—Ibas a hablarme del general Ariakas —le recordó Kit a Balif.
Los dos se habían quedado en la cama hasta entrada la mañana y ahora caminaban por las calles de Sanction, en dirección al campamento levantado al norte de la ciudad, donde Ariakas había establecido su cuartel general.
—Tenía intención de ponerte al corriente anoche —dijo Balif—, pero me diste otras cosas en las que pensar.
A Kit no se le había ido de la cabeza el general Ariakas en ningún momento, pero la mujer sólo mezclaba los negocios con el placer cuando era imprescindible. Anoche le tocó el turno al placer. Esta mañana le tocaba a los negocios. Balif era un compañero agradable, un amante experimentado y, afortunadamente, no incurría en la patochada de querer caminar rodeándola con el brazo o asiéndole la mano para demostrar que era de su exclusiva propiedad.
No obstante, Kitiara era demasiado ambiciosa para conformarse con el pequeño pez que había hecho caer en sus redes. Llegado el momento oportuno, lo arrojaría a un lado y esperaría hasta atrapar una presa mayor. No le preocupaba herir los sentimientos de Balif. Para empezar, el hombre carecía de sentimientos que herir. Y, en segundo lugar, no se hacía ilusiones al respecto. Sabía perfectamente a qué atenerse con ella. Le había recompensado por las molestias que se había tomado, y Kit suponía que la utilizaría para obtener una recompensa mayor del general Ariakas. Lo conocía demasiado bien para creer que le había seguido la pista desinteresadamente.
—¿Quieres que te cuente lo que sé de Ariakas o lo que se rumorea? —preguntó Balif sin volver la vista hacia ella. Su mirada alerta y recelosa estaba pendiente de cada persona que se cruzaba con ellos y la seguía de reojo cuando los pasaba. En Sanction había que estar atento al frente y a la retaguardia.
—Las dos cosas —respondió Kit, haciendo otro tanto.
Los soldados con los que se cruzaban la observaban con respeto y se apartaban para dejarle paso al tiempo que le dedicaban miradas de admiración.
—Por lo visto eres la comidilla de la ciudad —observó Balif.
Kitiara estaba de muy buen humor esa mañana, y respondía a sus admiradores con su ambigua sonrisa y una sacudida de sus rizos.
—«Si la verdad es la carne del guiso, el rumor es la salsa» —citó el viejo dicho—. ¿Qué edad tiene Ariakas?
—¡Oh!, respecto a eso ¿quién sabe? —Balif se encogió de hombros—. No es joven, de eso no cabe duda, pero tampoco es un abuelo. Está en una edad intermedia. Es una bestia de hombre. En cierta ocasión un minotauro acusó al general de hacer trampas con las cartas, y Ariakas lo estranguló con sus propias manos.
Kitiara enarcó una ceja con escepticismo. En ese caso, el rumor era un poco difícil de tragar.
—¡Es cierto! ¡Lo juro por Su Oscura Majestad! —aseguró Balif, que alzó la mano al hacer el juramento—. Un amigo mío estaba allí y presenció el combate. Y hablando de nuestra reina, se dice que el general goza del favor de Takhisis. —Bajó la voz—. Algunos comentan que fue su amante.
—¿Y cómo se las arregló para hacerlo? —inquirió Kit con sorna—. ¿Viajó al Abismo para consumar esa relación? ¿A cuál de sus cinco cabezas besó?
—¡Chitón! —reconvino Balif, escandalizado—. No digas esas cosas, Kit. Ni siquiera en broma. Su Oscura Majestad está en todas partes. Y si no está ella, sus clérigos, sí —añadió a la par que dirigía una mirada torva a una figura vestida con ropajes negros que caminaba sigilosamente entre la gente—. Nuestra reina tiene muchas formas. Se le apareció en sueños.
