5

Raistlin estuvo muy enfermo durante varios días. La fiebre bajaba un poco después de administrarle una dosis de la corteza de sauce, pero volvía a subir y, en cada ocasión, parecía ascender aun más. Cuando Caramon le preguntaba, Kitiara le quitaba importancia a la enfermedad de su gemelo, pero la preocupación de su hermanastra no le pasaba inadvertida al mocetón.

A veces, por la noche, cuando Kit lo creía dormido, la oía soltar un borrascoso suspiro o la veía tamborilear impacientemente los dedos sobre el brazo de la mecedora de su madre, que Kit había llevado al pequeño cuarto que compartían los gemelos.

Kitiara no era una tierna enfermera, no tenía paciencia con la debilidad. Se había propuesto que Raistlin iba a vivir y hacía cuanto estaba en su mano para obligarlo a mejorar, de modo que la irritaba e incluso se enfadaba cuando el paciente no respondía a sus cuidados. En aquel momento decidió tomarse el asunto como una batalla personal y la expresión de su semblante se tornó tan torva, inflexible y determinada que Caramon se preguntó si incluso a la muerte no la amilanaría enfrentarse a ella.

Debió de ser así, ya que la lúgubre presencia acabó cediendo y se retiró.

La mañana del cuarto día de la enfermedad de su gemelo, Caramon despertó después de pasar una noche intranquila. Encontró a Kit recostada en la cama, con la cabeza descansando sobre los brazos y los ojos cerrados, vencidos por el sueño. Raistlin también dormía, pero no con el pesado sopor atormentado por pesadillas, sino con un sueño reparador, tranquilo. Caramon adelantó la mano para tocar el cuello de su gemelo y sentir el pulso; al hacerlo, rozó a Kitiara en el hombro.

La mujer se incorporó bruscamente, lo agarró por el cuello de la camisa con una mano y retorció fuertemente la tela contra su garganta. En la otra mano centelleó una daga con la luz del sol matinal.

—¡Kit, soy yo! —graznó Caramon, medio estrangulado.

Kitiara lo miró fijamente, sin que hubiera en sus ojos el más mínimo destello de reconocimiento. Después sus labios se entreabrieron en una sonrisa sesgada. Lo soltó y alisó las arrugas que le había dejado en la camisa mientras la daga desaparecía rápidamente, tanto que Caramon no vio dónde fue a parar.

—Me has sobresaltado —le dijo.

—¡No fastidies! —repuso vivamente Caramon. Le dolía el cuello donde la tela se le había hincado y se lo frotó mientras miraba a su hermana con recelo.

Era más baja que él y de constitución bastante más ligera, pero ahora estaría muerto de no haber hablado cuando lo hizo. Todavía sentía su mano apretándole la tela alrededor de la garganta, dejándolo sin respiración.

Hubo un incómodo silencio entre ambos. Caramon había advertido algo inquietante en su hermana; algo escalofriante. No era el ataque en sí mismo lo que lo había perturbado, sino el feroz y anhelante regocijo que asomó a sus ojos cuando lo atacó.

—Lo siento, chico —dijo la mujer al cabo—. No tenía intención de asustarte. —Le dio un cachete amistoso en la mejilla—. Pero no vuelvas a acercarte a hurtadillas a mí cuando duermo, ¿vale?

—Claro, Kit. —Caramon aún se sentía inquieto, pero estaba más que dispuesto a aceptar que el incidente había sido culpa suya—. Siento haberte despertado. Sólo quería ver cómo se encuentra Raistlin.

—Ha pasado la crisis —informó Kitiara con una sonrisa cansada pero triunfante—. Se pondrá bien. —Miró al enfermo con orgullo, del mismo modo que habría hecho con un enemigo derrotado—. La fiebre remitió anoche y no le ha vuelto a subir. Deberíamos marcharnos y dejar que duerma. —Empujó hacia la puerta al joven, que se mostraba reacio a salir del cuarto.

