Raistlin se sintió mejor, con más fuerza, en los días siguientes. Fue capaz de viajar más tiempo durante las horas de luz, de modo que llegaron a las inmediaciones de Qualinesti sin apenas retraso en la fecha prevista. Aunque Antimodes les aseguró que no había prisa, puesto que el barón no reuniría a su ejército hasta la primavera, los gemelos esperaban llegar al cuartel general del barón, una fortaleza construida en una ensenada del Nuevo Mar, bastante lejos al este de Solace, antes de que entrara el invierno. Confiaban en poder inscribir sus nombres en el rol al menos, y quizás encontrar un modo de ganar algo de dinero al servicio del barón, ya que los gemelos andaban muy escasos de fondos. Sus planes, sin embargo, se fueron al traste. El cruce de un río resultó desastroso.
Estaban vadeando el arroyo del Elfo cuando el caballo de Raistlin resbaló en una roca y cayó, arrojando a su jinete al agua. Por suerte, a mediados de otoño la corriente no era caudalosa y discurría mansamente, al contrario que en la primavera, con la crecida del deshielo. El agua amortiguó la caída del joven mago, que no salió herido excepto en su dignidad y por el chapuzón. Sin embargo, aquella noche se descargó una gran tormenta que impidió que se secaran sus ropas. El frío hizo presa de él, metiéndosele en los huesos.
Al día siguiente, a pesar del radiante sol, no dejó de tiritar mientras avanzaban, y a la noche estaba sumido en un estado febril y deliraba. Antimodes, que rara vez había caído enfermo en su vida, ignoraba cómo tratar una enfermedad. De haber estado consciente Raistlin, habría podido ayudarse a sí mismo, ya que era un experto en hierbas medicinales, pero su mente vagaba perdida en pesadillas terribles, a juzgar por sus gritos y gemidos. Muerto de preocupación por su gemelo, Caramon se arriesgó a entrar en los bosques de los qualinestis con la esperanza de encontrar a alguien entre los elfos que pudiera acudir en ayuda de su hermano.
Las flechas cayeron a sus pies tan numerosas como las espigas de avena, pero eso no bastó para disuadirlo.
—¡Dejadme hablar con Tanis el Semielfo! —les gritó a los invisibles arqueros—. ¡Soy amigo suyo! ¡El responderá por nosotros! ¡Mi hermano se está muriendo! ¡Necesito vuestra ayuda!
Por desgracia, la mención de Tanis pareció empeorar las cosas en lugar de mejorarlas, ya que en la siguiente andanada una flecha atravesó la capucha de Caramon y otra le hizo un corte superficial en el brazo. Admitiendo la derrota, maldijo vehementemente a todos los elfos —aunque entre dientes— y salió del bosque.
A la mañana siguiente, la fiebre de Raistlin había cedido un poco, lo suficiente para que el joven mago hablase racionalmente.
—¡Haven! ¡Llévame a Haven! —susurró al tiempo que aferraba el brazo a su hermano—. ¡Nuestro amigo Lemuel sabrá lo que ha de hacer por mí!
Viajaron a toda prisa hacia Haven, Caramon sosteniendo entre sus brazos a su hermano enfermo, que iba sentado en la silla delante de él, y Antimodes galopando detrás en la burra y llevando el caballo de Raistlin por las riendas.
Lemuel era mago; un mago inepto, un mago a su pesar, pero mago al fin y al cabo, y Raistlin y él habían entablado una curiosa amistad durante otro viaje malhadado a Haven que casi acabó en tragedia. Lemuel seguía apreciando al joven mago y los acogió de buena gana a él, a su hermano y al archimago en su casa. Instaló a Raistlin en el mejor dormitorio, se ocupó de que Caramon y Antimodes se acomodaran en otras habitaciones de la amplia casa y luego se volcó en hacer cuanto estuvo en su mano para ayudar al joven gravemente enfermo.
—Está muy mal, de eso no cabe la menor duda —le dijo al angustiado Caramon—, pero no creo que haya motivo para alarmarse. Es un catarro que se le ha agarrado al pecho. Toma, aquí tienes una lista de hierbas que necesito. ¿Sabes dónde está la tienda del herbolario? Bien, excelente. Ve corriendo, y no olvides el bejuquillo.
