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Los árboles del bosque de Wayreth, guardianes mágicos y caprichosos de la Torre de la Alta Hechicería, se alineaban cual soldados en formación, altos, silenciosos y severos bajo el banco de nubes.

—Una guardia de honor —dijo Raistlin.

—Para un funeral —masculló Caramon.

Al guerrero no le gustaba la fronda porque no era un bosque natural sino una masa forestal errabunda e impredecible, una floresta que no se divisaba por la mañana y que de repente rodeaba al viajero por la tarde. Un lugar peligroso para quienes entraban en él desprevenidos. El guerrero sintió un gran alivio cuando finalmente salieron del bosque, o quizá fuese el bosque el que se alejó de ellos.

En cualquier caso, los árboles se llevaron consigo las nubes. Caramon se quitó la capucha y alzó el rostro hacia el sol, deleitándose con su calidez y su fulgor.

—Tengo la sensación de no haber visto el sol desde hace meses —comentó en voz baja al tiempo que volvía la cabeza para echar una mirada torva al bosque de Wayreth, ahora convertido en un formidable muro de árboles húmedos y troncos negros envueltos en las volutas grises de la niebla—. Es de agradecer estar fuera de ese sitio. No quiero volver nunca más, en toda mi vida.

—No hay ninguna razón por la que tuvieses que hacerlo, Caramon —dijo Raistlin—. Créeme, no se te invitará a que vuelvas. Y tampoco a mí —agregó en un susurro.

—Estupendo —manifestó su hermano, categórico—. No sé por qué ibas a querer regresar, después de que… —Miró de soslayo a su gemelo, reparó en su expresión sombría, en sus ojos centelleantes, y vaciló antes de proseguir—. En fin, después de lo que te han hecho.

Caramon, que se había sentido acobardado en la Torre de la Alta Hechicería, notó que su valor renacía pujante bajo la cálida luz del sol, lejos de las sombras de aquellos vigilantes y desconfiados árboles.

—¡No es justo lo que te hicieron esos magos, Raist! Ahora que estamos lejos de ese sitio horrible puedo decirlo, ahora que estoy seguro de que nadie va a transformarme en un escarabajo o algo parecido por decir lo que pienso.

»No es mi intención ofenderos, señor —añadió, dirigiéndose a su compañero de viaje, el archimago Túnica Blanca, Antimodes—. Agradezco todo cuanto hicisteis por mi hermano en el pasado, señor, pero creo que podríais haber intentado impedir que vuestros amigos lo torturaran. No era necesario hacerlo. Raistlin podría haber muerto. En realidad, estuvo a punto de morir. Y no hicisteis nada. ¡No movisteis un maldito dedo!

—¡Basta, Caramon! —le reprendió Raistlin, escandalizado.

De inmediato miró a Antimodes, quien, afortunadamente, no parecía haberse ofendido por la franca rudeza con que su hermano había manifestado su opinión. Casi daba la impresión de que el archimago estuviese de acuerdo con lo que había dicho. Aun así, Caramon se estaba comportando como un payaso, como era habitual en él.

—¡Te has propasado, hermano! —manifestó coléricamente Raistlin—. Discúlpate…

El joven mago sintió una repentina opresión en la garganta que le impedía respirar. Soltó las riendas para aferrarse a la perilla de la silla, tan débil y mareado que temió caerse del caballo. Inclinándose hacia adelante, trató desesperadamente de aliviar la presión de la garganta. Los pulmones le ardían igual que le había ocurrido años atrás, cuando se puso tan enfermo, el día que se desmayó sobre la tumba de su madre. Tosió y tosió, pero le era imposible inhalar. Unos puntitos de luz titilaron ante sus ojos.

«¡Esto es el fin! —pensó aterrado—. ¡No sobreviviré a este ataque!».

