4

Los gemelos enterraron a su madre junto a la tumba de su padre. No fueron muchas personas al sepelio. Hacía un día frío y húmedo, con un barrunto a otoño en el aire. La constante y fuerte lluvia empapó a los reunidos alrededor de la tumba. Las gotas repicaban en el ataúd de madera y se había hecho un pequeño charco en la fosa abierta. El retoño de Vallenwood que habían plantado se doblaba, triste y melancólico, medio inundado.

Raistlin permanecía con la cabeza descubierta bajo el aguacero a pesar de que Caramon lo había instado varias veces a que se echara la capucha de la capa. El joven aprendiz de mago no oía las suplicas de su hermano; no oía nada excepto el golpeteo de las gotas en el ataúd de madera, una pequeña caja, casi como la de un niño. Rosamun se había consumido en aquellos días espantosos, quedándose en la piel y los huesos. Era como si lo que quiera que estuviera viendo la hubiera aferrado en sus garras, mordiéndole la carne, alimentándose con ella, devorándola.

Raistlin sabía que caería enfermo; lo sabía porque conocía los síntomas. La fiebre ya ardía en su sangre, le dolían los músculos, y tan pronto estaba sudando como empezaba a tiritar. Ansiaba dormir, pero cada vez que lo intentaba oía la voz de su madre llamándolo y se despertaba al instante. Despierto al silencio, al aterrador silencio. Habría querido llorar en el entierro, pero no lo hizo. Retuvo las lágrimas a la fuerza, contuvo los sollozos en la garganta. Y no porque lo avergonzara hacerlo, sino porque no estaba seguro por quién habría llorado, si por su madre muerta o por sí mismo.

No era consciente de la ceremonia ni del paso del tiempo. Podría haberse quedado arrodillado al pie de la tumba durante el resto de su vida. Supo que había terminado sólo cuando Caramon le tiró de la manga y casi tuvo que levantarlo a la fuerza. En realidad, no fue Caramon quien lo convenció para que se marchara, sino el seco sonido de las paladas de tierras cayendo sobre el ataúd, unos golpes sordos, huecos, que le produjeron un estremecimiento.

Dio un paso, tropezó y casi cayó en la fosa. Caramon lo agarró y lo ayudó a recuperar el equilibrio.

—¡Raist! ¡Estás ardiendo! —exclamó su hermano, preocupado.

—¿La has oído, Caramon? — preguntó ansiosamente, con los ojos clavados en el ataúd—.

—¿Has oído que me llamaba?

—Tengo que llevarte a casa —dijo su hermano firmemente, rodeándolo con el brazo.

—¡Hemos de darnos prisa! —jadeó Raistlin al tiempo que se soltaba de su hermano con un tirón. Parecía dispuesto a saltar a la fosa—. Me está llamando.

Pero no podía andar bien. Algo extraño pasaba con el suelo, que se ondulaba como la espalda de un leviatán, se retorcía y lo lanzaba lejos.

Se hundía; se estaba hundiendo en la tumba y la tierra le caía encima, y todavía escuchaba su voz llamándolo...

Raistlin se desplomó en el suelo, junto a la fosa, con los ojos cerrados, y se quedó inmóvil, tendido sobre el barro y las hojas muertas.

Caramon se agachó a su lado.

—¡Raist! —llamó mientras lo sacudía ligeramente.

Su gemelo no respondió, y Caramon miró en derredor. Estaba solo con su hermano, a excepción del sepulturero que echaba paladas de tierra lo más rápido posible para marcharse y ponerse a resguardo de la lluvia. Los otros asistentes al entierro se habían ido tan pronto como lo permitió el decoro para dirigirse a sus cálidos hogares o hacia la crepitante chimenea de la posada El Último Hogar. Habían dado sus condolencias apresuradamente, sin saber realmente qué decir.

Nadie conocía muy bien a Rosamun ni le tenía aprecio.

No había ninguna persona para ayudar a Caramon, para aconsejarlo. Estaba solo. Se inclinó, dispuesto a coger en brazos a su hermano y llevarlo a casa.

Un par de brillantes botas negras y el borde de una capa marrón aparecieron ante sus ojos.

—Hola, Caramon.

Alzó la cabeza y echó hacia atrás la capucha para ver mejor. La copiosa lluvia le caía en la frente y resbalaba sobre sus enrojecidos ojos.

