La niebla envolvía la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, y caía una fina llovizna que brillaba en las ventanas divididas por el parteluz. Las gotas que se acumulaban en los alféizares de piedra rebosaban y se escurrían por las negras paredes de obsidiana de la Torre hasta el patio, donde formaban charcos. En ese patio había una burra y dos caballos cargados con petates y alforjas, listos para emprender viaje.
La burra tenía gacha la cabeza, las orejas caídas y el lomo combado; era un animal malcriado al que le gustaba la avena seca, un establo cómodo y caliente, una calzada soleada y un paso de marcha sosegado y fácil. Jenny no veía razón por la que su amo tuviera que viajar en un día tan húmedo, así que se había resistido tercamente a todos los intentos de sacarla del establo. El corpulento humano que había tratado de hacerlo se estaba frotando ahora el muslo contusionado.
La burra seguiría todavía dentro de la cálida cuadra, pero había sido víctima de una treta, una sucia artimaña que le había tendido el humano corpulento. El aroma fragante a zanahoria, el jugoso olor a manzana… Eso había sido su tentación y su perdición. Y ahora estaba bajo la lluvia, sintiéndose explotada y completamente decidida a hacérselo pagar al humano grande, a todos ellos.
El jefe del Cónclave y Señor de la Torre de Wayreth, Par-Salian, observaba a la burra desde la ventana de sus aposentos, en la torre norte. Vio agitarse las orejas de la burra, y se encogió en un gesto reflejo cuando la pata izquierda trasera del animal soltó una coz a Caramon Majere, quien estaba intentando por todos los medios sujetar un fardo en la silla de la burra. Caramon, que ya había sido víctima del animal una vez, estaba ojo avizor y también había visto el revelador movimiento de las orejas, comprendió lo que presagiaba y se las arregló para esquivar la coz. Luego acarició el cuello del animal y sacó otra manzana, pero la burra agachó la cabeza. A juzgar por su actitud, pensó Par-Salian —y sabía bastante sobre burros aunque pocos habrían imaginado tal cosa—, la enojadiza bestia se estaba planteando tirarse al suelo y revolcarse.
Tan tranquilo, sin darse cuenta de que el equipaje que con tanto esmero había colocado estaba a punto de aplastarse y soltarse, por no mencionar que se empaparía en algún charco, Caramon empezó a cargar cosas en los dos caballos. A diferencia de la burra, los caballos se alegraban de salir del aburrido confinamiento de los establos, y estaban ansiosos de emprender un trote vivo y de tener la oportunidad de estirar los músculos y cambiar de aires. Retozaban, piafaban y caracoleaban juguetonamente sobre el adoquinado, soplaban y rebufaban a la lluvia, y miraban anhelantes hacia las puertas y la calzada que se perdía en la distancia.
También Par-Salian miraba el camino, pero era otro, el del futuro. Podía ver dónde conducía, y con mucha más claridad de lo que otros podían verlo actualmente en Krynn. Veía las duras pruebas y las penalidades, veía el peligro. También veía la esperanza, aunque su luz era tan tenue y débil como el mágico fulgor irradiado por el cristal que coronaba el bastón del joven mago. Par-Salian había pagado un precio terrible por esa esperanza y, de momento, su luz titilante sólo le revelaba más peligros. Empero, debía tener fe. Fe en los dioses, en sí mismo, en aquel que había elegido como su espada de combate.
Su «espada de combate» estaba en el patio, bajo la lluvia, sacudido por la tos, tembloroso y helado, observando cómo su hermano —que cojeaba levemente a causa del muslo contusionado— preparaba los caballos para el viaje. Un guerrero como el hermano habría rechazado de plano una espada así ya que, por las apariencias, todo parecía indicar que era débil y quebradiza, propensa a romperse con el primer golpe.
Quizá Par-Salian conocía mejor esa espada de lo que la propia arma se conocía a sí misma. Conocía la férrea voluntad del alma del joven mago, que al haberse templado con sangre y fuego, moldeado con el martillo de la fe y enfriado con sus propias lágrimas, era ahora una hoja de acero excelente, fuerte y afilada. Par-Salian había creado un arma de manufactura excepcional, pero, como todas, tenía doble filo. Podía utilizarse para defender a los débiles y a los inocentes o para atacarlos. Todavía ignoraba cuál de esos filos utilizaría la espada; y dudaba de que lo supiera ella misma.