El espasmo cesó de modo repentino y Raistlin inhaló entrecortadamente una vez, otra, otra más. La vista se le aclaró, el dolor abrasador remitió y por fin fue capaz de sentarse derecho. Tanteó buscando un pañuelo, escupió flemas y sangre y se limpió los labios con el blanco lienzo. Cerró la mano sobre la tela rápidamente y la guardó entre los pliegues rojos de la túnica, debajo del cíngulo de seda, para que Caramon no la viera.

Su hermano había desmontado y estaba de pie junto a él, observándolo con ansiedad, los brazos extendidos, preparado para recogerlo si caía del caballo. Raistlin se enfureció con Caramon, pero aún estaba más furioso consigo mismo; furioso por el momentáneo acceso de autocompasión que le invadió y le hizo desear clamar entre sollozos: «¿Por qué me hicieron esto? ¿Por qué?». Asestó a su gemelo una mirada virulenta.

—Soy perfectamente capaz de sostenerme en el caballo sin ayuda de nadie, hermano mío —dijo cáusticamente—. Discúlpate con el archimago y prosigamos. ¡Y vuelve a cubrirte la cabeza! El sol te freirá el poco seso que te queda.

—No tienes por qué disculparte, Caramon —manifestó afablemente Antimodes, aunque cuando su mirada se posó en Raistlin era grave—. Dijiste lo que sentías, y no hay nada reprochable en eso. Tu preocupación por tu hermano es perfectamente natural. Loable, de hecho.

«Y eso tiene por objeto reprenderme —se dijo Raistlin para sus adentros—. Lo sabéis, maestro Antimodes, ¿verdad? ¿Os dejaron observar? ¿Me visteis matando a mi gemelo? O lo que resultó ser una imagen ilusoria de mi gemelo. Aunque, en el fondo, eso da lo mismo. La certeza de considerarme capaz de cometer un acto tan atroz es igual que la acción en sí. Os quedasteis horrorizado, ¿verdad? Ya no me tratáis como solíais hacer. He dejado de ser el valioso hallazgo, el joven y dotado discípulo que con tanto orgullo exhibíais. Me admiráis… a regañadientes. Me compadecéis. Pero no soy de vuestro agrado».

No manifestó nada de eso en voz alta. Caramon volvió a montar en su caballo en silencio, y en silencio siguieron avanzando a paso lento. No habían cubierto ni quince kilómetros cuando Raistlin, más débil de lo que había previsto, dijo que no podía continuar. Sólo los dioses sabían el esfuerzo que se había exigido para llegar hasta allí, porque su agotamiento era tal que se vio obligado a permitir a Caramon que lo ayudara a desmontar y que lo llevara casi en vilo hasta el interior de la posada.

Antimodes mostró una exagerada preocupación por Raistlin haciendo muchos aspavientos, y pidió la mejor habitación de la posada, a pesar de que Caramon repitió una y otra vez que la sala bastaría para ellos dos, y recomendó un caldo de pollo para que se le asentara el estómago.

Caramon se quedó sentado junto a la cama de Raistlin, mirándolo con impotencia, hasta que el joven mago, irritado hasta lo indecible, le ordenó que se marchara para ocuparse de sus asuntos y que lo dejara descansar.

Pero le fue imposible. No tenía sueño y si su cuerpo estaba agotado, su mente, por el contrario, estaba muy activa. Imaginó a Caramon en la sala, coqueteando con las camareras y bebiendo demasiada cerveza. Antimodes estaría también allí abajo, escuchando a escondidas las conversaciones, recopilando información. Que el hechicero Túnica Blanca era uno de los espías de Par-Salian era un secreto a voces entre los habitantes de la Torre; un secreto fácil de deducir. Un archimago poderoso, que podría desplazarse en un abrir y cerrar de ojos de un sitio a otro con sólo pronunciar unas pocas palabras mágicas, no viajaba por las polvorientas calzadas de Ansalon a lomos de una burra, a menos que tuviese una buena razón para entretenerse en las posadas y charlar con los posaderos al tiempo que estaba muy pendiente de quién entraba y quién salía.