Caramon se marchó, casi tambaleándose por la fatiga, pero incapaz de dormir ni descansar hasta estar seguro de que su gemelo estaba recibiendo tratamiento.
Lemuel se ocupó de que Raistlin descansara lo más cómodo posible y después bajó a la cocina para coger agua fría a fin de lavar el cuerpo ardiente del joven con la esperanza de bajarle la fiebre. Allí encontró a Antimodes, que estaba tomando una infusión.
El archimago era un humano de mediana edad, con buena planta, de aspecto pulcro, que vestía ropas buenas y caras. Era un mago poderoso, aunque parco en la utilización de su poder. No le gustaba mancharse la ropa, como rezaba el dicho. Por el contrario, Lemuel era bajo y rechoncho, de talante alegre. Nada le gustaba más que trabajar en su jardín. En cuanto a la magia, apenas tenía poder suficiente para hacer hervir agua.
—Un brebaje excelente —dijo el archimago que, de hecho, había hervido el agua personalmente—. ¿Qué es?
—Manzanilla con un poco de menta —contestó Lemuel—. Recogí la menta esta mañana.
—¿Cómo se encuentra el joven?
—Bastante mal —respondió Lemuel, suspirando—. No quise decir nada delante de su hermano, pero tiene pulmonía. Los dos pulmones están encharcados.
—¿Podréis ayudarlo?
—Haré cuanto esté en mi mano por él, pero está muy enfermo. Me temo que… —Lemuel no acabó la frase y volvió a sacudir la cabeza.
Antimodes guardó silencio un momento mientras bebía un sorbo de infusión, mirando ceñudo la tetera.
—En fin, quizá sea lo mejor —manifestó finalmente.
—¡Mi querido señor! —exclamó Lemuel, escandalizado—. ¡No lo diréis en serio! ¡Es muy joven!
—Ya habéis visto cómo ha cambiado. Supongo que sabéis que se sometió a la Prueba.
—Sí, archimago, su hermano me lo contó. El cambio que ha sufrido es realmente… excepcional. —Lemuel tuvo un escalofrío y miró a Antimodes de soslayo—. Aun así, supongo que la Orden sabe lo que hace.
Giró levemente la cabeza hacia la escalera, atento a cualquier ruido que hiciese su paciente, que había dejado sumido en un sueño agitado e intermitente.
—Eso es lo que os gustaría creer, ¿verdad? —masculló Antimodes, taciturno.
El comentario hizo que Lemuel rebullese intranquilo, sin saber qué decir. Llenó una palangana con agua y se dispuso a regresar junto al enfermo.
—Tengo entendido que conocíais a Raistlin —manifestó de repente Antimodes.
—Sí, archimago, me había visitado en varias ocasiones. —Lemuel se volvió hacia su invitado.
—¿Y qué opináis de él?
—Me hizo un gran favor, señor —contestó Lemuel, enrojeciendo—. Estoy en deuda con él. Quizás ignoráis lo ocurrido, pero me encontraba haciendo preparativos para abandonar mi casa porque había sido expulsado de la ciudad por un culto de fanáticos que adoraban a un dios serpiente, Belzor, creo que era su nombre, o algo por el estilo. Raistlin consiguió demostrar que la magia que los oficiantes del culto afirmaban provenía de los dioses, era en realidad una jorguinería mediocre. Estuvo a punto de morir.
—Conozco el asunto. —Antimodes gesticuló con la cucharilla como para dejar a un lado los conceptos de muerte y gratitud—. Me contaron lo ocurrido. Aparte de eso, ¿qué pensáis de él?
—Me gusta —contestó Lemuel—. ¡Oh!, tiene sus faltas, lo admito. Pero ¿quién no las tiene? Es ambicioso. Yo también lo era a su edad. Está absoluta y totalmente dedicado al arte…
—Algunos dirían que está obsesionado —lo interrumpió sombríamente Antimodes.
—También lo estaba mi padre. Creo que vos lo conocisteis, ¿verdad?
—Sí, tuve ese honor. Un buen hombre y un excelente hechicero.