Había una mujer delante de él, de unos veinte años o quizás unos pocos más. Era atractiva, aunque no hermosa. Debajo de la capucha se veía su cabello, negro y rizado, que el agua le había pegado a la cara. Tenía los ojos oscuros y relucientes, tal vez demasiado brillantes, con la dureza del diamante. Vestía una armadura de cuero que se ajustaba a su figura curvilínea, una amplia blusa de color verde, del mismo color que el calzón de lana, y las brillantes botas negras que le llegaban a la rodilla. Una espada pendía de su cadera.

Le resultaba familiar. Caramon sabía que la conocía, pero ahora no tenía tiempo que perder estrujándose el cerebro para intentar recordar, porque habría sido igual que rebuscar en un desván desordenado. Masculló algo sobre que tenía que ayudar a su hermano, pero la mujer se había agachado a su lado y se inclinaba sobre Raistlin.

—También es mi hermano, ¿sabes? —dijo, y sus labios se curvaron en una sonrisa sesgada.

—¡Kit! —exclamó boquiabierto Caramon, que finalmente la había reconocido—. ¿Qué haces...? ¿Dónde has...? ¿Cómo te...?

—Vamos, será mejor que lo llevemos a algún sitio seco y caliente —lo interrumpió Kitiara, haciéndose cargo de la situación con gran alivio por parte del joven—. Tú cógelo por un brazo y yo lo agarraré por el otro.

Era fuerte, tanto como un hombre. Entre los dos pusieron a Raistlin de pie, que volvió en sí unos instantes, miró en derredor con los ojos desenfocados y farfulló algo. Después se le volvieron los ojos, la cabeza cayó hacia atrás y perdió otra vez el sentido.

—¡Está realmente enfermo! — dijo Caramon; el miedo cobraba realidad dentro de él, le estrujaba el corazón—. ¡Nunca lo había visto tan mal!

—¡Bah, cosas peores he visto! — aseguró Kitiara con calma—. Mucho peores. Y también he tratado a gente en peores condiciones, con heridas de flecha en las tripas o con piernas amputadas. No te preocupes —añadió, y su sonrisa se suavizó en un gesto compasivo por la angustia del joven—. Ya he luchado contra la muerte por mi hermanito y la vencí, así que puedo hacerlo otra vez si es preciso.

Subieron a Raistlin por la larga rampa hasta una de las pasarelas y llegaron a la pequeña casa de los Majere bajo las ramas goteantes de los Vallenwoods. Una vez dentro, Caramon se puso a encender el fuego mientras Kit le quitaba las ropas mojadas a Raistlin con rápida eficiencia, sin ruborizarse. Cuando Caramon argumentó una débil protesta, Kitiara se rió de él.

—¿Qué pasa, hermanito? ¿Temes que se resienta mi delicada sensibilidad femenina? No te preocupes —añadió con una sonrisa y un guiño—. No es el primer hombre desnudo que veo.

Sofocado hasta la raíz del pelo, Caramon ayudó a su hermana a tumbar a Raistlin en la cama. El joven aprendiz de mago tiritaba tan violentamente que parecía a punto de caerse del lecho.

Hablaba, pero no tenía sentido lo que decía y, de vez en cuando, gritaba y los miraba fijamente, con los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas por la fiebre. Kit revolvió por la casa y sacó todas las mantas que había y se las echó encima. Posó los dedos en la garganta del joven para sentir el latido del pulso, apretó los labios y frunció el ceño al tiempo que sacudía la cabeza.

Caramon estaba a su lado, observando lo que hacía con gesto preocupado, ansioso.

—¿Aún vive esa vieja bruja? — preguntó bruscamente Kit—. Ya sabes, la que habla con los árboles y silba como un pájaro y tiene un lobo como animal de compañía.

—¿Meggin la Arpía? Sí, todavía anda por ahí. Supongo. —Caramon no parecía muy seguro—.

No voy mucho por esa parte de la ciudad. Papá no quiere... —Hizo una pausa, tragó saliva y volvió a empezar—: Papá no quería que fuéramos allí.

—Tu padre ha muerto, Caramon. Ahora estáis solos —replicó Kitiara con brutal franqueza— Ve a Meggin la Arpía y dile que necesitas extracto de corteza de sauce. Y date prisa. Tenemos que hacer que baje esta fiebre.