»Vamos, haz caso a tu hermana mayor. En compensación por el susto que me has dado podrías prepararme un buen desayuno.

—¡Susto! — resopló, desdeñoso, Caramon—. No estabas asustada ni pizca.

—Un guerrero siempre lo está —lo corrigió Kit. Tomó asiento a la mesa y devoró con ansia una manzana que todavía estaba verde, una de las primeras frutas de temporada recogidas—. Lo que cuenta es en qué conviertes ese miedo.

—¿Qué? —Caramon levantó la vista de la hogaza de pan que estaba cortando en rebanadas.

—El miedo puede apoderarse de ti, dejarte paralizado —explicó Kit mientras le daba otro mordisco a la manzana—. O puedes conseguir que trabaje en tu favor utilizándolo como otra arma más. El miedo es algo muy curioso. Puede conseguir aflojarte las rodillas o que te orines en los pantalones o que te pongas a sollozar como un bebé. Pero también puede hacerte correr más deprisa y asestar golpes mucho más fuertes.

—¿Ah, sí? ¿De verdad? —Caramon pinchó una rebanada de pan en un tenedor y la sostuvo sobre la lumbre de la cocina.

—Una vez tomé parte en un combate —empezó a contar Kit, que se recostó en la silla y puso los pies encima de otra que tenía al lado—. Un puñado de goblins saltó sobre nosotros. Uno de mis compañeros, un tipo al que apodábamos Bart Nariz Azul porque tenía las napias de un raro tono azulado, estaba luchando con un goblin y su espada se partió por la mitad. El goblin aulló de júbilo, imaginando que mi compañero podía darse por muerto. Bart estaba furioso, tenía que hacerse con un arma como fuera. El goblin lo atacaba por cualquier dirección, y Bart brincaba de aquí para allí como un demonio del Abismo para esquivar los golpes. A Bart se le metió en la mollera que necesitaba un garrote, de modo que agarró lo primero que le vino a la mano y que era nada menos que un árbol. No una rama, sino un condenado árbol. Arrancó de cuajo aquel árbol (se oía cómo las raíces salían o se partían) y le atizó al goblin en la cabeza con él, que cayó muerto en el acto.

—¡Oh, vamos! — protestó Caramon—. No lo creo. ¿Cómo iba a arrancar un árbol de cuajo?

—Era un ejemplar joven —aclaró Kit mientras se encogía de hombros—. Pero fue incapaz dé repetirlo. Después de que terminara el combate lo intentó con otro más o menos del mismo tamaño y ni siquiera consiguió que las ramas del árbol se menearan. Eso es lo que el miedo puede hacer por ti.

—Entiendo —dijo Caramon, muy pensativo.

—Estás quemando la rebanada de pan —advirtió Kit.

—¡Anda, es verdad! Lo siento. Yo me comeré ésta. —Caramon sacó del tenedor el pan quemado y pinchó otro trozo. Desde hacía un día, más o menos, había algo que no se le iba de la cabeza, e intentó discurrir una forma sutil de preguntarlo, pero fue inútil. A Raistlin se le daban bien las sutilezas, pero no a él, que siempre iba directo al grano. Pensó que lo mejor sería preguntarlo de una vez y punto, sobre todo considerando que Kit estaba de tan buen humor.

» ¿Por qué has vuelto? —inquirió, sin mirar a su hermanastra. Le dio la vuelta al pan para dorarlo por el otro lado—. ¿Fue por mamá? Estuviste en el funeral, ¿no?

Oyó las botas de Kit plantarse en el suelo y alzó la vista, nervioso, pensando que la había ofendido. La mujer le daba la espalda y miraba por la pequeña ventana. Por fin había dejado de llover y las puntas de las hojas del Vallenwood, que empezaban a cambiar de color, parecían guarnecidas de oro con los primeros rayos de sol.