Raistlin se levantó de la cama para tomar asiento ante una pequeña mesa que había junto a la ventana desde la que se veía un campo de avena donde el dorado de las espigas maduras ofrecía un fuerte contraste con el verde de los árboles bajo un cielo azul en el que brillaba el sol. A sus ojos —aquellas malditas pupilas en forma de reloj de arena, obra de un encantamiento y que se impuso por primera vez en tiempos remotos como castigo a la arrogante y peligrosa hechicera renegada Relanna— la avena se marchitaba con la llegada del otoño, se secaba, las espigas tiesas y quebradizas, para romperse bajo el peso de la nieve. Veía las hojas de los árboles resecarse y morir, caer en el polvo hasta que eran arrastradas por los fríos vientos invernales.

Apartó la mirada de aquella vista deprimente. Emplearía este tiempo precioso, a solas, en estudiar. Abrió y dejó sobre la mesa el pequeño libro en cuarto que contenía información sobre el valioso Bastón de Mago, el artefacto mágico que Par-Salian le había regalado como… ¿Qué? ¿Compensación?

Raistlin sabía muy bien que no era ese el motivo. Pasar la Prueba había sido decisión suya, estaba enterado de que someterse a ella lo cambiaría. Era una advertencia que se hacía a todos los candidatos. Raistlin había estado a punto de recordarle esa circunstancia a Caramon cuando le sobrevino el ataque de tos que lo sacudió y lo dejó desmadejado y maltrecho como haría un perro con una rata. Durante la Prueba ya habían muerto magos con anterioridad, y la única compensación que recibieron sus familias fueron sus ropas, enviadas a casa en un pulcro paquete junto con una carta de condolencia escrita por el jefe del Cónclave. Raistlin era uno de los afortunados. Había salido vivo de la Prueba, aunque no con buena salud. Había sobrevivido y había conseguido conservar la cordura, a pesar de que en ocasiones tenía la impresión de que la mantenía a duras penas.

Alargó la mano para tocar el bastón, que siempre tenía a su alcance. Durante los días pasados en la Torre, Caramon había improvisado una solución para llevar el cayado en el caballo, atándolo en la parte posterior de la silla de manera que su hermano lo tuviese a mano en todo momento. La suave madera producía una sensación de cosquilleo en sus dedos con su electrizante carga mágica y actuaba como tónico en él, aliviando su dolor; dolor corporal, mental y espiritual.

Tenía intención de leer el libro, pero estaba distraído, cavilando sobre esa extraña debilidad que lo afligía. Nunca había sido muy fuerte, como su saludable y robusto gemelo. El destino le había jugado una mala pasada; había dotado a su hermano con una salud de hierro, buena apariencia y un temperamento cordial, bonachón y encantador, en tanto que a él le había dado un cuerpo frágil, un aspecto anodino, una mente astuta y despierta y una personalidad desconfiada, recelosa. Pero en compensación, el destino —o los dioses— le había otorgado la magia. La cosquilleante sensación del bastón mágico penetraba en su sangre, proporcionándole un agradable calorcillo, y no envidiaba a Caramon por sus camareras y su cerveza.

Empero, esa debilidad, ese calor febril de su cuerpo, esa constante tos, esa imposibilidad de inhalar aire, como si sus pulmones estuviesen llenos de arena, y esa sangre en el pañuelo… La debilidad no acabaría con él; al menos eso le había asegurado Par-Salian. Aunque tampoco Raistlin creía todo lo que el archimago le decía; los Túnicas Blancas no mentían, pero tampoco decían necesariamente la verdad. Par-Salian se había mostrado muy vago a la hora de explicarle qué era exactamente lo que le aquejaba, qué le había ocurrido durante la Prueba para dejarlo en un estado tan lamentable, de extrema debilidad.