El joven mago, vestido con su nueva Túnica Roja —unas ropas de confección casera, sin adornos, ya que no disponía de dinero para comprar otras mejores—, estaba de pie, encogido, debajo de un gran rosal trepador que florecía en el patio, buscando el escaso abrigo que podía ofrecerle de la lluvia. Los débiles hombros se sacudían de vez en cuando por la tos, y el joven se llevaba un pañuelo a la boca. Cada vez que esto ocurría, su hermano, saludable y robusto, hacía un alto en la tarea para volver la cabeza hacia su frágil gemelo y observarlo con ansiedad. Par-Salian podía ver que la irritación ponía tenso al otro joven, podía ver sus labios moviéndose y casi escuchar la seca increpación a su hermano para que continuara con su trabajo y lo dejara en paz.
Otra persona salió presurosa al patio, justo a tiempo de impedir que la burra tirara toda su carga. La aparición de Antimodes —un hombre de mediana edad, pulcro y atildado, vestido con ropas de color gris, ya que jamás estropearía su Túnica Blanca con la suciedad de los caminos, y una capa con embozo— resultó grata. Su buen talante pareció borrar de un plumazo la lobreguez del día; reprendió a la burra, bien que al tiempo le acariciaba las orejas, y luego dio instrucciones sobre alguna cosa del equipaje al gemelo robusto, a juzgar por la gesticulación de sus manos. Par-Salian no oía la conversación, pero sonrió al observarlo. Antimodes era un viejo amigo, así como mentor y patrocinador del joven mago.
Antimodes alzó la vista hacia la torre norte, a la ventana desde la que miraba Par-Salian. Aunque no podía ver al jefe del Cónclave desde donde se encontraba en el patio, sabía positivamente que Par-Salian se hallaba allí y que estaba observando. Antimodes frunció el ceño con enojo, asegurándose de que Par-Salian se diera perfecta cuenta de su enfado y desaprobación. La lluvia y la niebla eran obra del jefe del Cónclave, desde luego, ya que controlaba el tiempo que hacía en la Torre de la Alta Hechicería y los alrededores. Podría haber despedido a sus invitados con un sol radiante y una temperatura primaveral de haber querido.
En realidad el malhumor de Antimodes no se debía al mal tiempo. Era una mera excusa. La verdadera razón de su enojo era su disconformidad por el modo en que Par-Salian había llevado a cabo la Prueba del joven mago en la Torre de la Alta Hechicería. Era tan fuerte su desacuerdo que había arrojado una nube sobre la larga amistad de los dos hombres.
La lluvia era la forma de Par-Salian de decir: «Comprendo tu preocupación, amigo mío, pero no podemos vivir todos los días bajo un sol radiante. El rosal necesita lluvia para sobrevivir… además del sol. Y este tiempo lóbrego, esta oscuridad deprimente no es nada, amigo mío, comparado con lo que está por llegar».
Antimodes sacudió la cabeza como si hubiese leído los pensamientos de Par-Salian y se dio media vuelta, malhumorado. Siendo un hombre práctico, pragmático, no apreciaba el simbolismo y le molestaba verse obligado a emprender viaje calado hasta los huesos.
El joven mago había estado observando atentamente a Antimodes. Cuando este se dio la vuelta y continuó apaciguando a su irascible burra, Raistlin Majere alzó los ojos hacia la torre norte, a la misma ventana tras la que estaba Par-Salian. El archimago sintió la mirada de aquellos ojos —unos ojos dorados, cuyas pupilas tenían forma de reloj de arena— tocándolo, clavándose en su carne como si la punta de la espada hubiese hendido su piel. Los ojos dorados, con su visión maldita, no dejaban traslucir nada de los pensamientos que había tras ellos.
Raistlin no entendía totalmente lo que le había ocurrido, y Par-Salian temía el día en que el joven llegara a comprenderlo. Pero eso había sido parte del precio.
El archimago se preguntó si el joven mago estaba amargado, resentido. Su cuerpo había acabado destrozado y su salud había quedado quebrantada de manera irremediable. De ahora en adelante sería una persona enfermiza, presa fácil de la fatiga, atormentada por el dolor, dependiente de su hermano más fuerte. El resentimiento sería natural, comprensible. ¿O empezaba a aceptar su sino? ¿Opinaría que el excepcional acero de su hoja había valido el precio pagado? Seguramente no; aún desconocía su propia fuerza. Ya tendría tiempo de enterarse, si los dioses querían. Estaba a punto de recibir la primera lección.
