La ciudad de Arbolongar del Prado había crecido alrededor del castillo del barón, que ofrecía protección a sus habitantes y también, en días pasados, un mercado donde abastecerse. En la actualidad, era una ciudad próspera, con una población pequeña pero creciente que producía todo lo necesario no sólo para sí misma, sino también para el castillo y sus habitantes. Había un ambiente bullicioso y ajetreado, ya que era la leva de primavera y la población de la ciudad aumentaba enormemente con el regreso de los veteranos y la llegada de nuevos voluntarios.
Arbolongar del Prado era un lugar tranquilo durante el invierno, cuando los vientos helados soplaban desde las lejanas montañas y traían cellisca y nieve. Una ciudad tranquila, pero no aletargada. El herrero y sus ayudantes pasaban la estación fría trabajando duro en la forja, haciendo espadas y dagas, cotas de malla y petos, espuelas, ruedas de carreta y herraduras, todo lo cual tendría gran demanda cuando los soldados volvieran en primavera.
Los campesinos que no podían trabajar sus campos cubiertos de nieve se dedicaban a ejercer un segundo oficio. El invierno era la época para hacer objetos de buen cuero, y las mismas manos que empuñaban la azada en verano, cosían cinturones, guantes, túnicas y flamantes vainas para espadas y dagas. La mayoría de las piezas eran sencillas y resistentes, pero algunas estaban adornadas con repujados de complejo diseño que les daban un alto precio. Las esposas de los granjeros ponían en conserva huevos y manos de cerdo, y preparaban tarros de mermelada, jalea y miel para vender en los mercados al aire libre. Los molineros molían harina y maíz para hacer pan. Los tejedores trabajaban en sus telares, haciendo tejidos para mantas, capas y camisas, todas ellas bordadas con el emblema del barón: el bisonte.
Los taberneros y posaderos pasaban los grises meses de invierno limpiando, haciendo reformas, almacenando grandes cantidades de cerveza, vino, aguamiel y licores cordiales, además de recuperar el sueño perdido, que siempre era escaso cuando las tropas llegaban a la ciudad. Los joyeros, orfebres y plateros creaban piezas hermosas con las que tentar a los soldados a gastarse su acero. Toda la ciudad esperaba con impaciencia la leva de primavera y la campaña de verano. Durante esa agitada y frenética temporada, ganarían dinero suficiente para vivir el resto del año.
Caramon y Raistlin habían visto el Festival de la Cosecha que se celebraba en Haven anualmente y la afluencia de gente les había parecido impresionante a ambos, pero no estaban preparados para lo que les guardaba la leva de primavera en Arbolongar del Prado, cuya población se multiplicaba por cuatro. Los soldados, que abarrotaban la villa, iban por las calles empujándose unos a otros con buen talante, levantaban los tejados de las tabernas con sus carcajadas y sus cantos, acudían en masa a la calle de Espaderos, arengaban a los herreros, gastaban divertidas bromas a las camareras, regateaban con los vendedores o maldecían a los kenders, que estaban por todas partes, como una plaga.
La guardia del barón patrullaba las calles y no perdía de vista a los soldados, presta para intervenir si se producía un altercado, cosa que rara vez ocurría. El barón siempre tenía más voluntarios de los que necesitaba y cualquiera que diese un mal paso perdía su favor de manera definitiva, de modo que los soldados se ocupaban unos de otros: sacaban a los que se habían embriagado por la puerta trasera, ponían fin a peleas antes de que se extendieran a la calle, y se aseguraban de que a los taberneros se les retribuyera generosamente por cualquier desperfecto.
Los reencuentros entre amigos se daban en todas las esquinas, con muchas risas, evocaciones y algún que otro gesto triste de sacudir la cabeza al recordar a alguien que «se había comido su paga», lo que los gemelos descubrieron con sorpresa que no significaba que el tipo se hubiese tragado las monedas de acero para desayunar, sino que una cuchilla de acero le había atravesado la barriga.