Raistlin recordaba la Prueba claramente, al menos en su mayor parte. Esas Pruebas mágicas estaban pensadas para enseñar a cada mago algo sobre sí mismo, así como para determinar el color de la túnica que llevaría y a qué dioses entregaría su lealtad. Raistlin había iniciado la Prueba vistiendo ropajes blancos en honor a su protector, Antimodes; había salido vistiendo la Túnica Roja, la de la Neutralidad, vinculada con la diosa Lunitari; no caminaba por los caminos de la luz ni por los de la oscuridad, sino que lo hacía por su propio camino, a su modo, a su albedrío.

Raistlin recordaba haber luchado contra un elfo oscuro, y a ese recuerdo iba unido otro, muy doloroso, del elfo acuchillándolo con una daga emponzoñada. Recordaba el lacerante dolor, cómo se iba quedando sin fuerzas. Recordaba estar muñéndose y alegrarse de que fuera así. Y entonces Caramon había acudido a rescatarlo. Había salvado a su gemelo haciendo uso de aquello que era el único don de su hermano: la magia. Y fue entonces, cegado por la rabia y los celos, cuando Raistlin había matado a su hermano. Sólo que en realidad no era más que una imagen ficticia de Caramon.

Y Caramon había visto cómo lo mataba su gemelo.

Par-Salian había permitido que el guerrero presenciara parte de la Prueba, la última parte. Caramon sabía ahora la negrura que se retorcía y enroscaba en el alma de su hermano. Con toda razón, tendría que haber odiado a su gemelo por lo que le había hecho. Raistlin deseaba que Caramon lo odiara. El odio de su hermano habría sido más fácil de soportar que su compasión.

Pero Caramon no odiaba a Raistlin. Caramon «lo comprendía», o eso decía.

—Ojalá pudiese comprenderlo yo —masculló amargamente Raistlin.

Recordaba la Prueba, pero no en su totalidad. Faltaba una parte. Cuando repasaba mentalmente lo ocurrido, era como mirar un cuadro que alguien ha emborronado deliberadamente. Veía gente, pero las caras estaban veladas, cubiertas con tinta negra. Y desde la Prueba tenía una extraña sensación; la de que alguien lo seguía. Casi podía sentir una mano a punto de tocar su hombro, el roce de un frío aliento en la nuca. Raistlin tenía la impresión de que si se giraba con la suficiente rapidez, alcanzaría a vislumbrar lo que le acechaba a su espalda. Se había sorprendido a sí mismo más de una vez volviendo la cabeza bruscamente y mirando hacia atrás. Pero no había nadie. Sólo Caramon, con aquella expresión triste y anhelante en los ojos.

Raistlin suspiró y rechazó los interrogantes, que lo agotaban sin una buena razón, ya que no lo conducían a nada. Se puso a leer el libro, que había sido escrito por un escriba destinado al ejército de Huma, y en el que de vez en cuando se mencionaba a Magius y a su maravilloso bastón. Magius —uno de los hechiceros más grandes de todos los tiempos, un amigo del legendario caballero Huma— había ayudado al solámnico en su batalla contra la Reina de la Oscuridad y sus malvados dragones.

Magius había imbuido muchos hechizos en el bastón, pero no había dejado ningún registro de ellos, una práctica habitual entre los magos, especialmente si el artefacto era excepcionalmente poderoso y temían que pudiese caer en manos indebidas. Por lo general, el maestro pasaba el artefacto y el secreto de sus poderes a un discípulo de su confianza, que a su vez transmitiría esos conocimientos llegado el momento. Pero Magius había muerto antes de tener ocasión de entregar el bastón; quienquiera que lo utilizase ahora tendría que descubrir sus cualidades por sus propios medios.