Kit había oído otros términos para encuentros de ese tipo, pero se abstuvo de mencionarlos. Tenía una pobre opinión de las mujeres en general, y eso incluía a la supuesta Reina de la Oscuridad. Kitiara se había criado en un mundo en el que los dioses no existían, un mundo en el que el ser humano dependía exclusivamente de sí mismo para llegar a ser alguien y alcanzar sus metas. Oyó los primeros rumores sobre esa recién llegada Reina de la Oscuridad años atrás, en sus viajes por todo Ansalon. Había desestimado dichos rumores, suponiendo que la tal Reina Oscura era otra invención de algún clérigo charlatán para estafar a los crédulos. Igual que la embaucadora sacerdotisa del falso dios serpiente Belzor, una sacerdotisa que había muerto a manos de Kit, con su cuchillo clavado en la garganta. Para sorpresa de la guerrera, el culto a la Reina de la Oscuridad no había decaído. Por el contrario, había crecido en poder y en número de seguidores, y ahora se hablaba de que Takhisis intentaba salir del Abismo, donde había sido confinada hacía mucho tiempo, para regresar al mundo y conquistarlo.
Kit estaba más que dispuesta a conquistar el mundo, pero se proponía hacerlo en su propio nombre.
—¿Es apuesto el tal Ariakas? —preguntó.
—¿Qué has dicho?
Estaban pasando por el mercado de esclavos, y los dos se habían llevado la mano a la nariz para evitar el hedor. Esperaron a reanudar la conversación hasta dejar bastante atrás el lugar.
—¡Puag! —exclamó Kit—. Y yo que pensaba que el olor a huevos podridos era desagradable. Te preguntaba si Ariakas era un hombre bien parecido.
—Sólo a una mujer se le ocurriría hacer esa pregunta. —Balif parecía irritado—. ¿Y cómo demonios voy a saber eso? No es mi tipo, eso puedo jurarlo. Es un hechicero —añadió, como si lo uno fuese al hilo de lo otro.
Kit frunció el ceño. Era descendiente de solámnicos, y su padre había sido un Caballero de Solamnia antes de que sus fechorías provocaran su expulsión de la Orden, de modo que Kitiara había heredado la desconfianza y el desagrado de su familia hacia los magos.
—No es una buena recomendación, precisamente —repuso, escueta.
—¿Qué hay de malo en que sea hechicero? —demandó Balif—. Tu propio hermanito tiene escarceos con el arte. Que yo recuerde, fuiste tú quien lo ayudó a dar el primer paso.
—Raistlin era demasiado débil para hacer otra cosa —replicó Kit—. Tenía que encontrar un modo de sobrevivir en este mundo, y yo sabía que no sería con la espada. Por lo que me has contado, el tal general Ariakas no tiene esa excusa.
—Tampoco es que haga tanto uso de su magia —dijo Balif a la defensiva—. Es guerrero hasta la médula, pero nunca está de más disponer de otra arma a mano. Igual que tú tienes un cuchillo guardado en la bota.
—Supongo que sí —convino Kitiara de mala gana. Hasta el momento, no estaba muy impresionada por lo que había oído sobre el general Ariakas.
A Balif no se le pasó por alto su actitud y la interpretó a la perfección. Estaba a punto de lanzarse a contar otra hazaña de su admirado general, un relato que estaba seguro que Kit sabría apreciar —la historia de cómo había ascendido Ariakas al poder asesinando a su propio padre—, pero Kit ya no le prestaba atención. La mujer se había parado a la puerta de una forja y contemplaba ensimismada una reluciente espada que se exhibía en un astillero, a las puertas del taller.
—¡Oh, mira eso! —exclamó mientras alargaba la mano hacia el arma.
Era una ronfea o espada «de palmo y medio», ya que su hoja era más larga y estrecha que la conocida como espada bastarda, un factor muy apreciado por Kit puesto que los adversarios varones solían tener los brazos más largos. Con un arma así compensaba su alcance más corto.
Kitiara no había visto una espada tan maravillosa en toda su vida; parecía hecha a propósito para ella. La cogió con mimo del astillero, casi con miedo de probarla, temerosa de encontrarle alguna imperfección. Ciñó la mano al puño forrado con cuero. Casi todos los mangos de las espadas bastardas estaban hechos para la mano de un hombre y resultaban demasiado gruesos para la de ella. Sus dedos se cerraron amorosamente en torno a la espiga; le encajaba perfectamente.
Comprobó el equilibrio, asegurándose de que la hoja no era pesada en exceso, lo que ocasionaría dolor en el codo, ni demasiado ligera, comprobando que el peso de la empuñadura compensaba el de la hoja. El equilibrio era ideal; la espada parecía una prolongación de su mano.
