Raistlin estaba sentado en el taburete de la clase, inclinado sobre el pupitre, copiando laboriosamente un conjuro. Era uno de sueño, sencillo para un hechicero experto, pero todavía muy lejos del alcance de un joven de dieciséis años por muy precoz que fuera. Raistlin sabía que era así porque, aunque lo tenía prohibido, había intentado ejecutarlo.
Equipado con su libro de hechizos elementales, que había sacado a escondidas de la escuela, oculto debajo de su camisa, y con el componente requerido para su ejecución, Raistlin había tratado de lanzar el hechizo de sueño sobre su intranquilo pero invariablemente leal gemelo.
Tras pronunciar las palabras, había arrojado la arena a la cara de Caramon y había esperado.
¡Estate quieto, Caramon! Baja las manos. ¡Pero, Raist, tengo arena en los ojos! ¡Se supone que te tienes que dormir! Lo siento, Raist. Supongo que no estoy cansado. Y ya es casi hora de cenar.
Con un profundo suspiro, Raistlin volvió a dejar el libro en su sitio, en el pupitre, y la arena, en el frasco del laboratorio. No tuvo más remedio que admitir que quizá maese Theobald sabía lo que se decía... al menos en esta ocasión. Realizar un conjuro requería algo más aparte de las palabras y la arena. Si sólo fuera eso, hasta Gordon habría sido un hechicero y no estaría sacrificando ovejas, como hacía ahora.
La magia sale de dentro —explicó maese Theobald—. Empieza en el núcleo de vuestro ser y fluye hacia el exterior. Las palabras recogen la magia tal como surge desde vuestro corazón y va a vuestro cerebro y, desde allí, a la boca. Al pronunciar las palabras dais forma y sustancia a la magia y, en consecuencia, realizáis el hechizo. Las palabras pronunciadas por una boca vacía no tienen más resultado que mover los labios.
Aunque Raistlin albergaba la seria sospecha de que el maestro había copiado esta disertación de otra persona (de hecho, al cabo de los años la encontró en un libro escrito por Par-Salian), el joven aprendiz se quedó impresionado por su significado y anotó las frases en la primera página de su libro de hechizos.
Aquella exposición estaba presente en sus pensamientos mientras copiaba —por centésima vez— el conjuro en un trozo de papel, como preparación para escribirlo después en su libro elemental. Este libro elemental, encuadernado en piel, se le entregaba a cada aprendiz de mago que había superado el primer examen. El novicio tenía que copiar en su libro todos los conjuros que aprendía de memoria, además de tener que saber cómo pronunciar correctamente las palabras del hechizo y cómo escribirlas en un pergamino, y también conocer y haber recogido cualquier componente que requería dicho conjuro.
Cada trimestre, maese Theobald examinaba a los aprendices —había dos en su escuela, Raistlin y Jon Farnish— de los conjuros que habían aprendido. Si los estudiantes los hacían a satisfacción del maestro, se les permitía escribirlos en sus libros elementales. Ayer mismo, al final de trimestre de primavera, Raistlin había tenido el examen de su nuevo conjuro y lo había pasado con facilidad. Por el contrario, Jon había fallado al bailar dos letras en la tercera palabra.
Maese Theobald dio permiso a Raistlin para que copiara el conjuro —el mismo hechizo de sueño que había intentado lanzar sin éxito— en el libro. El maestro mandó a Jon Farnish que copiara el conjuro doscientas veces, hasta que aprendiera a escribirlo correctamente.
Raistlin conocía este hechizo de cabo a rabo, al derecho y al revés, y habría sido capaz de escribirlo empezando por detrás y mientras hacía el pino. Sin embargo, era incapaz de que funcionara. Incluso había rezado a los dioses de la magia pidiéndoles ayuda, como había hecho durante el examen elemental. Pero los dioses no comparecieron.