Al cabo de muy pocos días, Raistlin ya había averiguado, merced a lo leído, que el cayado otorgaba a su poseedor la habilidad de flotar en el aire con la ligereza de un vilano, y que, utilizándolo a guisa de garrote, su magia podía incrementar la fuerza del golpe, de manera que incluso alguien tan débil como Raistlin podía ocasionar un daño considerable a un enemigo. Esas eran unas funciones muy útiles, pero Raistlin estaba convencido de que el bastón era mucho más poderoso que todo eso. La lectura del libro no resultaba fácil y avanzaba con lentitud, ya que el lenguaje era una mezcla de solámnico, que Raistlin había aprendido gracias a su amigo Sturm Brightblade, de Común y de un argot utilizado por soldados y mercenarios. A menudo le costaba una hora entera comprender lo que se decía en una sola página. Releyó un pasaje, que estaba convencido que era muy importante, pero que aún tenía que entender su significado:

Sabíamos que el Dragón Negro estaba cerca, ya que oíamos el siseo de la sólida roca al disolverse con el corrosivo ácido de la saliva del horrendo reptil. Escuchaba el crujido de sus alas y el chirrido de sus uñas arañando las paredes del castillo mientras trepaba por ellas, buscándonos. Pero no veíamos nada, puesto que el dragón nos había lanzado algún tipo de hechizo perverso que apagaba la luz del sol y lo tornaba todo negro, tan negro como su propio corazón. El plan del dragón era caer sobre nosotros en medio de esa oscuridad, matarnos antes de que pudiésemos presentarle batalla.

Huma mandó encender una antorcha, pero era imposible prender llama alguna en aquel aire denso, que estaba envenenado con los gases del aliento mortífero del dragón. Temimos que todo estaba perdido, que moriríamos en aquellas diabólicas tinieblas. Pero entonces Magius se adelantó ¡portando una luz! No sé cómo lo consiguió, pero el cristal del bastón que llevaba hizo retroceder a la oscuridad, nos permitió ver al monstruo. Teníamos una diana para nuestras flechas y, a la orden de Huma, lanzamos nuestro ataque

A lo largo de varias páginas se detallaba la derrota y muerte del dragón, que Raistlin pasó con impaciencia, considerándola una información que probablemente nunca necesitaría saber. No se habían visto dragones en Krynn desde los tiempos de Huma, y había quienes decían ahora que incluso entonces sólo fueron seres míticos, que Huma se lo había inventado todo a fin de ganar gloria y que no había sido más que un comediante, un embustero pretencioso que sólo buscaba su engrandecimiento.

Le pregunté a un amigo qué había hecho Magius para que su bastón emitiese tan bendita luz. Mi amigo, que había estado cerca del mago en ese momento, dijo que Magius se limitó a pronunciar una única palabra imperiosa. Le pregunté qué palabra era, pensando que quizá podría sernos de utilidad a los demás. Mi amigo insistió en que la palabra era «shark», que es un tipo de pez monstruoso que vive en el mar y que parte a un hombre en dos de un mordisco, o eso he oído contara los marineros. Me parece que tiene que estar equivocado, ya que he probado a pronunciar la palabra, en secreto, una noche cuando Magius dejó su bastón apoyado en un rincón, y no conseguí que el cristal se iluminara. La única explicación posible que se me ocurre es que la palabra es un término de una lengua extranjera, tal vez élfica, puesto que es sabido que Magius tiene tratos con esa raza.

«Shark», es decir, tiburón. Raistlin resopló desdeñoso. ¡Lenguaje élfico! Qué necio. Obviamente, la palabra pertenecía al lenguaje de la magia. Raistlin había pasado una hora —una hora frustrante— en la Torre probando con todas las frases de la arcana lengua que se le ocurrieron, con todas y cada una de las palabras que tenían algún parecido fonético, por remoto que fuera, con el término «shark». Había tenido tan poco éxito en lograr que se iluminara el cristal que coronaba el bastón como lo tuvo el desconocido soldado muerto muchos siglos atrás.