—Gracias. Yo fui una triste desilusión para él, como podréis imaginar. —Lemuel esbozó una sonrisa autodespectiva—. Cuando conocí a Raistlin, me dije: este es el hijo que mi padre deseaba. Albergo una especie de sentimiento fraternal hacia él.
—¡Fraternal! ¡Dad gracias que no sois su hermano! —exclamó el archimago duramente.
Su frente se frunció en un gesto tan sombrío, el hombre habló con un tono tan solemne, que Lemuel, desconcertado y sin saber a qué venía ese comentario, se disculpó argumentando que tenía que comprobar cómo seguía su paciente y salió apresuradamente de la cocina.
Antimodes siguió sentado junto a la mesa, tan absorto en sus pensamientos que olvidó la taza de infusión.
—Así que está a las puertas de la muerte, ¿no? Apuesto a que sale adelante. Porque tú no dejarás que muera, ¿verdad? —Dirigió una mirada furibunda al aire, como si se dirigiese a un espíritu invisible—. Te esforzarás al máximo para salvarlo porque si él muere, tú mueres. Pero ¿quién soy yo para juzgarlo, después de todo? ¿Quién sabe el papel que está destinado a interpretar en los terribles tiempos que se avecinan? Yo no, desde luego. Y tampoco Par-Salian, por mucho que le gustaría que los demás lo creyéramos así.
Antimodes miró tristemente el fondo de la taza, como si pudiese leer el futuro en las hojas de la infusión.
—Bien, bien, joven Raistlin —dijo al cabo de un momento—, lo que sí puedo decirte es que lo siento por ti. Por ti y por tu hermano. Que los dioses, si es que los hay, os asistan. Brindo a tu salud.
Antimodes se llevó la taza a los labios y dio un sorbo. La infusión estaba fría, amarga, y la escupió de inmediato.
Raistlin no murió, pero quién sabe si se debió a las hierbas de Lemuel, la paciente atención de Caramon, la jaculatoria de Antimodes o los vigilantes cuidados de alguien desde otro plano de existencia, un ser cuya esencia vital estaba vinculada inexplicablemente a la del joven mago. O si no se debió a nada de eso y Raistlin se salvó sólo gracias a su fuerza de voluntad. Una noche, al cabo de una semana de estar con un pie en este mundo y un pie en el otro, la vida ganó la batalla. La fiebre se cortó, el joven empezó a respirar con más facilidad y se sumió en un sueño reparador.
Estaba débil; increíblemente débil, tanto que ni siquiera podía levantar la cabeza de la almohada sin el apoyo del fuerte brazo de su hermano. Antimodes pospuso su viaje y alargó su estancia en Haven lo suficiente para ver si el joven salía adelante. Una vez convencido de que Raistlin viviría, el archimago emprendió el regreso a su hogar con la esperanza de llegar a Balifor antes de que las tormentas invernales dejaran los caminos intransitables. Le dio a Caramon una carta de presentación para que se la entregaran al barón Ivor en su nombre.
—No os matéis para llegar hasta allí —aconsejó Antimodes el día de su partida—. Como os he dicho con anterioridad, de todos modos al barón no le hará gracia veros ahora. El y sus soldados estarán inactivos durante el invierno, y vosotros dos sólo seríais otro par de bocas que alimentar. En primavera empezará a recibir ofertas pidiendo los servicios de su ejército. ¡No temáis, que no os faltará trabajo! El barón de Arbolongar y sus mercenarios gozan de buena reputación y son muy conocidos en toda esta zona de Ansalon. Sus servicios tienen mucha demanda.
—Os lo agradezco mucho, señor —dijo sinceramente Caramon. Ayudó a Antimodes a montar en la recalcitrante Jenny, que había cogido mucho cariño a las dulces manzanas de Lemuel y no tenía ninguna prisa por reanudar el viaje—. Gracias por esto y por todo lo que habéis hecho por mi hermano y por mí. —El mocetón enrojeció—. Respecto a lo que dije cuando salimos del bosque, lo siento. No era en serio. De no ser por vos, señor, Raist jamás habría hecho realidad sus sueños.
—¡Ah, válgame el cielo, mi joven amigo! —contestó Antimodes, que soltó un suspiro y puso la mano sobre el hombro de Caramon—. No me cargues también con esa responsabilidad.