El lenguaje que los mercenarios hablaban era una mezcolanza de Común y de su propia jerga, así como algo de solámnico (pronunciado con un acento tan espantoso que sería incomprensible para un verdadero residente de Solamnia), un poco del idioma enano (principalmente en todo lo referente a las armas) e incluso algún que otro término del elfo cuando se trataba del tiro con arco. Los gemelos entendían una palabra de cada cinco, y tampoco a esa le encontraban mucho sentido.
Los hermanos habían confiado en poder dormir en la ciudad pasando inadvertidos, sin llamar la atención, pero tal cosa resultaba difícil. Caramon superaba en dos palmos de estatura a la mayoría de los habitantes de la villa, en tanto que los ropajes rojos de Raistlin, aunque manchados por el viaje, lo hacían destacar de la multitud, cuyos atuendos eran de colores más apagados, como un cardenal entre gorriones.
Caramon se sentía muy orgulloso de su reluciente cota de malla nueva, su espada nueva y su vaina nueva. Las lucía ostentosamente y no dejaba de exhibirlas ante aquellos que suponía las miraban con admiración. Ahora, para su gran desilusión, se daba cuenta de que era precisamente el flamante aspecto de nuevo, del que tanto se había ufanado, lo que lo señalaba como un recluta novato. Contempló con envidia las estropeadas cotas de malla que con tanta soltura lucían los veteranos, y habría cambiado más de siete veces su espada por otra con la hoja marcada de muescas que indicaban muchos combates reñidos.
Aunque no entendía la esencia de la mayoría de los comentarios que hacían en su dirección —muchos de los cuales tenían que ver con «bascas», un término cuyo contexto no lograba explicarse—, hasta él, que en ocasiones era un obtuso, se daba cuenta de que aquellas observaciones no eran elogiosas. No le habría importado demasiado en lo que a él atañía, pues estaba acostumbrado a que le tomaran el pelo y aceptaba las bromas con buen talante, pero estaba empezando a enfadarse por lo que decían sobre su hermano.
Por su parte, Raistlin estaba habituado a que la gente lo mirara con recelo y desagrado —en esos días todavía se desconfiaba de los magos—, pero al menos antes lo habían hecho con respeto.
En Arbolongar del Prado, no. A los soldados les desagradaba su presencia tanto como a cualquiera, y lo mostraban sin pizca de respeto. Obviamente no lo temían, a juzgar por las pullas que le lanzaban.
—¡Eh, brujillo!, ¿qué tienes debajo de esas bonitas ropas rojas? —gritó un soldado entrecano.
—¡No mucho, por su aspecto!
—El brujillo le ha robado el vestido a su mamá. ¡A lo mejor da una recompensa a quien se lo devuelva!
—¡Por el vestido, puede, pero no por él!
—¡Oooh, ten cuidado, Regojo, vas a enfadar al brujillo! ¡Te transformará en sapo!
—¡No, te volverá sandio, que es lo que le ha pasado al grandullón que lo acompaña!
Los soldados prorrumpieron en carcajadas, lanzando rechiflas y silbidos. Caramon miró de reojo a su hermano, inquieto. La expresión de Raistlin era severa, y un leve tono rojizo encendía el matiz dorado de su piel al tener la sangre agolpada en las mejillas.
—¿Quieres que les atice, Raist? —preguntó en voz baja Caramon mientras asestaba una mirada furibunda a los guasones.
—Sigue andando, hermano —reprendió el mago—. Camina y no les hagas caso.
—Pero, Raist, han dicho que…
—¡Sé lo que han dicho! —espetó su gemelo—. Están intentando provocarnos para iniciar una pelea. Y entonces seremos nosotros los que tendremos problemas con la guardia del barón.
—Sí, supongo que tienes razón —admitió tristemente Caramon.
Para entonces ya estaban fuera del alcance de las chanzas, puesto que los soldados habían encontrado otro entretenimiento. Pero había más soldados por las calles que, al estar tan animados, buscaban diversión, y los jóvenes eran un blanco fácil. Los gemelos se vieron obligados a aguantar insultos y comentarios despectivos en cada esquina.
