud satisfecha, Cambalache—. El viaje ha resultado divertido en su mayor parte. Trabajé en un barco para pagar mi pasaje a través del Nuevo Mar. Desembarqué en el puerto de destino del velero, y desde allí hice a pie el resto del camino.
—¿Dices que tienes diecinueve años? —preguntó Raistlin, que no podía creérselo—. En ese caso, eres casi de nuestra edad. —Hizo un gesto con la cabeza a su hermano.
—Año arriba, año abajo —contestó Cambalache—. Madre no tenía idea de la fecha de mi nacimiento. Un día le pregunté cuántos años tenía, y ella me preguntó que cuántos quería tener. Lo medité y dije que seis me parecía una buena edad. Madre respondió que a ella también le parecía bien, así que eran seis años los que tenía. Empecé a contar desde entonces.
—¿Y cómo es que dieron en llamarte con ese nombre? —inquirió el mago—. Porque doy por sentado que ese no es el de pila.
—Que yo sepa, lo es —contestó Cambalache, encogiéndose de hombros—. Madre me llamaba siempre como le apetecía en ese momento. El molinero solía llamarme «chico» hasta que empecé a mostrar cierto talento para conseguir cosas que él necesitaba.
—¿Robando? —instó Caramon con aire severo.
—Nada de robar —repuso Cambalache, al tiempo que sacudía la cabeza—. Y tampoco nada de tomar prestado. La cosa funciona de esta manera: todo el mundo tiene algo que alguna otra persona quiere, y todo el mundo tiene algo que ya no necesita. Lo que yo hago es descubrir cuáles son esas cojas, y me ocupo de que todos acaben consiguiendo algo que quieren a cambio de algo que ya no quieren.
—No sé. —Caramon se rascó la cabeza—. A mí no me parece legal.
—Pues lo es. Te lo demostraré.
—Son seis céntimos por las alubias —dijo la camarera, que se retiró el pelo de la cara para ver las marcas que había lecho en la mesa—. Seis céntimos por la cerveza y cuatro céntimos por el vino.
Caramon se llevó la mano a la bolsa, pero los finos dedos de Cambalache se cerraron sobre su brazo, deteniéndolo.
—No tenemos dinero —anunció con una amplia sonrisa Cambalache.
El gesto de la camarera se tornó furibundo.
—¡Ragis! —llamó ominosamente.
Un hombretón que estaba detrás del mostrador llenando jarras de cerveza miró en su dirección.
—Pero —se apresuró a añadir Cambalache— me he fiado en que ese fuego está casi apagado. —Gesticuló hacia la gran chimenea en la que un tronco chamuscado chisporroteaba débilmente.
—¿Y qué? Nadie tiene tiempo para cortar leña —replicó la camarera en tono desafiante—. ¿Encima quieres hacerte el gracioso protestando, basura? ¡Ragis os hará astillas y os utilizará de leña como no paguéis lo que debéis!
Cambalache le sonrió; incluso con el labio partido, tenía una sonrisa encantadora que desarmaba.
—Pagaremos con algo más valioso que el dinero.
—No hay nada que valga más que el dinero —manifestó la camarera, malhumorada, pero se notaba que estaba intrigada.
—¡Oh, sí que lo hay! Tiempo, músculos y cerebro. Verás, mi amigo. —Cambalache puso la mano en el brazo de Caramon— es el mejor leñador y el más rápido de todo Ansalon. Y yo soy un experto sirviendo mesas. Por otro lado, si nos proporcionáis una cama para pasar la noche, mi otro amigo, un mago de gran renombre, tiene una especia mágica que hará de vuestras habichuelas una exquisitez gastronómica. Todo el mundo acudirá a vuestra taberna sólo para probarlas.
—¡Nuestras habichuelas no son gastronómicas! —protestó la camarera indignada—. ¡Ni siquiera le han sentado mal a nadie nunca!
—No, no. Lo que quiero decir es que con esa especia sabrán tan ricas como las que come el Señor de Palanthas. Incluso mejor. Cuando Su Gracia oiga hablar de ellas, y yo me aseguraré de decírselo, viajará hasta aquí sólo para probarlas.