Dio a Jenny con la fusta en la ancha anca, lo que no ayudó precisamente a mejorar el humor del animal, y la burra salió al trote dejando a Caramon de pie en mitad de la calle, rascándose la cabeza.
La salud de Raistlin fue mejorando lentamente. A Caramon le preocupaba que fueran una carga para Lemuel e insinuó en más de una ocasión que su hermano ya estaba en condiciones de emprender viaje de regreso a su casa de Solace. Pero a Raistlin no le apetecía volver al hogar; aún no.
No mientras siguiera estando débil, con un aspecto tan terriblemente cambiado.
No soportaba la idea de que ninguno de sus amigos lo viera así. Imaginó la preocupación de Tanis, la conmoción de Flint, las preguntas indiscretas de Tasslehoff, el desdén de Sturm. La mera idea hacía que se estremeciera de vergüenza, y juró por los dioses de la magia, los tres, que no volvería a Solace hasta que pudiera hacerlo sintiéndose orgulloso de sí mismo y con poder en sus manos.
En respuesta a la preocupación de Caramon, Lemuel invitó a los dos jóvenes a quedarse en su casa todo el tiempo que hiciera falta, el invierno entero si querían. El tímido y apocado mago disfrutaba con la compañía de los dos jóvenes. Raistlin y él compartían el interés por las hierbas medicinales y el acerbo en esa especialidad, de modo que cuando Raistlin se encontró más fuerte, los dos pasaron agradablemente los días machacando hojas con el majador en el mortero, experimentando con diversos ungüentos y bálsamos o intercambiando notas sobre asuntos tales como el mejor modo de librar del pulgón a las rosas o a los crisantemos de ácaros.
Generalmente Raistlin estaba de mejor humor en compañía de Lemuel. Refrenaba su sarcasmo en presencia del hombre mayor y se mostraba mucho más paciente y amable con él de lo que lo era con su propio hermano. Propenso como era al autoanálisis, Raistlin se preguntó el porqué de ese comportamiento. Una razón obvia era que le gustaba realmente el alegre y sencillo mago. Por desgracia, también descubrió que parte de su amabilidad era producto de una vaga sensación de culpabilidad relacionada con Lemuel, si bien era incapaz de definirla ni comprender su razón de ser. Que él recordase, nunca había hecho ni dicho nada a Lemuel por lo que tuviera que disculparse. No había incurrido en ningún acto mezquino. Empero, se sentía como si lo hubiese hecho, y esa sensación lo incomodaba. Lo más curioso fue que descubrió que era incapaz de entrar en la cocina de Lemuel sin experimentar un miedo abrumador que siempre le traía a la cabeza la imagen de un elfo oscuro. La única conclusión a la que llegó era que Lemuel había estado involucrado de algún modo en su Prueba, pero cómo o por qué lo ignoraba; además, aunque habría podido hurgar en su memoria, no deseaba desenterrar esos recuerdos.
Una vez se hubo convencido de que Raistlin estaba fuera de peligro y que Lemuel deseaba realmente que se quedaran, que no lo decía sólo por ser amable, Caramon se preparó para pasar un invierno agradable en Haven. Ganó unas cuantas monedas haciendo algunos trabajillos para la gente, como cortar leña, reparar tejados estropeados por las lluvias otoñales, ayudando en la recogida de las cosechas y cosas por el estilo, ya que Raistlin y él habían insistido en compartir los gastos de la casa con Lemuel. En consecuencia, Caramon llegó a conocer a muchos vecinos de la ciudad y no pasó mucho tiempo antes de que el mocetón fuese popular y muy apreciado en Haven, como ocurría en Solace.
Caramon tuvo novias a montones. Se enamoraba varias veces a la semana y siempre estaba a punto de comprometerse con alguna, pero nunca lo hacía. Las chicas acababan casándose invariablemente con algún otro, alguien más rico o que no tenía un hermano hechicero. A Caramon nunca se le partió el corazón realmente, aunque muy a menudo juraba que así era, y se pasó muchas tardes con Lemuel asegurándole que había terminado con las mujeres para siempre, bien que esa misma noche acabara enredado en un par de dulces y tiernos brazos.