—Quizá deberíamos marcharnos de este sitio, Raist —dijo Caramon. Había entrado en la ciudad sintiéndose orgulloso, lleno de entusiasmo, pero ahora, completamente chafado, caminaba con la cabeza gacha y los hombros hundidos, como queriendo encogerse y pasar lo más inadvertido posible—. Nadie nos quiere aquí.
—No hemos llegado tan lejos para darnos por vencidos antes de empezar —replicó Raistlin con más seguridad de la que sentía—. Mira, hermano —añadió quedamente—, no somos los únicos.
Un joven de edad indeterminada, entre los quince y los veinte años, venía por la calle en sentido contrario. El cabello, rojo anaranjado, desgreñado y lacio, le caía más abajo de los hombros. Sus ropas estaban remendadas y le quedaban pequeñas, pero sin duda no podía permitirse el lujo de comprarse otras nuevas. A medida que se acercaba a los gemelos, su atención se centró en Raistlin. El muchacho miró al mago con franca curiosidad.
De una taberna salió un soldado, con el rostro encendido por la bebida. El cabello largo y azafranado resultó una tentación irresistible. El soldado alargó la mano, agarró un puñado de pelo y lo retorció, tirando del muchacho hacia atrás.
El joven chilló y se agarró la cabeza. Debía de tener la sensación de que se lo estaban arrancado de raíz.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —exclamó el soldado con una risita tonta.
Un gato salvaje, habría sido la respuesta acertada.
Moviéndose con una fantástica agilidad, el muchacho se retorció entre los dedos del hombre y arremetió contra su hostigador, escupiendo, arañando y asestando patadas. El ataque fue tan salvaje y repentino, tan absolutamente inesperado, que el muchacho acertó a dar cuatro puñetazos en la cara del soldado y dos patadas —una en la espinilla y otra en la rodilla— antes de que el hombre tuviera tiempo de reaccionar.
—¡Anda, fíjate! —se carcajearon sus embriagados compañeros—. ¡A Rogan le ha sacudido un bebé!
Furioso, con la nariz rota sangrándole, el soldado asestó un puñetazo en la mandíbula del chico que lo tumbó en el reguero de la calle.
El enfurecido soldado se plantó a horcajadas sobre él, le agarró por la camisa —que se desgarró— y levantó de un tirón al aturdido y ensangrentado muchacho del reguero. El soldado alzó el carnoso puño, dispuesto a darle otro golpe; su siguiente puñetazo podría matarlo.
—No me gusta esto, Raist —dijo, sombrío, Caramon—. Creo que deberíamos hacer algo.
—Esta vez estoy de acuerdo contigo, hermano mío. —Raistlin ya estaba abriendo una de las numerosas bolsitas que colgaban de su cinturón, en las que guardaba los ingredientes de hechizos—. Ocúpate tú del matón, que yo me ocupo de sus amigos.
Rogan estaba pendiente del muchacho, y sus compinches lo estaban de sus propias agudezas. Rogan no vio venir a Caramon, que se plantó detrás de él; su imponente sombra cayó sobre el tipo como una nube de tormenta ocultando el sol, y sus puños se descargaron en su cuerpo cual relámpagos del cielo. El soldado cayó de bruces en el reguero; más tarde despertaría con un pitido en los oídos, y juró que le había alcanzado un rayo.
Los dos amigos del matón estaban riéndose a mandíbula batiente. Raistlin les echó un puñado de arena a la cara mientras recitaba las palabras de un hechizo. Los soldados se desplomaron en la calle y se quedaron tendidos allí, roncando sonoramente.
—¡Pelea! —gritó una camarera, que en ese momento salió a la puerta de la taberna con una bandeja llena de jarras y la dejó caer en medio de un gran estrépito.
Los soldados se levantaron de las mesas de un salto y se empujaron unos a otros para ser los primeros en llegar a la puerta, ansiosos de sumarse a la refriega. A lo lejos, en la calle, sonaron silbatos y gritos, y alguien anunció a voz en cuello que la guardia se acercaba.
—¡Vamos! —instó Raistlin a su hermano.