Un coro de carcajadas llegó del piso de abajo. Raistlin distinguió la risa plena, retumbante, de Caramon entre las más agudas de unas mujeres. Al menos su hermano estaba muy entretenido y no parecía probable que entrara de repente sin llamar y lo molestara. Se volvió de cara al bastón.

Elem shardish —dijo, lo que significaba «por orden mía», una frase habitual utilizada para activar la magia de cualquier artefacto.

Pero no ese. El cristal, sostenido firmemente por una réplica dorada de la garra de un dragón, permaneció oscuro.

Con el ceño fruncido, Raistlin miró la siguiente frase que tenía anotada en la lista . Sharcum pas edistus, otra orden mágica frecuente que significaba, más o menos, «haz lo que te digo». Tampoco funcionó. El cristal brillaba, pero sólo porque reflectaba un rayo de sol. Continuó con la lista, que incluía desde omus sharpukderli, o «quiero que sea así», hasta shirkit muan, que significaba «obedéceme».

—¡Uh, Lunitaris idish, shirak, damen du! —barbotó Raistlin, perdida la paciencia.

El cristal que remataba el bastón irradió de repente una luz radiante, intensa.

Raistlin lo miró boquiabierto, sin salir de su asombro, e intentó recordar lo que había dicho, las palabras exactas. Sin dejar de mirar el cristal cada dos por tres, sacó su recado de escribir de la bolsa, tomó la pequeña pluma de ganso, abrió el tintero y, con mano temblorosa, garabateó la frase: Uh, Lunitaris idish, shirak, damen du, así como su traducción: «¡Oh, por amor de Lunitari, luz, maldita sea!».

Y allí estaba la respuesta.

El joven mago sintió arderle la cara de vergüenza, y agradeció profundamente no haber mencionado a nadie su desconcierto, en especial a Antimodes, como se había planteado hacer.

—El necio soy yo —se reprendió—, por hacer difícil lo que es tan sencillo. Shirak, no «shark». Es decir, «luz». Esa es la orden. Y para apagarla, dulak, que significa «oscuridad».

La luz mágica del bastón se apagó. Raistlin se disponía a anotar el descubrimiento en su pequeño diario cuando de repente su garganta pareció hincharse hasta el punto de cerrarle la tráquea. Soltó bruscamente la pluma, que dejó un manchón de tinta en la hoja del diario, y empezó a toser, ahogándose, esforzándose por respirar. Cuando el espasmo acabó, el joven mago estaba exhausto. Ni siquiera tenía fuerza para sostener la pluma, pero consiguió, a duras penas, regresar a la cama. Se dejó caer en ella, agradecido y resentido por igual, para esperar a que el mareo y la debilidad pasaran.

En el piso de abajo resonó otro coro de risas. Por lo visto, Caramon estaba en plena forma. Fuera, en el pasillo, se oyeron los pasos de dos personas y la voz de Antimodes:

—Tengo un mapa en mi habitación, amigo. Si fueras tan amable de mostrarme la ubicación de ese ejército goblin, te lo agradecería. Toma, acepta estas monedas de acero por las molestias.

Raistlin continuó tendido en la cama, bregando por respirar mientras la vida seguía a su alrededor. A medida que el sol se desplazaba por el cielo, el recuadro de luz proyectado por la ventana se deslizó sobre la pared. El joven mago lo siguió con la vista; deseaba tomarse una taza de la infusión que bebía para mitigar el dolor, y pensó malhumorado que Caramon no subía para ver cómo se encontraba y si necesitaba algo.

Cuando el guerrero subió finalmente, ya a última hora de la tarde, procurando entrar en la habitación sin hacer ruido, tropezó con uno de los bultos del equipaje y despertó a Raistlin del primer sueño tranquilo que disfrutaba desde hacía días, por lo que se ganó una seca reprimenda y la orden de que saliera del cuarto.

Un día entero para recorrer quince kilómetros. Y quedaban cientos para llegar a su destino.

Iba a ser un viaje muy largo.