—Bueno —la camarera sonrió a regañadientes—, la verdad es que ha habido algunas protestas de los clientes. No por culpa nuestra, ojo. La cocinera le dio a la botella de vino, se cayó por la escalera de la bodega y se rompió el tobillo, con lo que Mabs y yo hemos tenido que ocuparnos de cocinar y de limpiar y de servir las mesas. No paramos, y Ragis no puede dejar el mostrador habiendo esa multitud sedienta. Observó a Caramon y su mirada se suavizó.
»Eres muy fuerte, ¿verdad? ¿Qué importan seis peniques si a cambio podemos mantener el fuego encendido o subir un nuevo barril de la bodega? De acuerdo, tú cortarás leña, y tú, hechicero —dirigió a Raistlin una mirada desdeñosa—, ¿qué tienes para ofrecer?
Raistlin soltó del cinturón uno de los saquillos, metió la mano en él y sacó un objeto bulboso y blanco que soltaba un intenso olor aromático.
—Este es el ingrediente mágico —dijo—. Se pela, se pica muy fino y se agrega a las alubias. Te garantizo que atraerá clientela que pase por la calle.
—No nos faltan clientes, pero te aseguro que sería estupendo servir una comida que no me tirasen a la cara. —Olisqueó el blanco bulbo—. Huele muy bien. ¿Me garantizas que no envenenará a nadie?
Mi hermano se ofrece voluntario para comerse el primer cuenco —contestó Raistlin, y Caramon le dirigió una mirada agradecida.
—Bueno…
El Señor de Palanthas —comentó lentamente Cambalache, con aire soñador. Tomó la mano de la camarera, enrojecida por el trabajo, y la besó—. Jurando que las vuestras son las mejores habichuelas que ha comido en su vida.
La camarera soltó una risita y dio un suave tirón al cabello rojizo de Cambalache.
—¡El Señor de Palanthas, chúpate esa! Tú, hechicero, ve a la cocina y añade tu especia mágica.
Se inclinó sobre la mesa de modo que mostraba una generosa porción del busto, enmarcado por el volante de la sucia blusa, y borró con el antebrazo las marcas garabateadas en el tablero.
—Y habrá un pequeño extra para ti, querida —dijo Caramon, que posó amorosamente la mano sobre la de la mujer.
—¡Anda ya! —exclamó ella al tiempo que retiraba la mano de un tirón, aunque a renglón seguido se inclinó para susurrar—: Cerramos a medianoche. —Con una mirada picara y una sacudida de la revuelta cabellera, se alejó para atender un coro de voces que pedían cerveza a gritos—. ¡Sí, sí, ya voy! ¡No os quitéis los pantalones!
—De momento —masculló entre dientes Caramon, que esbozó una sonrisa. Salió, silbando, al patio trasero de la taberna para cortar leña.
—Bien hecho, Cambalache —felicitó Raistlin mientras se ponía de pie para llevar a la cocina su «especia mágica», también conocida como ajos. Nos has ahorrado la cuenta de la cena y el alojamiento de una noche. ¡Ah!, una pregunta, ¿cómo sabías lo que llevaba en mis saquillos?
Un suave rubor tiñó las descarnadas mejillas de Cambalache, y sus ojos brillaron con picardía.
—No he olvidado todo lo que mi madre me enseñó —respondió, luego de incorporarse para ir a servir las mesas.
A la mañana siguiente, los gemelos y Cambalache se sumaron a la larga fila de hombres formados en dos columnas en el patio exterior del castillo del barón. Un ancho tablero, montado sobre dos caballetes, hacía las veces de mesa. Sobre el tablero se había clavado una hoja de pergamino para evitar que la fuerte brisa terral la volara. Cuando los oficiales llegasen, anotarían los nombres de los solicitantes y enviarían a los hombres al campamento de entrenamiento.
Allí, se les daría de comer y se les proporcionaría alojamiento durante una semana a cargo del barón, y se los sometería a un riguroso entrenamiento a fin de probar su fuerza, su agilidad y su capacidad para obedecer órdenes. Los que no pasaran esa prueba serían descartados a lo largo de la semana y se los despediría con una pequeña suma de dinero para compensarlos por la molestia. A aquellos que superaran esos primeros siete días se les daría la paga de una semana. Los que continuaran al cabo de un mes, serían aceptados en el ejército. De cada cien hombres que inscribirían sus nombres en la lista, ochenta continuarían allí después de la primera semana, y sólo quedarían cincuenta para cuando el ejército estuviese listo para marchar.