Se estaba enamorando del arma, pero tenía que actuar con tiento, fríamente, sin precipitarse. Sostuvo la espada de manera que la luz incidiera en ella y la examinó meticulosamente, parte por parte, tirando de ellas, sacudiéndolas, a fin de asegurarse de que ninguna de ellas tintineaba ni bailaba por estar floja o tener holgura. Superada esa prueba, comprobó el conjunto de la empuñadura, la separación entre la guarda y su mano y la sensación al manejarla, para lo que realizó pequeños movimientos de ensayo con la muñeca. Los gavilanes y la guarda eran un exquisito trabajo de talla y resultaba una delicia mirarlos, pero una apariencia bonita importaba poco si no servían para parar golpes contrarios y defender la mano y el antebrazo.
Kit salió al centro de la calle, adoptó la postura de combate y sostuvo el acero ante ella, tomando nota de la longitud y de la sensación percibida al extender el arma. Realizó un par de golpes de prueba, interrumpiéndolos bruscamente a mitad de recorrido a fin de calcular el impulso y ver si un movimiento, una vez iniciado, podía cambiarse con facilidad.
Por último, apoyó la punta del acero en el suelo, sostuvo la espada por los gavilanes con las dos manos e hizo presión hasta que la hoja se curvó en un suave arco. Un guerrero no querría depender de una cuchilla tan frágil que se rompiera o tan blanda que se doblara y se quedara combada. Pero esta hoja era tan flexible y dúctil como la caricia de un amante.
El forjador estaba trabajando dentro del taller; su ayudante, que había estado ojo avizor a posibles clientes y ahuyentando kenders, se acercó presuroso a la puerta.
—Tenemos espadas mucho mejores dentro, señor —dijo al tiempo que hacía una obsequiosa reverencia y señalaba el interior caluroso y lleno de humo—. Si hacéis el favor de entrar, señor… ¡Oh!, os pido disculpas, señora. ¡Eh…!, puedo mostraros el trabajo del maestro.
—¿Es este un trabajo suyo? —preguntó Kit, aferrando con fuerza la espada.
—No, no, señora —contestó el ayudante con actitud desdeñosa—. Si gustáis entrar, examinad esas otras armas.
Son obra de mi maestro. —De nuevo intentó convencerla para que entrara en el taller, donde la tendría a su merced.
—¿Quién hizo esta espada? —preguntó Kitiara, que había tomado buena nota de las otras armas, advirtiendo la mala calidad del acero y del trabajo.
—¿Que cómo se llama? —El ayudante arrugó la frente, intentando recordar un detalle tan nimio—. Ironfeld, creo. Theros Ironfeld.
—¿Dónde está su taller? —inquirió la guerrera.
—En ningún sitio. Se quemó —contestó el ayudante, poniendo en blanco los ojos—. No por accidente, ya sabéis a lo que me refiero. Era un tipo demasiado arrogante para el gusto de algunas personas de Sanction. Se lo tenía muy creído. Había que darle una buena lección. Normalmente no tendríamos un trabajo tan malo en nuestro taller, pero el pobre tipo que nos vendió esta espada estaba pasando una mala racha, y mi maestro es un hombre muy generoso. Parecéis ser una dama que sabe elegir, exigente. Podemos hacer algo mucho mejor para vos. Bien, si hacéis el favor de entrar al taller…
—Quiero esta espada —dijo Kit—. ¿Cuánto pides?
El ayudante frunció los labios en ademán desaprobador, y dedicó un momento más en intentar persuadirla, tras lo cual dijo un precio. Kit enarcó las cejas.
—Eso es mucho para una espada de tan mala calidad —comentó.
—Ha estado ocupando sitio en el astillero —repuso secamente el ayudante—. Pagamos demasiado por ella, pero el pobre tipo estaba…
—Pasando una mala racha. Sí, ya lo has dicho antes.
Kitiara regateó con el hombre y al final accedió a pagar el precio que había pedido si incluía una vaina de cuero y un cinturón.
—Págale —le dijo a Balif—. Te lo devolveré tan pronto como tenga dinero.
Balif sacó su bolsa y contó las monedas, todas ellas de acero y acuñadas con el busto de Ariakas.
—¡Qué ganga! —dijo Kit mientras se abrochaba el cinturón, ajustándolo de manera que le resultara cómodo y que dejara la espada al alcance de la mano. Si hubiese sido dos dedos más baja, la larga hoja habría arrastrado por el suelo—. ¡Esta espada vale diez veces el precio que ese necio pidió! Te devolveré el dinero —añadió.