El mocetón había descubierto una taberna, Armas de Haven, de la que había hecho su segundo hogar. La cerveza era casi tan buena como la de Otik, y el picadillo de carne de cerdo, rebozado con harina de maíz y aplastado en tortitas, también era mucho mejor que el de Otik, aunque Caramon habría dejado que lo cocinaran a fuego lento antes que admitirlo en voz alta. El mocetón nunca iba a la taberna ni a trabajar ni salía de casa antes de estar seguro de que su hermano no lo necesitaba.
La relación entre los dos —tirante al punto de romperse después del terrible incidente en la Torre— se tornó más distendida a lo largo del invierno. Raistlin le había prohibido a Caramon mencionar siquiera el suceso, de modo que no lo discutieron nunca.
Gradualmente, tras meditarlo mucho, Caramon llegó a creer que su supuesto asesinato a manos de su gemelo era culpa suya, un convencimiento que Raistlin no rebatió.
«Merecía que mi hermano me matara», era la idea que alentaba en un rincón de su mente. No culpaba en absoluto a su gemelo. Una parte de su ser se sentía acongojada y desdichada, pero Caramon la pisoteó a conciencia hasta enterrarla en lo más hondo de su alma, cubriéndola con culpabilidad y regándola generosamente con aguardiente enano. Después de todo, él era el gemelo fuerte. Su hermano era débil y necesitaba protección.
En el fondo de su ser, Raistlin sentía vergüenza por su virulento ataque de celos. Lo consternaba saber que era capaz de matar a su hermano. También él enterró sus emociones y pisoteó la tierra hasta allanarla para que así nadie —él quien menos— descubriese jamás que allí se había sepultado algo. Raistlin se consoló con la idea de que había sabido desde el principio que la imagen de Caramon era ficticia, que sólo había matado una figura fruto de la ilusión.
Para Yule, la relación entre los gemelos casi había vuelto a ser la existente antes de la infausta Prueba. A Raistlin no le gustaban el frío y la nieve; nunca salía de la cómoda casa de Lemuel y disfrutaba escuchando los chismes que contaba Caramon. Le producía satisfacción comprobar que sus semejantes eran necios y estúpidos, mientras que para Caramon era un inmenso placer arrancar una sonrisa —bien que sarcástica— de los labios de su gemelo; unos labios manchados de sangre demasiado a menudo.
Raistlin se pasó los meses invernales dedicado al estudio. Al menos ahora conocía parte de la magia contenida en el bastón de Magius, y aunque le resultaba frustrante saber que el cayado albergaba otros hechizos que él ignoraba y que quizá nunca llegaría a descubrir, se deleitaba con la certeza de que el mágico objeto estaba en su posesión y no en la de otros. También trabajó con los conjuros de combate, preparándose para el día, no muy lejano, en que Caramon y él se unirían al ejército mercenario y harían fortuna, cosa que los dos jóvenes estaban firmemente convencidos de lograr.
Raistlin leyó numerosos textos sobre esa materia —muchos de los cuales eran volúmenes que el padre de Lemuel había dejado en la casa— y practicó combinando su magia con el manejo de la espada de Caramon. Los dos acabaron con infinidad de enemigos imaginarios, así como con uno o dos árboles (varios de los conjuros basados en el fuego que Raistlin ejecutó al principio salieron mal), y a no mucho tardar estaban convencidos de que ya eran tan buenos como los profesionales. Felicitándose por sus aptitudes, convinieron que, entre ambos, serían capaces de liquidar por sí solos a todo un ejército de hobgoblins, y en cierto modo desearon que tal ejército atacara Haven durante el invierno, de modo que cuando ningún hobgoblin se aventuró cerca de la ciudad, los gemelos expresaron su resentimiento contra esa raza en general, una casta de blandos que por lo visto preferían esconderse en cuevas abrigadas que ir a combatir.
La primavera llegó a Haven y con ella regresaron los petirrojos, los kenders y demás trotamundos, lo que puso de manifiesto que las calzadas estaban abiertas y que había comenzado la temporada de viajar. Había llegado el momento de que los gemelos se pusieran en camino hacia el este para encontrar un barco que los llevara al castillo de Arbolongar, erigido en la ciudad de Arbolongar del Prado, la población más grande de la baronía.