—¡Oh, venga ya, Raist! ¡Podemos ocuparnos de estos bastardos! —Caramon tenía la cara encendida de placer, y los puños apretados, prestos a hacer frente a todo el que se acercara.
—¡He dicho que nos vamos, Caramon!
Cuando Raistlin hablaba en ese tono, cortante y frío como un fragmento de hielo, su gemelo sabía que lo mejor era obedecerlo. Alargó la mano y agarró al muchacho, que estaba de pie, tambaleándose, y se lo cargó al hombro como si fuese un saco de patatas.
Raistlin corrió calle abajo; el repulgo de la roja túnica ondeaba alrededor de los tobillos y llevaba en la mano el Bastón de Mago bien asido. Oía a Caramon corriendo detrás de él y a continuación un grupo de soldados borrachos.
—¡Por aquí! —gritó el mago, que giró repentinamente en una esquina a la derecha, y entró corriendo en un callejón oscuro.
Caramon fue en pos de él. El callejón daba a otra calle bulliciosa, pero Raistlin se detuvo a mitad de camino, delante de una pared de tablones. El olor a caballo y heno era muy intenso. El mago apoyó el Bastón de Mago en la pared, mientras que Caramon lanzaba por encima al muchacho, cuyos brazos y piernas se agitaron en el aire.
—¡Aúpame! —ordenó Raistlin, que alargó las manos para asirse al borde de la valla.
Caramon agarró a su gemelo por la cintura y lo impulsó con tanta fuerza que Raistlin no tuvo tiempo de agarrarse y salió disparado por encima del borde para ir a caer de cabeza sobre unas balas de paja. El guerrero se subió a pulso y se asomó por la valla.
—¿Estás bien, Raist?
—¡Sí, sí! ¡Date prisa, antes de que te vean!
Caramon se dio impulso, pasó por encima de la pared de tablones, y fue a caer encima del amontonado heno.
—¡Giraron en el callejón! —gritó una voz.
El clamor se desplazó hacia ellos, y los gemelos se metieron más entre la paja. Raistlin se llevó un dedo a los labios, recomendando silencio. El joven a quien Caramon había rescatado yacía en el montón de heno, junto a ellos, respirando de manera entrecortada y con los brillantes y oscuros ojos prendidos en los hermanos.
El golpeteo de botas corriendo pasó ante el establo y continuó; sus perseguidores irrumpieron en la calle a la que daba el callejón, y entonces alguien gritó que había visto a los tres huyendo hacia las puertas de la ciudad.
Raistlin se relajó. Para cuando los soldados se dieran cuenta de que habían perdido a su presa, ya habrían encontrado otra taberna. En cuanto a la guardia, lo único que le importaba era restablecer el orden, no hacer arrestos; no perdería el tiempo rastreando a los participantes de una reyerta de taberna.
El mago iba a decir que ya estaban a salvo cuando el polvo de la seca paja le entró en la boca y le provocó un golpe de tos.
Fue un ataque intenso que lo hizo doblarse, estremecido de dolor. Por suerte no le había ocurrido durante la huida. Se asombró de haber sido capaz de correr sin problemas; ni siquiera se había acordado de su enfermedad.
Tanto Caramon como el otro joven lo miraban ansiosamente.
—¡Estoy bien! —jadeó Raistlin, que apartó bruscamente la mano solícita de su hermano—. ¡Es esta condenada paja! ¿Dónde está mi bastón? —demandó de repente mientras miraba en derredor sin encontrarlo. Una punzada de miedo irracional le estrujó el corazón.
—Aquí —dijo el muchacho, que se retorció para rebuscar algo debajo de él—. Creo que estoy sentado encima.
—¡No lo toques! —espetó el mago con voz estrangulada al tiempo que se abalanzaba en esa dirección y alargaba la mano.
Sobresaltado, con los ojos muy abiertos, rehuyendo a Raistlin como si este fuera una serpiente lanzada al ataque, el joven apartó la mano del bastón.
Raistlin lo asió y sólo cuando tuvo el cayado en su poder, a salvo, se relajó.