—Me enteré de la muerte de Gilon —dijo Kitiara—, a través de unos leñadores que encontré en una taberna, hacia el norte. También oí comentar lo de la... enfermedad de Rosamun. —Apretó los labios y miró de reojo a Caramon—. Para ser sincera, volví por vosotros, por Raistlin y por ti, pero ya hablaré de eso dentro de un momento. Llegué la noche en que Rosamun murió, pero estaba con... eh... unos amigos. Y, sí, asistí al funeral. Me guste o no, era mi madre. Imagino que su muerte fue un duro golpe para ti y para Raist, ¿no?

Caramon asintió en silencio; no le gustaba hablar de ello. Mohíno, mordisqueó la rebanada de pan quemada.

—Si quieres, puedo freír unos huevos. ¿Te apetece? —ofreció.

—Sí, estoy hambrienta. Y pon unas pocas patatas de Otik si todavía quedan. —Kit seguía de pie junto a la ventana—. No lo hice porque Rosamun significara algo para mí. No me importaba ni poco ni mucho. —Su voz se había endurecido—. Pero no asistir al entierro me habría traído mala suerte.

—¿A qué te refieres?

—Oh, ya sé que sólo son tontas supersticiones —contestó Kit, esbozando una mueca—. Pero era mi madre y había muerto. Debía mostrar respeto o, de lo contrario, bueno... —Kit parecía azarada—. Podría ser castigada, podría ocurrirme algo malo.

—Eso suena como lo que decía la viuda Judith —comentó Caramon mientras rompía la cáscara de un huevo y hacía un vano intento por echarlo a la sartén sin que le cayeran trozos de la cáscara. Los huevos revueltos que hacía siempre tenían una textura crujiente— Hablaba de no sé qué dios llamado Belzor que nos castigaría a todos. ¿Es a eso a lo que te refieres?

—¡Belzor! Valiente timo. Hay dioses, Caramon. Dioses poderosos. Dioses que nos castigan si hacemos algo que no les gusta, pero que también nos premian si los servimos.

—¿Lo dices en serio? —preguntó el joven mirando de hito en hito a su hermana— No lo tomes a mal, pero nunca te había oído hablar así hasta ahora.

Kitiara le dio la espalda a la ventana, avanzó con amplias y firmes zancadas hasta la mesa y plantó las manos en el tablero mientras sus ojos se clavaban en los de su hermano.

—¡Vente conmigo, Caramon! —propuso, sin responder a su pregunta— Hay una ciudad al norte llamada Sanction y allí están pasando cosas importantes. Cosas trascendentales. Estoy dispuesta a ser parte de ellas y tú también puedes. Regresé a propósito para llevarte conmigo.

Caramon se sintió tentado. Viajar con Kitiara, recorrer el vasto mundo, salir de Solace. Basta de tener molida la espalda al final del día por el duro trabajo en la granja, de cargar heno con la horca hasta no aguantar el dolor de brazos. En lugar de eso, los utilizaría para manejar una espada, para luchar contra ogros y goblins. Pasaría las noches con sus compañeros alrededor de la hoguera o bien calentito en una taberna, con una chica sentada en sus rodillas.

—¿Y qué pasa con Raistlin? —preguntó.

—Había esperado encontrarlo más fuerte. —Kit sacudió la cabeza— ¿Puede hacer magia ya?

—Creo que no.

—En tal caso, lo más probable es que nunca esté en condiciones de hacerlo. ¡Vaya, pero si los hechiceros que conozco están practicando el arte desde los doce años! Aun así, estoy segura de encontrar alguna ocupación para él. Tiene buenos estudios, ¿verdad? Hay un templo que conozco en el que buscan escribas. Un trabajo fácil para vivir a cuerpo de rey. ¿Qué contestas?

—Podríamos marcharnos tan pronto como Raistlin esté en condiciones de viajar.

Caramon se permitió el lujo de imaginarse por un momento a sí mismo paseando por esa ciudad llamada Sanction, con la armadura tintineando, la espada golpeando contra su cadera, las mujeres admirándolo. Rechazó la tentadora visión con un suspiro.