Caramon empaquetó ropas y víveres para el viaje, Raistlin hizo otro tanto con sus ingredientes para hechizos, y los dos se dispusieron a partir. Lemuel lamentaba sinceramente su marcha y, de haberle dejado, habría regalado a Raistlin un ejemplar de cada planta que cultivaba en su jardín. Hubo tal pesadumbre en la taberna que frecuentaba Caramon que casi cerró sus puertas, como si fuese un día de duelo, y la calzada que conducía fuera de Haven estaba literalmente cubierta de muchachas llorosas, o eso le pareció a Raistlin.
La salud del joven mago había mejorado durante el invierno; o era eso o es que Raistlin había empezado a saber sobrellevar su enfermedad. Montaba a caballo con seguridad y soltura, deleitándose con el suave y cálido aire primaveral que parecía más benigno para sus pulmones que el frío y cortante del invierno. Saber que su gemelo estaba pendiente de él fue un acicate para que Raistlin restase importancia a cualquier signo de debilidad que notara. Se sentía tan bien que a no tardar pudieron cubrir diez leguas diarias.
Para gran consternación de Caramon, rodearon Solace y lo pasaron de largo, tomando una trocha de animales poco conocida que habían descubierto siendo niños.
—Puedo oler las patatas picantes de Otik —comentó Caramon nostálgico mientras se incorporaba en la silla de montar y olisqueaba—. Podríamos parar en la posada para cenar.
También Raistlin olía las patatas —o al menos imaginaba que podía olerías— y de repente se sintió invadido por la nostalgia. ¡Qué fácil sería regresar! Qué fácil volver a aquella cómoda existencia, a ganarse el pan atendiendo bebés y tratando el reumatismo de los ancianos. Qué fácil arrellanarse en el acogedor y cálido colchón de plumas de ese estilo de vida. Vaciló. Su caballo, percibiendo la indecisión de su jinete, aflojó el paso. Caramon miró a su gemelo esperanzado.
—Podríamos pasar la noche en la posada —instó.
La posada El Ultimo Hogar, donde Raistlin había conocido a Antimodes; donde por primera vez oyó al mago hablarle de la forja de un alma. La posada El Ultimo Hogar, donde la gente lo miraría de hito en hito, y cuchichearía…
Raistlin taconeó con dureza los ijares del caballo, provocando que el animal, que no estaba acostumbrado a recibir ese trato, saliera a galope tendido.
—¿Raist? ¿Y las patatas? —gritó Caramon mientras azuzaba a su montura para alcanzarlo.
—No tenemos dinero —replicó escueta, fríamente su gemelo—. Los peces del lago Crystalmir son gratis, y el bosque no nos cobra nada por dormir en él.
Caramon sabía perfectamente que Otik no les pediría dinero, y soltó un profundo suspiro. Sofrenó su caballo y se giró para mirar hacia Solace con nostalgia. No veía la ciudad, que quedaba oculta por los árboles, salvo en su cabeza, y ello hacía aún más vivida la imagen mental. Raistlin también había frenado su caballo.
—Caramon, si regresamos a Solace ahora, jamás saldremos de allí. Lo sabes tan bien como yo.
El guerrero no contestó; su corcel rebullo con nerviosismo.
—¿Es esa la vida que quieres? —demandó Raistlin, cuya voz subió de tono—. ¿Quieres trabajar para granjeros toda tu vida? ¿Con paja en el pelo y las manos metidas en estiércol de vaca? ¿O prefieres volver a Solace con los bolsillos llenos de acero, con relatos sobre valerosas gestas y luciendo cicatrices recibidas en batallas ante las encandiladas camareras?
—Tienes razón, Raist —admitió Caramon, que hizo volver grupas a su caballo—. Eso es lo que quiero, por supuesto. Sentí un poco de añoranza, nada más, como si algo tirara de mí. Pero eso es una tontería. Allí ya no queda nadie. Me refiero a nuestros viejos amigos. Sturm se marchó al norte, Tanis con los elfos, Flint con los enanos y quién sabe dónde andará Tas.
—O a quién le importa —añadió, cáustico, su hermano.