—Siento haberte asustado —dijo ásperamente; se aclaró la garganta—. Es muy valioso. Deberíamos marcharnos de aquí antes de que venga alguien. ¿Estás bien? —le preguntó al muchacho de manera cortante…
El joven se miró las piernas y los brazos, movió los dedos de las manos y de los pies descalzos.
—No tengo nada roto —contestó—. Sólo el labio partido, y me he llevado peores golpes de mi padre —añadió alegremente mientras se limpiaba la sangre.
Caramon se asomó a la puerta de la cuadra; una larga hilera de establos se extendía en ambas direcciones, y había otra hilera enfrente. Más o menos la mitad de las cuadras estaban ocupadas. Los caballos resoplaban y pateaban y masticaban heno. En el establo que había justo enfrente de ellos, un enorme bayo frotaba su cabeza con la de un corcel castaño en actitud amigable. Los gorriones entraban y salían volando por el alero, posándose un momento en las cuadras para apoderarse de un poco de paja con la que reparar el nido.
—No se ve a nadie —informó Caramon.
—Excelente. Quítate la paja del pelo, hermano.
Raistlin se sacudió la túnica, ayudado por el otro joven. Tras una somera inspección, el mago decidió que los tres estaban en condiciones aceptables para marcharse. Antes de salir, Caramon echó otro vistazo, y luego los tres abandonaron el establo y caminaron a lo largo de la hilera de cuadras.
—Cómo echo de menos a Cielo Nocturno —dijo Caramon con un gran suspiro. Ver a los equinos y notar el olor de la cuadra había agudizado su añoranza—. Era un caballo estupendo.
—¿Cómo murió? —preguntó el joven de largos cabellos en tono compasivo.
—No ha muerto —contestó Raistlin—. Vendimos nuestros caballos para conseguir dinero y comprar los pasajes a través del Nuevo Mar. —¡Ah, gracias por dejarnos echar una ojeada, señor!— añadió en voz alta.
Un mozo, vestido con polainas de cuero y camisa de confección casera, sacaba por las bridas a dos caballos ensillados de una cuadra. Dos hombres bien vestidos esperaban en el patio del establo. El mozo se paró en seco al ver al extraño trío de jóvenes.
—¡Eh! ¿Qué estáis…?
—No hemos visto nada que nos guste —dijo Raistlin—, pero gracias de todos modos. Caramon, dale algo a este hombre por las molestias.
Tras hacer una cortés inclinación de cabeza, el mago pasó ante el mozo, que los miraba boquiabierto.
—Aquí tienes, buen hombre —dijo Caramon mientras le tendía una de sus preciosas y contadas monedas con una actitud despreocupada, como si repartiera oro por las calles a diario.
Los tres salieron del establo; el mozo miró la moneda con recelo y, tras comprobar que era buena, se la guardó en el bolsillo, sonriendo.
—¡Volved cuando queráis! —les dijo a voz en cuello.
—Ahí se va nuestro alojamiento nocturno —masculló tristemente Caramon.
—Valió la pena, hermano —respondió Raistlin—. De lo contrario nos habríamos albergado en los calabozos del barón. —Echó una mirada de soslayo al joven que caminaba con ellos.
A los ojos del mago, con su maldita visión, el muchacho parecía encogerse y envejecer mientras lo observaba. Empero, al tiempo que la carne se consumía y la piel se arrugaba, Raistlin detectó ciertos rasgos interesantes en el rostro del joven. Un semblante enjuto, demasiado delgado y mayor de lo que correspondía a sus años, que Raistlin calculaba en quince. Su cuerpo era enteco, de constitución extraña. Bajo de talla, le llegaba al hombro a Raistlin; las manos, de huesos delicados, colgaban de unas muñecas gruesas; los pies descalzos eran pequeños para la altura del chico. Sus ropas estaban desgastadas y eran disparejas, pero estaban limpias, o al menos lo habían estado antes de que cayera en el reguero de la calle y se ocultara en el establo. Ahora que lo pensaba, Raistlin advirtió que los tres soltaban olor a abono y orín de caballo.