—No puedo, Kit. Raistlin jamás abandonaría esa escuela suya. No hasta que esté preparado para someterse a algún tipo de examen que hacen en una gran torre, en alguna parte.

—Pues, entonces, que se quede él —replicó Kit, irritada—. Vente tú.

Miró a Caramon casi del mismo modo estimativo que el joven había imaginado que lo harían las mujeres en Sanction, pero no del todo. Kit lo estaba valorando como guerrero. Consciente de ello, adoptó una postura erguida. Era más alto que cualquier muchacho de su edad e incluso más que la mayoría de los hombres de Solace. El duro trabajo de la granja le había desarrollado los músculos, que se le marcaban debajo de la camisa.

—¿Qué edad tienes? —le preguntó Kit.

—Dieciséis.

—Pasarías por un joven de dieciocho, seguro. Te enseñaría lo que necesitas saber de camino hacia el norte. Raistlin se las arreglará bien aquí solo. Tiene la casa. Vuestro padre os la dejó a los dos, ¿no es así? ¡Bien, pues, no hay nada que te retenga!

Caramon sería crédulo, sería un zoquete —como le decía a menudo su hermano— y no tendría muchas luces, pero una vez que había tomado una decisión sobre algo era tan inamovible como el Pico del Orador.

—No puedo abandonar a Raist, Kit.

La mujer frunció el ceño, furiosa; no estaba acostumbrada a que le llevaran la contraria ni a que frustraran sus planes. Se cruzó de brazos y asestó una mirada colérica a Caramon a la par que daba golpecitos con el pie en el suelo. El muchacho rebulló, incómodo, al sentir sobre él los ojos penetrantes de su hermanastra, agachó la cabeza y derramó parte de los huevos al batirlos con frenesí.

—¿Por qué no se lo dices a Raistlin? —dijo. Su voz sonaba apagada al tener la barbilla metida en el pecho—. A lo mejor he hablado por hablar y él quiere ir.

—Sí, lo haré —repuso Kitiara con tono cortante mientras paseaba de un lado a otro de la pequeña cocina.

Caramon no añadió nada más. Echó lo que quedaba de los huevos batidos en una sartén y los puso al fuego. Oía los pasos de Kit resonando sobre la madera y se encogía cada vez que sentía alguno particularmente fuerte que denotaba la irritación de la joven. Cuando los huevos estuvieron hechos, los dos se sentaron a desayunar en silencio.

El muchacho se arriesgó a echar una rápida ojeada a su hermanastra y vio que lo estaba observando con aire afable y exhibiendo una sonrisa encantadora.

—Estos huevos están realmente buenos —comentó Kit al tiempo que escupía trocitos de cáscara—. ¿Te he contado lo de aquella vez que un bandido intentó matarme mientras dormía? Lo que hiciste antes me lo ha recordado. Habíamos librado un duro combate aquel día y estaba muerta de cansancio. Bueno, pues, ese bandido...

Caramon oyó esta historia y muchas otras aventuras excitantes a lo largo del día. Escuchó y disfrutó con ello, ya que Kit era una excelente narradora. De vez en cuando Caramon se asomaba al cuarto para comprobar cómo estaba Raistlin y lo encontraba durmiendo tranquilamente. Cuando volvía, le aguardaba otro relato de valor, osadía, batallas, victorias y riquezas ganadas. Escuchaba, se reía y lanzaba exclamaciones justo en el momento adecuado. El muchacho sabía muy bien lo que pretendía su hermana, pero sólo había una respuesta: si Raistlin iba, él también, y si Raistlin se quedaba, lo mismo haría él.

Esa tarde, Raistlin despertó. Se encontraba débil, tanto que era incapaz de levantar la cabeza de la almohada sin ayuda, pero su mente estaba lúcida y muy consciente de su entorno. No pareció sorprenderlo en absoluto la presencia de Kitiara.