Los reclutas habían empezado a ocupar la fila al amanecer. El día prometía ser caluroso, considerando que era primavera. A lo lejos, en el horizonte, se estaban formando cúmulos de nubes; llovería a la tarde. Los aspirantes de la fila empezaron a sudar antes de que la mañana hubiese llegado a la mitad.
Los gemelos llegaron pronto. Caramon estaba tan ansioso que habría salido antes del alba de no ser porque Raistlin, que preveía un largo día por delante, le persuadió para esperar, al menos, hasta que saliera el sol. Al final, Caramon no había pasado la noche con la camarera, con gran decepción de la mujer. Por el contrario, el guerrero se había dedicado a bruñir su equipo, y por la mañana, enfundado en su nueva armadura, eclipsaba el brillo del sol. Estaba demasiado nervioso para ingerir más de un desayuno, y no dejó de tamborilear los dedos en la mesa, toquetear su espada y preguntar cada cinco minutos si no llegarían tarde. Finalmente Raistlin dijo que podían marcharse, y sólo porque, según sus palabras, Caramon estaba consiguiendo desquiciarlo.
Cambalache estaba casi tan impaciente como el guerrero. Raistlin dudaba que el barón aceptara en su ejército al delgado joven de aspecto infantil, y temía que el muchacho iba a llevarse una gran decepción. Empero, el joven tenía un natural tan vivaz que Raistlin supuso que el abatimiento no le duraría mucho.
El tabernero lamentó verlos partir, en especial a Raistlin. El ajo en las habichuelas había tenido un resultado realmente mágico, ya que la clientela aumentó, atraída por el olor que llegaba hasta la calle. El tabernero había intentado convencer al mago para que se quedara en calidad de cocinero; aunque halagado, Raistlin rehusó cortésmente. La camarera besó a Caramon, Cambalache besó a la camarera, y los tres se encaminaron hacia el punto de reunión de la leva.
Ocuparon su puesto en la fila, bajo el brillante sol; había unos veinticinco hombres por delante de ellos. Esperaron cerca de una hora, durante la cual algunos de los que estaban en la fila empezaron a charlar con los que estaban delante o detrás. Caramon y Cambalache se pusieron a hablar con el hombre que les seguía en la fila.
El hombre que se encontraba delante de Raistlin le echó un vistazo, como si deseara iniciar una conversación. El mago fingió no advertirlo; estaba notando ya el polvo de la calzada cosquilleándole en la garganta, y temía sufrir un ataque de tos. Se imaginó siendo expulsado de la fila, cubierto de ignominia. Eludió la amistosa mirada del hombre examinando las fortificaciones del barón con tanto interés como si tuviese intención de ponerles sitio.
Un sargento, un tipo con aires de gallito que tenía las piernas arqueadas y al que le faltaba un ojo, llegó escoltado por cinco soldados veteranos. El sargento echó un vistazo al centenar, más o menos, de hombres que había ya en la fila.
A juzgar por el modo en que estrechó el ojo y la sorna con que sacudió la cabeza, no le impresionó lo que veía. Les dijo algo a sus compañeros que provocó en ellos un estallido de carcajadas. Los que aguardaban en la fila se sumieron en un repentino e incómodo silencio. El primero de la fila se puso pálido y pareció encogerse como si quisiera desaparecer.
El sargento ocupó su sitio detrás de la mesa, con los soldados de pie tras él, cruzados de brazos y una sonrisa —más bien una mueca— de oreja a oreja. El único ojo del sargento era como una barrena que taladraba al primer hombre de la fila y pasaba al segundo, y así sucesivamente hasta dar la impresión de que podía ver a través de todos los reclutas hasta el último.
—Escribe tu nombre. Si no sabes escribir, firma con una «X», y luego ocupa tu lugar ahí, a mi izquierda.
El hombre, vestido con un blusón de granjero y estrujando un informe sombrero de fieltro en las manos, se acercó arrastrando los pies. Sumisamente, marcó una «X» y se dirigió al lugar que le habían indicado.
—Aquí, pitas, pitas, pitas —empezó a llamar uno de los veteranos.
Su broma fue acogida con risas apreciativas por sus compañeros. El granjero se encogió y agachó la cabeza, sin duda deseando que se abriera el Abismo y se lo tragara.