Todos los archimagos del Cónclave habían participado en la Prueba de Raistlin o se habían enterado de lo ocurrido en ella a través de sus colegas. Ninguno de ellos quiso tomarlo como aprendiz.
—Su alma no le pertenece —argumentó Ladonna, de los Túnicas Negras—, y quién sabe en qué momento vendrá a reclamar su dueño lo que le pertenece.
El joven mago necesitaba instrucción, necesitaba adiestramiento no sólo en la magia, sino en la vida. Par-Salian había llevado a cabo ciertas indagaciones con discreción y dio con un maestro que confiaba le pudiera proporcionar el curso de aprendizaje más adecuado; un instructor insólito, pero en quien Par-Salian tenía mucha fe, aunque el propio interesado se habría quedado atónito si se lo hubiese dicho.
Siguiendo las instrucciones de Par-Salian, Antimodes había preguntado al joven mago y a su hermano si estarían interesados en viajar hacia el este durante la primavera a fin de recibir entrenamiento como mercenarios en el ejército del renombrado barón Ivor de Arbolongar. Ese entrenamiento sería el ideal para el joven mago y su hermano guerrero, ya que necesitaban ganarse la vida, y a la par estarían puliendo sus aptitudes.
Aptitudes que serían necesarias más adelante, a menos que Par-Salian estuviese muy equivocado.
No hacía falta apresurarse. Era otoño, la estación en la que los guerreros empezaban a pensar en dejar a un lado sus armas y comenzaban a buscar un sitio cómodo donde pasar los fríos días del invierno junto al fuego, contando historias sobre su propio arrojo. El verano era la estación de la guerra; la primavera, la estación de los preparativos para la guerra. El joven dispondría de todo el invierno para restablecerse. O, más bien, tendría tiempo para adaptarse a su menoscabo físico, ya que jamás se curaría.
Ese tipo de trabajo evitaría que Raistlin exhibiera su talento en las ferias locales a cambio de dinero, algo que ya había hecho en el pasado y que había escandalizado al Cónclave. Hacer un espectáculo de sí mismo ante el público estaba bien para ilusionistas o practicantes del arte incompetentes, pero no para quienes habían sido admitidos como magos en una de las tres Órdenes.
Par-Salian tenía otro motivo para enviar a Raistlin con el barón; un motivo que el joven nunca llegaría a saber; si tenía suerte. Antimodes sospechaba algo. Su viejo amigo Par-Salian nunca hacía nada sólo porque sí, sino que todo iba encaminado a un propósito específico. Antimodes había intentado descubrirlo por todos los medios, ya que era un hombre que amaba los secretos igual que un avaro ama su dinero, disfrutaba contándolo y se regodeaba acariciándolo por las noches. Pero Par-Salian, sin caer en ninguna de las astutas trampas de su amigo, se cerró en banda y no soltó palabra.
Finalmente, el pequeño grupo estuvo listo para partir. Antimodes subió en la burra, Raistlin montó en su caballo con la ayuda de su hermano, ayuda que aceptó a regañadientes y con malos modales, por lo que dedujo el jefe del Cónclave de sus gestos. Caramon, con una paciencia ejemplar, se aseguró de que su hermano estaba bien instalado y cómodo, y después montó con ágil facilidad en su corcel.
Antimodes se puso al frente y los tres se encaminaron hacia las puertas. Caramon llevaba inclinada la cabeza para protegerse de la lluvia; Antimodes salió tras echar una última mirada furibunda a la ventana de la torre norte, mirada con la que expresaba su extrema incomodidad e irritación. Raistlin frenó el caballo en el último momento y se giró en la silla para contemplar la Torre de la Alta Hechicería. Par-Salian podía imaginar las ideas que estaban pasando por la mente del joven; más o menos las que rumió él tras superar la iniciación, mucho años atrás.
«¡Cuánto ha cambiado mi vida en unos pocos días! Entré aquí fuerte y seguro de mí mismo. Me marcho débil y destrozado, con unos ojos que son una maldición, con un cuerpo frágil. Empero, parto triunfante de este lugar. Llevo la magia conmigo. Con tal de conseguir eso, habría dado a cambio incluso mi alma…».