—Soñé contigo —dijo.

—Muchos hombres lo hacen —contestó ella sonriendo con malicia y haciendo un guiño.

Tomó asiento al borde de la cama y, mientras Caramon le daba a su hermano un caldo de pollo, ella le hizo a Raistlin la misma propuesta que había hecho a su gemelo. No mostró tanta labia en esta ocasión, ya que la ponían nerviosa aquellos azules y penetrantes ojos que la observaban fijamente, sin pestañear, como si pudieran ver dentro de su cabeza.

—¿Para quién trabajas? —preguntó Raistlin una vez que Kit hubo terminado.

—Para unas personas —respondió ella, encogiéndose de hombros.

—¿Y qué templo es ése en el que has pensado que trabaje? ¿A qué dios está dedicado?

—¡A Belzor no, desde luego! —rió Kit.

Cuando Caramon, que seguía dándole cucharadas de caldo, trató de meter baza, su gemelo lo hizo callar.

—Gracias, hermana —dijo finalmente Raistlin—, pero no estoy preparado.

—¿Preparado? —Kit no sabía a qué se refería—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Preparado para qué? Sabes leer, ¿no? Y sabes escribir, ¿verdad? Vale, lo has intentado y no tienes talento para la magia, pero eso no importa. Hay otros medios para obtener poder. Lo sé. Los he encontrado.

—¡Ya es suficiente, Caramon! —Raistlin apartó la cuchara con brusquedad y después se recostó en la almohada, agotado—. Necesito descansar.

Kit se puso de pie, en jarras, mirándolo con dureza.

—Esa inepta que tuvimos por madre te mantuvo envuelto en algodón por miedo a que te rompieras. Es hora de que salgas de aquí y veas algo de mundo.

—No estoy preparado —repitió el muchacho, que cerró los ojos.

Kitiara se marchó de Solace aquella noche. —Sólo voy a hacer un corto viaje —le dijo a Caramon mientras se ponía los guantes de cuero—. A Qualinesti. ¿Sabes algo de ese lugar? —preguntó, como de pasada— Respecto a sus defensas y cuánta gente vive allí. Sobre ese tipo de cosas.

—Sé que está habitado por elfos —respondió Caramon tras cavilar con ahínco.

—¡Eso lo sabe todo el mundo! —se mofó Kit, que se puso la capa y se echó la capucha.

—¿Cuándo volverás?

—Lo ignoro. —Kit se encogió de hombros—. Puede que dentro de un año o de un mes o tal vez nunca. Depende de cómo vayan las cosas.

—No estás enfadada conmigo, ¿verdad, Kit? —quiso saber Caramon, pesaroso—. No me gustaría que te enfadaras.

—No, no lo estoy. Sólo me siento decepcionada. Habrías sido un gran guerrero, Caramon. Las personas que conozco habrían hecho de ti alguien importante. En cuanto a Raistlin, ha cometido un gran error. Quiere poder y yo sé dónde podría obtenerlo. Si os quedáis aquí, nunca llegarás a ser otra cosa que un granjero, y él, como ese tipo, Waylan, un ilusionista de tres al cuarto que saca monedas de las orejas y conejos de un sombrero y que es el hazmerreír de Solace. Qué desperdicio.

Le dio un cachete a Caramon que supuestamente era un gesto afectuoso pero que dejó en la mejilla del muchacho la roja marca de su mano. Luego abrió la puerta, asomó la cabeza y escudriñó a uno y otro lado. Caramon no entendía por qué tanta precaución, ya que era más de medianoche y la mayoría de los vecinos de Solace estarían acostados ya.

—Adiós, Kit.

—Hasta la vista, hermanito.

Caramon se frotó la mejilla, que le ardía, y la estuvo observando mientras se alejaba entre las ramas del Vallenwood iluminadas por la luna, una sombra perfilada contra un fondo de plata.