—No es necesario que lo hagas —contestó Balif—. He sabido abrirme camino y las cosas me van bien.
—No quiero deberle nada a ningún hombre —espetó Kitiara, cuyos oscuros ojos centellearon—. Siempre pago mis deudas. O accedes o te quedas con la espada. —Se llevó la mano a la hebilla del cinturón, como si fuera a quitárselo en ese mismo instante.
—¡Bien, de acuerdo! —Balif se encogió de hombros—. Como tú digas. Ven, nos dirigimos hacia allí, al otro lado del río de lava. El cuartel general de Ariakas está en el interior del gran templo construido en honor de la Reina Oscura. El Templo de Luerkhisis. Muy impresionante.
Un largo y ancho puente natural, de granito, se extendía sobre el río de lava, como lo conocían los contados oriundos de Sanction que quedaban tras la llegada de las fuerzas de la Reina de la Oscuridad. El río ardiente fluía desde los Señores de la Muerte, tres volcanes activos de la cordillera de la Muerte, una estribación de las montañas Khalkist; los cauces de la abrasadora corriente rodeaban Sanction por tres lados y desembocaban, siseando, en el Nuevo Mar. La ciudad estaba aislada, bien protegida, ya que sólo había dos pasos transitables en las montañas, y estaban fuertemente guardados. Cualquiera que fuese sorprendido en uno de esos pasos era apresado y llevado a Sanction, a un segundo santuario, el Templo de Duerghast, construido después del Cataclismo en honor de una deidad a la que se ofrecían sacrificios humanos.
Allí, todos los que entraban en Sanction eran sometidos a interrogatorio y aquellos que daban las respuestas adecuadas quedaban en libertad. A quienes no tenían las respuestas correctas les aguardaban los calabozos, con la cámara de tortura situada convenientemente cerca del depósito de cadáveres; «a un paso», como había dicho un kender, y fueron sus últimas palabras.
Los que abandonaban Sanction por medios más agradables y menos permanentes, necesitaban un pase firmado por el propio general Ariakas. A todos los demás se los retenía y sólo les quedaban dos alternativas: o se quedaban en Sanction a la fuerza o eran escoltados al temido Templo de Duerghast.
Balif había proporcionado a Kitiara un salvoconducto y un santo y seña, por lo que se le había permitido entrar en la ciudad sin hacer esos recorridos previos. La mujer había llegado en barco, la única vía aparte de los dos pasos de montaña para entrar y salir de Sanction.
El puerto estaba bloqueado por barcos del ejército de Ariakas, los cuales realizaban la vigilancia de la superficie, en tanto que las profundidades estaban guardadas por monstruos marinos. Todas las embarcaciones de recreo y los pequeños barcos pesqueros de los habitantes de Sanction habían sido apresados y quemados a fin de que la gente no pudiera utilizarlos para escapar, escabulléndose a través del bloqueo. De ese modo, el general Ariakas mantenía la concentración de tropas en secreto para el resto de Ansalon, aunque probablemente nadie lo habría creído.
Por aquel entonces, casi cuatro años antes del comienzo de lo que se llamaría la Guerra de la Lanza, el general Ariakas empezaba a reunir su fuerza militar. Los espías como Balif, absolutamente leales y totalmente dedicados a la causa, viajaban de incógnito de una punta a otra de Ansalon y entraban en contacto con todos aquellos inclinados a seguir el camino de la oscuridad, apelando a su avaricia y a sus odios, prometiendo saqueos, botines y la destrucción de sus enemigos si firmaban y entregaban sus vidas a Ariakas y sus almas a Takhisis.
Bandas de goblins y hobgoblins, hostigados a lo largo de los años por los Caballeros de Solamnia, acudieron a Sanction jurando tomar venganza. A los ogros se los engatusó para que dejaran sus bastiones en las montañas con promesas de masacres sin cuento. Los minotauros llegaron para alcanzar honor y gloria en la batalla. También acudieron humanos con la esperanza de compartir las riquezas que se conquistarían cuando los elfos fuesen expulsados de sus antiguos reinos y el resto de Ansalon fuera aplastado bajo la bota del general Ariakas. Los clérigos oscuros se deleitaron con su recién hallado poder clerical, un poder que nadie más tenía en Ansalon, ya que la Reina Oscura había mantenido su regreso al mundo en secreto para los demás dioses, con la excepción de uno, su hijo Nuitari, dios de la magia negra. En su nombre, hechiceros Túnicas Negras realizaban sus trabajos arcanos en secreto y se preparaban para el glorioso retorno al mundo de su reina.