El joven no dudaba de las deidades, sino de sí mismo. Tenía que ser un fallo suyo, algo que estaba haciendo mal. Y así, en lugar de copiar el hechizo en su libro, Raistlin estaba haciendo lo mismo que Jon Farnish: escribir una y otra vez las mismas palabras, trazar meticulosamente cada letra hasta estar convencido de que no había cometido ni el más mínimo error.
Una sombra —una ancha sombra— se proyectó sobre la página. El joven levantó la vista.
—¿Sí, maestro? —Aunque procuró ocultar la irritación porque lo hubiera interrumpido en su trabajo, no tuvo mucho éxito.
Hacía mucho tiempo que Raistlin se había dado cuenta de que era más inteligente que maese Theobald y mucho más dotado en el arte. Si seguía en la escuela era porque no había otro sitio donde ir, y, como había quedado demostrado, porque todavía le quedaba mucho que aprender.
El maestro sabía ejecutar un hechizo de sueño.
—¿Sabes qué hora es? — inquirió Theobald—. La hora de la cena. Tendrías que estar en el comedor con los demás.
—Gracias, pero no tengo hambre, maestro —repuso descortésmente y reanudó su trabajo.
Maese Theobald frunció el ceño. Siendo como era un hombre bien alimentado, que disfrutaba comiendo y bebiendo, no alcanzaba a comprender a alguien como Raistlin, para quien la comida era simplemente el combustible que mantenía en marcha su cuerpo, y nada más.
—Tonterías, tienes que alimentarte. ¿Qué estás haciendo que es tan importante como para saltarte una comida? —demandó, a pesar de que podía ver perfectamente bien lo que hacía Raistlin.
—Estoy practicando en la escritura de este conjuro, señor —replicó el joven, con los dientes apretados por la idiotez del hombre—. Aún no me siento seguro para copiarlo en mi libro elemental.
Maese Theobald miró los trozos de papel que se amontonaban sobre el pupitre. Cogió uno y después, otro.
—Pero esto está adecuadamente escrito. De hecho, bastante bien.
—¡No, tiene que haber algo que está mal! — lo contradijo Raistlin con impaciencia—. En caso contrario, habría podido ejecutar el...
No tenía intención de decir eso. Se mordió la lengua y guardó silencio, mirando, ceñudo, sus dedos manchados de tinta.
—Vaya, vaya —dijo el maestro con un atisbo de sonrisa que Raistlin no vio al no estar mirándolo—. Así que has estado intentando hacer un poco de magia, ¿no es así?
Raistlin no contestó; pero, si hubiera sido capaz de lanzar conjuros, habría invocado demonios del Abismo y les habría ordenado que se llevaran a maese Theobald.
El maestro se irguió y enlazó las manos sobre el estómago, lo que indicaba que se disponía a soltar otro de sus aburridos sermones.
—Y no funcionó, supongo. No me sorprende. Eres demasiado orgulloso, jovencito. Estás demasiado absorto y ensimismado en ti mismo y en lo tuyo. Eres de los que toman, no de losque dan. Lo absorbes todo, pero no entregas nada. La magia está en la sangre, fluye del corazón. Cada vez que la utilizas, parte de ti mismo desaparece con ella. Sólo cuando estés preparado para entregarte sin recibir nada a cambio, la magia te servirá.
Raistlin levantó la cabeza y la sacudió para apartarse de la cara el largo y liso cabello castaño.
Detestaba que lo sermonearan. Mantuvo la vista fija al frente.
—Sí, maestro —dijo impasible, fríamente—. Gracias.
Maese Theobald chasqueó la lengua.
—Ahora mismo estás sentado en un caballo muy alto, jovencito. Algún día te caerás de él y, si el golpe no te mata, tal vez aprendas algo de ello. —El maestro gruñó—. Me voy a cenar. Tengo hambre.
Raistlin reanudó su trabajo; una sonrisa despectiva le curvaba los labios.