—Pero sí podría estar una persona —insinuó Caramon, que miró de reojo a su gemelo.
—No —respondió Raistlin, que entendió a quién se refería el guerrero—. Kitiara no está en Solace.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Caramon sorprendido, ya que su hermano había hablado con absoluta convicción—. No estarás… teniendo visiones, ¿verdad? Como… En fin, como nuestra madre.
—No padezco el don de la clarividencia, hermano mío, ni soy dado a los portentos ni a las premoniciones. Es simple deducción, basándome en lo que sé sobre nuestra hermana. Jamás regresará a Solace —manifestó firmemente—. Ahora tiene amigos más importantes, asuntos más importantes entre manos.
La trocha entre los árboles se estrechó, obligándolos a marchar en fila india; Caramon se situó a la cabeza y Raistlin detrás. Los dos hermanos avanzaron en silencio. Los rayos de sol se filtraban entre las ramas de los árboles, arrojando sombras listadas sobre la ancha espalda de Caramon para después deslizarse tras él a medida que el guerrero pasaba de una franja luminosa a la siguiente. La maleza que invadía la trocha dificultaba la marcha, haciéndola lenta.
—Quizás esté mal que piense así, Raist —dijo Caramon tras un largo silencio—. Me refiero a que Kit es nuestra hermana y todo eso, pero… No me importaría demasiado si no volvemos a verla.
—Dudo que tal cosa ocurra, Caramon —contestó Raistlin—. No hay razón para que nuestros caminos se crucen.
—Sí, supongo que tienes razón. Aun así, hay veces en que tengo una extraña sensación respecto a ella.
—¿Una especie de «tirón»? —preguntó el mago.
—No. Más bien lo contrario, como una punzada. Como si me pincharan con un cuchillo. —Caramon sufrió un escalofrío. Su hermano resopló.
—Probablemente lo que pasa es que tienes hambre —dijo con sorna.
—Pues claro que tengo hambre —repuso Caramon con suficiencia—. Es casi hora de cenar. Pero no me refería a ese tipo de sensación. La del hambre es una especie de vacío en el estómago, como si algo te royera por dentro. La otra es como cuando se te pone el vello de punta y…
—¡Ya lo sé! ¡Sólo estaba haciendo un comentario sarcástico! —espetó Raistlin, que asestó una mirada irritada a su hermano por debajo de la roja capucha, que llevaba echada por si topaban con alguien conocido.
—¡Oh! —Caramon guardó silencio un momento, temeroso de irritar más a su hermano, pero pensar en comida pudo más que él—. Oye, ¿cómo cocinarás el pescado esta noche, Raist? Como me gusta más es cuando le añades cebollas y mantequilla, y lo envuelves en hojas de lechuga y lo pones sobre una piedra muy, muy caliente.
Raistlin dejó de prestar atención a su gemelo y guardó silencio, pensativo, sin que la chachara de Caramon sobre los distintos métodos de cocinar el pescado estorbara sus reflexiones. Acamparon a orillas del lago Crystalmir. El guerrero pescó unas catorce percas pequeñas y su hermano las cocinó; no con hojas de lechuga, ya que era demasiado pronto para que la planta hubiese empezado a crecer. Extendieron sus petates y Caramon, con el estómago lleno, se quedó dormido enseguida, su rostro bañado por la cálida y riente luz de la luna roja, Lunitari.
Raistlin permaneció despierto, observando el revoltoso espejeo de la rojiza luz sobre la superficie del lago, sus retozos en las suaves olas que rompían en la orilla; parecía llamarlo, tentadora, para que se uniera a sus juegos. El joven mago sonrió complacido, pero no abandonó la comodidad de las mantas.
Creía realmente lo que le había dicho a Caramon, que no volverían a ver a Kitiara. Los hilos de sus vidas habían formado una tela antaño, pero el paño de su juventud se había deshilachado y se había deshecho. Ahora imaginaba el hilo de su propia vida suelto, extendiéndose ante él, recto y certero, hacia sus metas.
No podía imaginar que en ese momento los hilos de la trama de la vida de su hermana, avanzando en ángulo recto con los suyos, cruzarían la urdimbre de su vida y la de su hermano para formar un tejido extraño y funesto.