—Extracto de corteza de sauce —repitió para sí el joven varias veces mientras se ponía la capa—. ¿Algo más?

—Por ahora no. Ah, Caramon — Kitiara lo llamó cuando ya abría la puerta—, no le digas a nadie que he vuelto a la ciudad, ¿vale?

—Claro, Kit. ¿Por qué no?

—No quiero que me molesten un montón de chismosos con sus preguntas y su fisgoneo. Anda, vete. ¡Eh, un momento! ¿Tienes dinero?

Caramon sacudió la cabeza.

Kitiara metió la mano en la bolsita que llevaba colgada del cinturón, sacó un par de monedas de acero y se las echó a su hermano.

—A la vuelta de la casa de la vieja bruja pásate por donde Otik y compra una botella de brandy. ¿Hay algo de comer en casa?

—Sí. Los vecinos trajeron montones de cosas.

—Ah, claro, se me había olvidado. La comida del funeral. Vale, de acuerdo. Y recuerda lo que te he dicho: no le cuentes a nadie que estoy aquí.

Caramon se marchó, picada la curiosidad por la advertencia de su hermana. Tras unos segundos de larga y sesuda reflexión, el joven decidió que Kitiara sabía lo que se hacía. Si se corría la voz de que estaba en la ciudad, todos los chismosos desde aquí a las Praderas de Arena vendrían a fisgonear. Raistlin necesitaba descanso y quietud, no un tropel de visitas. Sí, Kit sabía lo que se hacía. Ayudaría a Raistlin. Estaba seguro.

Por lo general el mocetón veía las cosas por el lado positivo; no era de los que rumiaban lo que ya había pasado ni se preocupaban por lo que había de llegar. Era sincero y confiado y, como la mayoría de la gente sincera y confiada, creía que todo el mundo era de la misma condición. En consecuencia depositó toda su fe en Kitiara.

Se dirigió a buen paso, bajo el aguacero, hacia la casa de Meggin la Arpía, que vivía en una choza desvencijada construida en el suelo, al pie de los Vallenwoods, no muy lejos de la taberna El Abrevadero que tan mala fama tenía. Concentrado en el recado y sin dejar de musitar para sus adentros «corteza de sauce, corteza de sauce» una y otra vez, Caramon estuvo a punto de tropezar con un viejo lobo gris que estaba tumbado a la puerta, cruzado en el umbral.

El animal gruñó, y Caramon reculó precipitadamente.

—Hola, perrito guapo —le dijo al lobo.

El animal se incorporó, con el pelo del lomo erizado, y al gruñir frunció los belfos de manera que le enseñó unos dientes amarillentos pero muy afilados.

La lluvia seguía cayendo a mares sobre el joven, que llevaba empapada la capa y estaba metido en barro hasta los tobillos. A través de la ventana veía la luz de una vela y una figura que se movía de acá para allá por el interior de la choza. Hizo un nuevo intento de pasar ante el lobo.

—Eres un buen perro —le dijo y alargó la mano para darle palmaditas en la cabeza.

Los dientes amarillentos le lanzaron una dentellada que casi lo dejó sin mano.

Caramon metió las manos en los bolsillos v se retiró de la puerta, con intención de llamar a los cristales de la ventana. El lobo tenía otras ideas. Y las impuso.

Caramon no podía marcharse sin la corteza de sauce. Ponerse a llamar a gritos no era muy educado, pero en estas circunstancias era la única salida que le quedaba al desesperado mocetón.

—¡Arpía...! ¡Ejem! —Se puso colorado y empezó de nuevo—. ¡Señora Meggin! ¡Señora Meggin!

Un rostro apareció en la ventana; era de una mujer de mediana edad, con el canoso cabello sujeto hacia atrás, muy tirante. Tenía los ojos relucientes y claros. Y pinta de loca. Miró intensamente al empapado Caramon y después desapareció de la ventana. Al joven se le cayó el alma a los pies, o al barro, que a este paso no tardaría en llegarle a las rodillas. Entonces oyó un chirrido, como cuando se levanta una tranca de hierro, y la puerta se abrió. La mujer le dijo una palabra al lobo que Caramon no entendió.

El animal se tumbó panza arriba, con las patas en el aire como un cachorro, y la vieja bruja le rascó la barriga.