Nuitari tenía dos primos: Solinari, hijo del dios Paladine y la diosa Mishakal; y Lunitari, hija del dios Gilean. El primero era el dios de la magia blanca, y la segunda, de la magia neutral. Estas tres deidades estaban muy unidas por el vínculo de su amor a la magia. Sus tres lunas —la blanca, la roja y la negra— orbitaban alrededor de Krynn, de modo que resultaba difícil que uno de los dioses mantuviera algo en secreto de los otros dos, incluso el frío, oscuro y sigiloso Nuitari.
En consecuencia, había en Ansalon quienes veían las sombras proyectadas por negras alas y habían empezado a hacer sus propios preparativos. Cuando finalmente la Reina Oscura atacó, cuatro años después de que tuvieran lugar los acontecimientos del presente relato, no pilló completamente desprevenidas a las fuerzas del Bien.
Pero ese día no había llegado aún; sólo se preveía su devenir.
El puente de piedra cruzaba el río de lava y llevaba al recinto del Templo de Luerkhisis; estaba custodiado por la guardia personal de Ariakas que, en aquel momento, era la única tropa bien adiestrada en Sanction. Kitiara y Balif esperaron en la fila, detrás de un mísero comerciante que había insistido en hablar personalmente con Ariakas.
—¡Sus hombres destrozaron mi establecimiento! —explicó mientras se retorcía las manos—. ¡Rompieron los muebles, se bebieron mi mejor vino, insultaron a mi esposa, y cuando les ordené que se marcharan me amenazaron con incendiar mi posada! Me dijeron que el general Ariakas pagaría los daños, y he venido para pedírselo.
Los guardias se echaron a reír al oír eso último.
—Claro, el general lo pagará —dijo uno de ellos. Sacó una moneda de su bolsa y la arrojó al suelo—. Ahí tienes, cógelo.
—Eso no cubre los desperfectos ni con mucho. —El posadero vaciló—. Quiero ver al general Ariakas.
—¡Recógelo! —bramó el guardia, ceñudo.
El comerciante tragó saliva y se inclinó para recoger la moneda de acero. El guardia le soltó una patada en el trasero y el hombre dio con los huesos en tierra.
—Coge el dinero y lárgate. El general Ariakas tiene cosas más importantes que hacer que escuchar tus gimoteos sobre unos cuantos muebles rotos.
—Y como vuelvas a protestar, encontraremos otro sitio donde tomarnos unos tragos —añadió otro de los guardias, dando una segunda patada al infeliz.
El posadero se incorporó trabajosamente, cogió la moneda y echó a andar, cojeando, hacia la ciudad.
—Buen día, teniente Lugash —saludó Balif mientras se aproximaba al puesto de guardia—. Me alegra volver a verte.
—Capitán Balif —respondió el teniente, que a renglón seguido miró de hito en hito a Kitiara.
Mi amiga y yo tenemos una audiencia con el general Ariakas a primera hora de la tarde, teniente.
—¿Cómo se llama vuestra amiga? —inquirió Lugash.
—Kitiara Uth Matar —respondió Kit—. Y si tienes alguna pregunta, házmela directamente a mí. No necesito que nadie hable en mi lugar.
Lugash gruñó y la miró ponderativamente.
—Uth Matar. Suena a solámnico.
Mi padre era un Caballero de Solamnia —dijo Kitiara, alzando la barbilla—, pero no era un necio, si es eso lo que insinúas.
—Lo expulsaron de la caballería —añadió Balif en voz baja—. Por jugador y por trabajar para gente poco recomendable.
—Eso es lo que ella os ha dicho, señor —se mofó Lugash—. La hija de un solámnico. Podría ser una espía.
Balif se interpuso entre el teniente y Kitiara, que ya había desenvainado a medias la recién adquirida espada.
—Tranquilízate, Kit —le aconsejó mientras ponía una mano sobre su brazo para refrenarla—. Estos son guardias personales de Ariakas, en nada parecidos a esos caguetas que intentaron propasarse ayer contigo. Son veteranos que han demostrado su valía en batalla y se han ganado el respeto del general. También tendrás que hacerlo tú, Kit. —Balif la miró de reojo—. No será fácil.