El siguiente en la fila vaciló un instante antes de acercarse, como si se estuviese debatiendo entre dar un paso al frente o salir pitando de allí a toda carrera. Se armó de valor, sin embargo, y se adelantó.
—Escribe tu nombre —ordenó el sargento, cuyo tono de voz sonaba ya aburrido—. Si no sabes escribir, pon una «X», y ocupa tu puesto en la fila.
La letanía continuó, el sargento repitiendo lo mismo en el mismo tono a cada hombre, los compañeros del sargento haciendo comentarios acerca de cada recluta, y los hombres ocupando su puesto en la fila con la cara y las orejas ardiendo. La mayoría aceptó la situación dócilmente, pero el joven que iba delante de Raistlin se enfureció. Arrojó bruscamente la pluma sobre la mesa, asestó una mirada feroz a los veteranos y dio un paso amenazador hacia ellos, prietos los puños.
—Tranquilo, hijo —aconsejó fríamente el sargento—. Golpear a un superior está penalizado con la muerte. Ocupa tu lugar en la fila.
El joven, que iba vestido mejor que la mayoría y que era uno de los pocos que había escrito su nombre, dirigió otra mirada encorajinada a los veteranos, que respondieron con una sonrisita. Levantó la cabeza en ademán orgulloso y se encaminó hacia la segunda fila para ocupar su lugar.
—Un espíritu combativo —oyó Raistlin que decía uno de los veteranos mientras se aproximaba—. Será un buen soldado.
—No sabe controlar el genio —comentó otro—. Se habrá marchado antes de una semana.
—¿Te apuestas algo?
—Hecho.
Los dos se estrecharon la mano.
Le llegó el turno a Raistlin. Para el mago era obvio que la finalidad de todo aquello no era sólo enrolar nuevos reclutas, sino humillarlos, intimidarlos. Había leído acerca de los métodos de entrenamiento, y estaba enterado de que los comandantes utilizaban tales procedimientos para machacar a un hombre y reducirlo a nada para que así los oficiales pudieran reconstruirlo con los pedazos y hacer de él un soldado que obedeciera sin pensar y que tuviese confianza en sí mismo y en sus compañeros.
«Todo eso está muy bien con el soldado de infantería común —pensó, desdeñoso, Raistlin—. Pero será diferente conmigo».
Resultó que el sargento había agachado la cabeza para buscar el nombre del temperamental recluta, pensando en participar en la apuesta. Estaba mirando el papel con su único ojo e intentaba leerlo al revés cuando tanto el nombre como la hoja quedaron ocultos bajo una amplia manga roja y una mano y parte de un brazo que brillaban con un matiz dorado.
Los soldados situados detrás del sargento intercambiaron un murmullo mientras se daban con el codo unos a otros. El sargento alzó bruscamente la cabeza. El único ojo del hombre enfocó a Raistlin, que preguntó cortésmente:
—¿Dónde firmo yo, señor? Vengo para alistarme como mago guerrero.
—Caramba, caramba —dijo el sargento, estrechando el ojo para resguardarlo del resplandor del sol—, esto sí que es una novedad. No hemos tenido uno de tu clase con tanto encanto embrujador desde hace mucho. —Se echó a reír y añadió con sorna—: Encanto embrujador, ¿entiendes? Es un chiste.
—¿Dónde firmo, señor? —inquirió de nuevo Raistlin. El polvo y el calor eran asfixiantes; notaba que la garganta se le estaba contrayendo y temía tener un acceso de tos en ese momento, delante de aquellos sarcásticos veteranos. Se caló más la capucha para mantener el rostro y los ojos ocultos. No quería dar a esos hombres más material para sus chanzas de lo estrictamente necesario. De hecho, ya les parecía suficientemente divertido.
—¿De dónde has sacado esa piel dorada, chico? —preguntó uno de los veteranos—. A lo mejor tu mamá era una serpiente, ¿eh?
—Más bien una lagarta —abundó otro, y se echaron a reír—. Lagartijo, ese es su nombre, sargento. Escríbelo por él.
—Será un recluta barato de mantener —añadió el primero—. ¡Sólo come moscas!
—Apuesto a que tiene una lengua larga y roja para atraparlas. Saca la lengua y enséñanosla, Lagartijo.
Raistlin sentía que la tos iba a hacer presa de él.