—Buen chico — dijo, y levantó la cabeza—. ¿Qué quieres? El tiempo es un poco inclemente para que andes tirando piedras a mi casa, ¿no te parece?

Caramon se puso colorado como un tomate. El incidente de lanzar piedras a la casa había ocurrido hacía mucho tiempo, cuando sólo era un crío, y había supuesto que no lo reconocería.

—Bueno, ¿qué es lo que quieres? —repitió.

—Corteza —dijo en voz baja, avergonzado, nervioso y azorado—. Una clase de corteza, pe... pero se me ha olvidado cuál.

—¿Para qué es? —preguntó ásperamente Meggin.

—Eh... Kit... No, no quería decir eso. Es para mi hermano. Tiene fiebre.

—Extracto de corteza de sauce. Ahora te lo traigo. —La vieja lo miró—. Te pediría que entraras para resguardarte de la lluvia, pero apuesto a que no querrás.

Caramon echó una ojeada al interior de la choza. Un cálido fuego ofrecía una imagen tentadora, pero entonces vio un cráneo encima de la mesa —una calavera humana— junto a otros cuantos huesos. También atisbo lo que parecían las costillas de una caja torácica, saliendo de una espina dorsal. Si no le hubiera parecido tan horrible, habría pensado que la mujer intentaba reconstruir una persona empezando por los huesos y continuando hacia afuera. Retrocedió un paso.

—No, señora. Gracias, señora, pero estoy muy bien aquí fuera.

La vieja bruja esbozó una mueca y soltó una risita cascada. Cerró la puerta. El lobo se enroscó en el umbral sin quitarle ojo a Caramon.

El joven permaneció bajo la lluvia, cada vez más empapado, preocupado por su hermano, esperando que la bruja no tardara y preguntándose, inquieto, si hacía bien fiándose de ella. A lo mejor necesitaba más huesos para su colección. A lo mejor había ido a coger un hacha...

La puerta se abrió tan bruscamente que Caramon dio un brinco de sobresalto. Meggin le tendió un frasquito.

—Aquí tienes, chico. Dile a tu hermana que le haga tragar a Raistlin una cucharada grande por la mañana y otra por la noche hasta que la fiebre ceda. ¿Entendido?

—Sí, señora. Gracias, señora. —Caramon buscó torpemente las monedas en el bolsillo. De repente cayó en la cuenta de lo que había dicho la mujer y balbució—: No es... eh... para mi hermana. No está aquí... exactamente. Está fuera. No me... —Se calló. No sabía mentir.

Meggin soltó otra risita.

—Por supuesto que está, pero no se lo diré a nadie, no temas. Espero que tu hermano Raistlin se ponga bien. Cuando esté recuperado, dile que venga a verme. Echo de menos sus visitas.

—¿Mi hermano viene aquí? —preguntó, atónito, Caramon.

—A todas horas. ¿De quién crees que ha aprendido lo que sabe sobre hierbas? De ese estúpido zopenco de Theobald, no, desde luego. Sería incapaz de distinguir entre una manzana silvestre y un diente de león aunque lo mordiera en el culo. No olvides la dosis, ¿o prefieres que te lo escriba?

—Lo..., lo recuerdo —dijo Caramon, que le tendió una moneda.

Meggin hizo un gesto con la mano, desdeñándola.

—A mis amigos no les cobro. Sentí mucho lo de la muerte de tus padres. Ven a visitarme alguna vez, Caramon Majere. Me gustará charlar contigo. Apuesto a que eres más listo de lo que crees.

—Sí, señora —contestó cortésmente el joven, sin tener ni idea de a lo que se refería la mujer y sin la menor intención de aceptar su invitación.

Hizo una torpe inclinación y, llevando el frasquito del extracto de corteza de sauce con el cuidado con que una madre sostendría a su recién nacido, se dirigió chapoteando por el barro hacia la rampa que llevaba a las copas de los árboles. Estaba bastante desconcertado con la noticia de que Raistlin visitaba a la vieja bruja y aprendía cosas de ella. ¡A lo mejor había tocado la calavera! Caramon hizo un gesto de asco. Todo el asunto era increíblemente chocante.

Iba tan aturdido que olvidó por completo que tenía que pasarse por la posada para comprar el brandy y recibió un buen rapapolvo de Kitiara cuando llegó a casa.

Tuvo que volver a salir, bajo el aguacero, para hacer el encargo.