»Conoces la información que le di al general sobre Qualinesti —dijo, volviéndose hacia el teniente—. Estabas allí cuando le presenté el informe.
—Sí, señor —contestó Lugash, que seguía con la mano puesta en el puño de su espada y no había apartado la vista de Kitiara—. ¿Qué tiene que ver eso?
—Que fue ella quien la consiguió. —Balif señaló con la cabeza a la guerrera—. El general se quedó muy impresionado, y pidió conocerla. Como ya he dicho, teniente, tenemos una audiencia con él. Déjanos pasar, a los dos, o informaré a tu superior.
—Tengo órdenes, capitán. —El teniente no era de los que se achicaban por una amenaza—. Y esas órdenes dicen que hoy no se permitirá cruzar el río a nadie que no pertenezca al ejército. Vos podéis pasar, señor, pero no voy a tener más remedio que retener a vuestra amiga.
—¡Malditos sean tus ojos! —imprecó Balif, frustrado. Pero el teniente se mantuvo en sus trece, impasible. El capitán se volvió hacia Kitiara—. Espérame aquí. Iré a buscar al general.
—Estoy empezando a pensar que no merece la pena —argumentó la guerrera, que asestó a los soldados una mirada feroz.
—Sí que la merece, Kit —repuso quedamente Balif—. Ten paciencia. Sólo ha habido un malentendido. No tardaré.
Cruzó el puente a paso vivo. Los guardias regresaron a sus puestos, ambos sin perder de vista a Kitiara. Procurando aparentar indiferencia, la mujer se acercó con aire despreocupado al borde del puente y desde allí oteó el Templo de Luerkhisis que se alzaba al otro lado del río de lava.
Balif lo había descrito como impresionante, y Kitiara no tuvo más remedio que darle la razón. La ladera de la montaña había sido excavada a semejanza de la cabeza de un colosal dragón. Los ollares eran la entrada al templo. Dos enormes colmillos eran torres de observación, o eso le había dicho Balif. El inmenso salón de audiencias se encontraba en la boca del dragón. Anteriormente, los clérigos oscuros de Takhisis habían residido allí, pero fueron desplazados con la llegada del ejército. El general Ariakas había establecido su residencia dentro del templo y había ordenado habilitar un cuartel para su guardia personal. Los clérigos oscuros continuaron allí, pero tuvieron que conformarse con otros alojamientos menos suntuosos.
Kitiara se preguntó qué se sentiría ostentando semejante poder. Se reclinó en el parapeto del puente de piedra y contempló con fijeza el edificio, por encima del crecido río de lava; percibía el calor que irradiaba, un calor que los clérigos oscuros intentaban disipar por todos los medios, pero era imposible refrescar la atmósfera por completo. A decir verdad, Ariakas no quería que se enfriara. El calor prestaría ardor a sus soldados, calentándoles la sangre, y los empujaría a irrumpir en Ansalon anegando el continente como un rojo aluvión de muerte. Un ansia impetuosa hizo que Kitiara apretara los puños.
«Algún día conoceré la respuesta —se juró para sus adentros—. Algún día ese poder inmenso será mío».
Al caer en la cuenta de que estaba mirando pasmada el templo, como una palurda, Kitiara empezó a entretenerse tirando piedras a la corriente de lava. Aunque el río discurría por debajo del puente a bastante distancia, la mujer estaba empapada de sudor. Sin embargo, Balif tenía razón: uno se acostumbraba al olor.
Balif regresó acompañado por uno de los asistentes de Ariakas.
—El general dice que se deje pasar a la mujer llamada Uth Matar —informó el asistente, un capitán—. Y también quiere saber por qué se lo ha molestado por una nimiedad.
El teniente Lugash empalideció, pero respondió con voz firme:
—Pensé que…
—Ese fue tu primer error —le cortó secamente el capitán—. Uth Matar, te doy la bienvenida en nombre del general Ariakas. Hoy el general no celebra audiencia en el templo. Esta tarde la ha dedicado a la instrucción, y me ha pedido que te escolte a su tienda de mando.
—Gracias, capitán —contestó Kitiara con una sonrisa encantadora. Echó a andar por el puente, acompañada por el asistente y por Balif, y al pasar frente al teniente, memorizó hasta el último rasgo de su fea cara.
Algún día pagaría aquella actitud desdeñosa hacia ella.