—¿Dónde firmo? —demandó, con voz estrangulada.
El sargento miró hacia arriba y captó fugazmente un atisbo de los extraños ojos con las pupilas en forma de reloj de arena.
—Ve a decírselo a Horkin —ordenó a uno de los soldados que estaban detrás.
—¿Dónde está?
—Donde siempre.
El veterano asintió y partió a cumplir el encargo.
Raistlin no pudo contenerse más. Empezó a toser. Por fortuna, el espasmo no fue de los malos y pasó enseguida, pero bastó para que el sargento frunciese el ceño.
—¿Qué te pasa, chico? ¿Estás enfermo? No será nada que se pegue, ¿verdad?
—Mi dolencia no es contagiosa —manifestó Raistlin con los dientes apretados—. ¿Dónde firmo?
—Con todos los demás. —El hombre señaló el papel, torció la boca en un gesto despectivo. Obviamente no tenía muy buena opinión del nuevo recluta—. Ve junto a los otros.
—Pero he venido a…
—Sé por qué estás aquí. —El sargento ni siquiera se mosto en mirarlo—. Haz lo que se te dice. Notando ardor en las mejillas, Raistlin caminó para ocupar su humillante puesto junto al resto de reclutas, que hora lo observaban atentamente, igual que los que esperaban todavía en la fila. Raistlin hizo caso omiso de las miradas, estoico. Ahora sólo esperaba que Caramon no hiciera o dijera algo que atrajera la atención sobre él. Conociendo a hermano, tal esperanza era, en el mejor de los casos, remota.
—Escribe tu nombre —dijo el sargento, que bostezó—. Si no sabes escribir, haz una «X», y ocupa tu puesto allí, a mi izquierda.
—Desde luego, sargento —contestó alegremente Caramon, que escribió su nombre con rúbrica en el papel—. Grande como un buey —comentó uno de los veteranos—. Y a buen seguro igual de inteligente.
—Me gustan grandullones— dijo su compañero.
—Así paran más flechas. Lo pondremos en primera línea—.
Muy agradecido, señor —manifestó Caramon, complacido.
—¡Oh, por cierto —añadió modestamente— no necesito entrenamiento! Puedo saltarme esa parte.
—¡Oh, vaya!, así que te la puedes saltar ¿no? Raistlin gimió. «¡Cierra el pico, Caramon! —dijo para sus adentros. ¡Cállate y apártate de ahí!».
Sin embargo, su hermano estaba encantado con ser el centro de atención.
—Sí, sé cuanto hay que saber sobre la lucha. Tanis me enseño.
—Así que Tanis te enseñó, ¿verdad? —dijo el sargento, que se inclinó hacia adelante. Los soldados se habían tapado la boca con la mano, y se mecían sobre los talones, disfrutando de lo lindo—. ¿Y quién es ese tal Tanis?
—Tanis el Semielfo —contestó Caramon—. Un elfo. Un elfo te enseñó a luchar.
—Bueno, en realidad, mayormente fue mi amigo, Flint. Es un enano.
—Entiendo. —El sargento se acarició la curtida mejilla—. Un elfo y un enano te enseñaron a combatir.
«¡Cállate, Caramon», instó mentalmente Raistlin, desesperado.
—Y también Tasslehoff Burrfoot —continuó Caramon, sin prestar atención a la orden mental de su gemelo—. Es un kender.
—Un kender. —El sargento puso cara de asombro—. Un elfo, un enano y un kender te enseñaron a luchar. —Se volvió hacia los soldados, que tenían el rostro congestionado por el esfuerzo de contener la risa—. Chicos —dijo solemnemente—, decidle al general que dimita. Aquí tenemos a su sustituto.
Aquello fue demasiado para uno de los hombres, que emitió un ahogado gemido y empezó a patear el suelo con un piten un intento desesperado de reprimir las carcajadas. El otro perdió la compostura y no tuvo más remedio que darse media vuelta. Sus hombros se sacudían, y el hombre tuvo que limpiarse las lágrimas que le corrían por las mejillas.
—¡Oh, eso no será necesario, señor! —se apresuró a asegurarle Caramon—. Todavía no soy tan bueno.
—Vaya, así que el general puede quedarse, ¿no? —preguntó el sargento. Una comisura de sus labios sufrió una especie de tic.
—Sí, puede quedarse —concedió Caramon.