—Sí —musitó Par-Salian, que siguió con la mirada a los viajeros hasta que estos penetraron en el mágico bosque de Wayreth y allí desaparecieron a sus ojos mortales. No así sus ojos mentales, que los tuvieron a la vista mucho más tiempo—. Sí, lo habrías hecho. Lo hiciste. Pero eso no lo sabes todavía.
La lluvia arreció. Ahora Antimodes estaría maldiciendo con ganas a su amigo. Par-Salian sonrió. Disfrutarían de un sol radiante cuando salieran del bosque. El calor de sus rayos les secaría la humedad y no tendrían que cabalgar mucho tiempo con las ropas mojadas. Antimodes era un hombre adinerado, que gustaba de las comodidades. Se ocuparía de que los tres durmieran en una cama de una buena posada. Y también pagaría, si encontraba el modo de hacerlo sin ofender a los gemelos, que sólo llevaban unas pocas monedas en el bolsillo, pero cuyo orgullo habría llenado los cofres reales de Palanthas.
Par-Salian se apartó de la ventana. Tenía mucho que hacer para perder el tiempo allí plantado, contemplando la cortina de agua. Lanzó un conjuro de salvaguardia contra hechiceros en la puerta, un hechizo muy potente que mantendría alejados incluso a los magos más poderosos, tales como Ladonna, de los Túnicas Negras. Ladonna no había visitado la Torre hacía mucho, mucho tiempo, cierto, pero le encantaba aparecer de improviso y en el momento más inoportuno. Pero no convenía que lo descubriera enfrascado en esos estudios en particular, ni Par-Salian podía permitir que ninguno de los magos que vivían o frecuentaban la Torre descubriese lo que estaba haciendo.
No era el momento oportuno de revelar lo poco que sabía. Todavía no sabía suficiente. Tenía que descubrir más, confirmar que lo que había empezado a sospechar era cierto. Sí, tenía que averiguar más cosas, establecer si la información que había reunido a través de sus espías era correcta.
Seguro de que nadie salvo Solinari, el dios de la magia blanca, podría romper el hechizo lanzado sobre la puerta, Par-Salian se sentó ante el escritorio. Encima del mueble, que era de manufactura enana, regalo de uno de los thanes de Thorbardin en agradecimiento a ciertos servicios prestados, yacía un libro.
Era un ejemplar antiguo, muy antiguo. Y olvidado. Par-Salian lo había encontrado gracias a las referencias que de él hacían otros libros; de no ser así, no se habría enterado de su existencia. A decir verdad, había tenido que emplear muchas horas buscándolo en la biblioteca de la Torre de la Alta Hechicería; una biblioteca de libros de consulta y de conjuros, de pergaminos con fórmulas mágicas, una biblioteca tan vasta que nunca se había catalogado su contenido. Ni se catalogaría jamás excepto en la mente de Par-Salian, ya que había textos peligrosos cuya existencia debía mantenerse en secreto, sólo conocidos por los portavoces de las tres Órdenes, y algunos sólo conocidos por el Señor de la Torre. Asimismo había otros cuya existencia desconocía incluso él, como demostraba el volumen que tenía ante sí, un libro que finalmente había encontrado en un rincón de un cuarto de almacenaje, guardado, ya fuera por error o a propósito, en una caja etiquetada como «Juegos infantiles».
A juzgar por los otros objetos que halló en aquella caja, esta procedía de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas y databa de una fecha tan remota como era la época de Huma. A buen seguro la caja se encontraba entre las muchas otras embaladas precipitadamente cuando los magos se tragaron el orgullo y abandonaron su Torre en lugar de declarar una guerra a escala mundial contra todo Ansalon. La caja etiquetada como «Juegos infantiles» se había dejado en un rincón y después quedó olvidada en el caos que sobrevino a raíz del Cataclismo.
Par-Salian acarició suavemente la cubierta de piel del viejo libro, el único ejemplar que había en la caja. Le quitó el polvo, las telarañas y los excrementos de ratón que habían borrado parcialmente el repujado del título, un título cuyas letras percibía en relieve bajo las yemas de los dedos. Un título que le puso la carne de gallina: El libro de los dragones.