—Caramon, ese desacostumbrado y vigoroso ejercicio me ha abierto el apetito. —El mago se paró ante una taberna—. Propongo que entremos aquí a cenar.
El guerrero lo miró de hito en hito, boquiabierto. En sus veintiún años de vida jamás había oído decir a su gemelo —que no comía lo suficiente para mantener vivo a un gorrión— que tenía hambre. Cierto, también hacía mucho tiempo que no veía correr así a Raistlin; de hecho, no recordaba haberle visto correr en ningún momento. Caramon estaba a punto de hacer un comentario estupefacto cuando reparó en que Raistlin estrechaba los ojos y fruncía el entrecejo.
Comprendió de inmediato que estaba pasando algo que escapaba a su comprensión y que no debía hacer ni decir nada que echara a perder lo que quiera que fuese.
—¡Eh, claro, Raist! —dijo, tragando saliva, y añadió con un hilo de voz—: Este parece un buen sitio.
—Entonces supongo que es hora de despedirnos. Gracias por vuestra ayuda —anunció el joven al tiempo que tendía la delgada mano a los hermanos. Echó una ojeada melancólica a la taberna. El olor a pan recién horneado y a carne ahumada impregnaba el aire—. He venido a unirme al ejército. Quizá volvamos a vernos. —Se metió las manos en los bolsillos, unos bolsillos vacíos, y clavó la vista en los pies—. En fin, adiós. Y gracias de nuevo.
—También nosotros hemos venido para unirnos al ejército del barón —dijo Raistlin—. Puesto que somos forasteros en la ciudad, podríamos cenar juntos.
—No, gracias, no puedo —contestó el joven. Se mantenía muy erguido, con la cabeza bien alta, y el orgullo tiñó levemente sus mejillas.
—Nos harías un gran favor a mi hermano y a mí —adujo el mago—. Hemos viajado una larga distancia y empezamos a estar cansados de la compañía del otro.
—¡Eso es cierto! —convino Caramon con entusiasmo, quizá con demasiado entusiasmo—. Raist y yo acabamos hartos de hablar el uno con el otro. Vaya, pero si el otro día…
—Suficiente, hermano —lo interrumpió en tono frío Raistlin.
—Vamos, no te preocupes por el dinero —agregó el guerrero mientras echaba el brazo alrededor de los hombros del joven, que prácticamente desapareció bajo él—. Serás nuestro invitado.
—No, por favor, de verdad… —El joven se mantuvo en sus trece—. No quiero limosna…
—¡No es limosna! —lo contradijo Caramon, que parecía, escandalizado por la mera sugerencia—. Ahora somos compañeros de armas, como hermanos. Los hombres que derraman sangre juntos lo comparten todo. ¿No lo sabías? Es una antigua tradición solámnica. ¿Quién sabe? A lo mejor la próxima vez Raist y yo no tenemos dinero y entonces te tocará a ti cuidar de nosotros.
El rostro del joven volvió a enrojecer, esta vez con tímida complacencia.
—¿Lo dices en serio? ¿De verdad somos como hermanos?
—Pues claro que sí. Haremos un juramento. ¿Cómo te llamas?
—Cambalache —contestó el muchacho.
—Qué nombre tan raro —comentó Caramon.
—Pero así me llamo, no obstante —repuso alegremente el chico.
—En fin, cada uno tiene el que tiene. —Caramon sacó la espada y la alzó con aire solemne, la empuñadura hacia arriba. Su voz sonó profunda y reverente—. Hemos derramado sangre juntos, y según la tradición solámnica, se ha creado un vínculo entre nosotros más estrecho que el de hermanos. Lo que tienes, es mío. Lo que tengo, es tuyo.
Los tres entraron en la taberna, con Cambalache a la cabeza. Raistlin agarró a su hermano de la manga y comentó, sarcástico:
—Eso que has dicho puede ser más cierto de lo que imaginas, hermano. Por si no te has dado cuenta, nuestro nuevo amigo tiene parte de ascendencia kender.