Raistlin cerró los ojos, incapaz de seguir mirando la escena.
—Gracias. Apreciamos tu generosidad —contestó el sargento, en apariencia profundamente agradecido—. Y ahora —miró la lista—, Caramon Majere… —Hizo una pausa antes de inquirir—: ¿O he de decir sir Caramon Majere?
—No, yo no soy el caballero —dijo Caramon, deseoso de que no hubiese ningún malentendido—. Ese es Sturm, otro amigo mío.
—Ya veo. Bien, ocupa tu sitio en la fila con los demás, Majere —ordenó el sargento.
—Pero ya he dicho que no hace falta que perdáis tiempo entrenándome —insistió Caramon.
El sargento se puso de pie, se inclinó sobre la mesa y susurró:
—No quiero que los otros se sientan mal. Podrían desanimarse y renunciar. Así que, ¿querrás hacerme el favor de seguirme el juego, sir Caramon?
—Claro, no faltaba más —aceptó magnánimamente el mocetón.
—¡Ah, por cierto, Majere! —añadió el sargento cuando Caramon se dirigía ya hacia la fila para reunirse con su vejado gemelo—. Si el jefe instructor, que es maese Quesnelle, comete algún error, no dejes de decírselo. Agradecerá tu ayuda.
—Sí, señor, lo haré —contestó Caramon. Sonriente, se reunió con su hermano—. Caray, ese sargento es un buen tipo.
—Eres el mayor idiota que hay en el mundo —masculló Raistlin entre dientes, furioso.
—¿Eh? ¿Yo? ¿Qué he hecho ahora? —demandó Caramon, estupefacto.
Raistlin se negó a discutir con él. Le dio la espalda para ver a Cambalache acercarse a la mesa. El sargento miró al joven». —Mira, chico, ¿por qué no vuelves corriendo a casa? Regresa dentro de diez años, cuando seas mayor.
—Ya soy lo bastante mayor —contestó con aire seguro Cambalache—. Además, sargento, me necesitáis.
El sargento se frotó las sienes.
—¡Oh, sí! Claro. Dame una buena razón.
—Os daré varias. Lo mío es el trapicheo, y soy muy bueno. Cualquier cosa que necesitéis, yo puedo conseguirla. Más aún, puedo trepar por cualquier pared y meterme en túneles en los que un ratón rehusaría entrar. Soy ágil y rápido y muy bueno con un cuchillo en la oscuridad. Puedo caminar por un bosque tan en silencio que, en comparación, las orugas hacen temblar el suelo. Puedo colarme por la ventana de un tercer piso y coger el guardapelo de oro del cuello de una dama mientras le robo un beso, y ella ni me verá ni me oirá. Eso es lo que puedo hacer por este ejército, sargento. Y más cosas.
Los veteranos habían dejado de reírse y observaban a Cambalache con interés. También el sargento.
—Y eres capaz de convencer a una mosca de que te dé sus alas porque a ella no le hacen falta. —El sargento observó detenidamente al joven—. Está bien, escribe tu nombre. Si consigues sobrevivir al entrenamiento, podrías serle de utilidad al barón.
Raistlin sintió un golpecito en el hombro y se volvió.
—¿Eres tú el mago? —preguntó innecesariamente el soldado, ya que Raistlin era el único hombre en el patio vestido con ropas de hechicero. Acompáñame.
Raistlin asintió y salió de la fila. Caramon lo siguió de inmediato.
—¿También eres mago tú? —inquirió el soldado, deteniéndose.
—No, soy guerrero. Ese es mi hermano, y donde va él, voy yo.
—¡Ahora no, Caramon! —espetó Raistlin en voz baja.
—Tengo órdenes de llevar al mago, así que regresa a tu sitio, basca.
—Nosotros no nos separamos nunca. —Caramon tenía fruncido el ceño.
—¡Caramon! —Raistlin se volvió hacia su gemelo—. Ya me has avergonzado de sobra hoy. Haz lo que te dicen. ¡Regresa a la fila!
El semblante del guerrero enrojeció y después se puso pálido.
—Claro, Raist —farfulló—. Si es eso lo que quieres…
—Eso es lo que quiero.
Caramon, dolido, volvió a la fila y ocupó su sitio junto a Cambalache.
Raistlin siguió al soldado a través de las puertas y entró en el castillo del barón.